miércoles, 11 de noviembre de 2009

AUTUMN IN NEW YORK


Por un momento, te sientes reconfortado. Al fin y al cabo, eres un gran aficionado al jazz de salón.  El ambiente acompaña y cada uno está en su sitio: la rubia amarrada a la barra, las marcas circulares de los vasos sobre la mesa formando una bandera olímpica desfigurada (has bebido más de la cuenta), y el tenaz carraspeo de tu garganta, poco acostumbrada a fumar.  Balanceas el pie de forma mecánica, y el tobillo chasquea siguiendo el ritmo del contrabajo, a la vez que sientes la presión del poliéster sobre tu dedo medio, anillado por el agujero en el calcetín de ejecutivo. Te sientes incómodo, pero libre. Ahora es importante transmitir buen rollo, captar la atención de la rubia de forma sibilina. No fuerces demasiado la sonrisa, balancea la cabeza tratando de  no sentirte como un gilipollas, finge que tienes sentido del ritmo, daba-daba-dá…. Te has puesto la camisa negra, mal planchada, que te da cierto aire de interesante descuido. Ojo, la ceniza, no has dado una sola calada al último cigarro. Lo apuras y tratas de ahogar la tos.  Habías oído hablar a tus amigos más canallas de este local de jazz, cercano a  Gran Vía: actuaciones en directo, bebidas poco cargadas de alcohol y mucho de precio, servidas por un camarero demasiado displicente para un supuesto garito underground, y las habituales lobas que suelen rondar por este tipo de locales. Una rapida mirada a tu alrededor desmiente este último extremo, salvo la lacada excepción: las dos japonesas de nuca impoluta y peinado a lo garçon beben sus respectivas colas light con pajita y no tienen nada de underground,  menos aún  de buscar lío. Al contrario, tienen todo los números para asignarles la etiqueta de turistas despistadas, con aspecto de haber salido de algún musical de moda y haber caído por error sobre sus sillas desde las alturas del Nirvana tecnológico del que proceden. Observan la actuación con una expresión tan vacua como risueña, aderezada por ocasionales comentarios en voz baja. Entomología humana.

Aguantas las ganas de mear todo lo posible, temeroso de zozobrar en exceso al levantarte. Los últimos vodkatonics entraban suaves, suaves, como si no llevaran ni una gota de alcohol. Es una bebida que sabes que sorprende cuando la pides, amarga, de tipo duro que debería llevar sombrero de ala ancha, como Bogart, o más bien como querría haber llevado Woody Allen en Sueños de un seductor. Tranquilo, encontrarás a otra que sepa valorar tu buen gusto, que reconozca que la has elegido justamente por ser un tipo especial. No aguantas más y arrastras la silla en exceso al incorporarte, ¡¡¡RAAAAAAK!!! La miradita de las japonesas en el cogote, y empiezas el slalom  entre las mesas, dando gracias por la escasa concurrencia. La rubia parece estudiarte cuando pasas por su lado con el andar vacilante, pero que se cree firme, del borracho que pretende disimular su estado, camino al servicio de caballeros. Cierras la puerta a tus espaldas y eliges uno de los urinarios de pared. El chorro parece interminable, y te recreas en tu capacidad mingitoria, aceptándola como una muestra de virilidad. Sacas del bolsillo de la americana la corbata, arrugada, que te has quitado antes de entrar al local, te limpias la punta con ella, y la arrojas en aquella enorme vagina de elefanta. Te ríes por la ocurrencia. Que se jodan.

A la vuelta, el ambiente ha cambiado. Un grupo de jovencitas ha entrado a la sala. Tienen el burdo aire alternativo que sólo pueden tener las paletas o las ignorantes. Peinados de colores, abalorios étnicos, una pátina de desenfado estético, ropas anchas para pocas carnes, y mucho merchandising de Tim Burton y tabaco de liar. Morralla de Lavapiés o Malasaña, falsa bohemia y artisteo de tres al cuarto. Pero a ti no te engañan, gato viejo, no a ti que viviste los mejores años del Penta y te pusiste tan hasta el culo de todo, que decidiste que la mejor forma de acabar con la bestia era mamar de su teta. Y bueno, qué más da, ese tipo de tontitas suele preferir a los maduros cascados por la vida, como tú. 

Te alegras por haber tirado la corbata en el baño. Tiene bordado el delator logo del banco, una prueba del delito que hubiera desenmascarado al personaje que te vas a currar. La cantante, no-me-jodas-que-es-negra-no-me-lo-puedo-creer, canta A fine romance, como si esperara que Louis Armstrong se desenterrara a golpe de trompeta para secundarla. Aplausos entusiastas, esta noche todo vale. Pides otra copa en la barra, ignorando a la rubia, que ha pasado a ser plan Z, y te acercas a la mesa de las alternativas.

- ¿Os importa?
Dos de ellas se miran sonriendo, y una tercera más lanzada te invita a sentarse con un gesto.
- Tranquilas, no os voy a preguntar si venís mucho por aquí, no soy tan cutre (ahí has estado bien, ironizando sobre los métodos de caza).

Presentaciones, puqui, Armando, puqui-puqui, una de ellas parece incómoda, la de las rastas es fea de cojones, pero la de tu izquierda… ¿cómo has dicho?, ah, Katia, con ka, encantado (y olvidas al instante el nombre de las otras dos).  Bla, bla, bla, miraditas, temas comunes, hazle preguntas, que se sienta el centro de interés, no le hables de ti, deja lo mejor para el final, que se note que te gusta, déjaselo bien claro, los consejos de siempre, aquellos que toda tu vida te han dado los grandes folladores y las amigas que jamás te tirarás, desfilando por tu mente como una ristra de procesionarias, esta ronda la pago yo, insisto.

La noche se anima y Katia con ka parece sentirse cómoda a tu lado, incluso apoya su cabecita hueca contra tu hombro cuando interpretan un (otro) standard, cuyo título e intérprete original compartes con el grupo (una vez más). El resto parece haber asumido tu presencia como parte de la noche, incluso te piden que les saques fotos con tu móvil de última generación. Pásame tu e-mail y te las envío, claro, nuevas argucias.

El show ha terminado y el distinguido público con cuello de cisne abandona el local poco a poco. La cantante negra se acerca a la rubia de la barra y se dan un largo y sonoro morreo, que en cierto modo te reconforta. Era terreno baldío. Risas callejeras, camiones de basura cruzando la noche furibundos y os metéis en un antro de Malasaña con la persiana cerrada, y Katia con ka y tú acabáis metiéndoos mano (al fin) en un rincón oscuro. Ella está muy borracha y acaba (joder, un clásico), hablándote de su novio, de lo mucho que le quiere y lo poco que el la cuida. Se pone a llorar y tú no puedes evitar fijarte en cómo se le mueven las tetas cuando hipa. A la mierda.

Decides que la noche ha llegado a una frontera que hay que cruzar, y que tu enésimo vodkatonic está más caliente y desaprovechado que tú, así que le sueltas una grosería a Katia con ka. En un momento, te ves envuelto por gritos  y miradas asesinas. Las zarpas de sus amigas amenazan con marcarte la cara, así que pides al pakistaní que custodia la entrada que te deje salir, antes de que esa manada de arpías te despelleje.

En el taxi de vuelta, asientes entre balbuceos a los clichés demagógicos del conductor, le dejas una propina impropia, y notas por primera vez, al bajar, que hace un frío de cojones y que has olvidado el abrigo que te regalaron en algún lado. Te maldices en voz baja mientras entras en el portal. No piensas sino en descalzarte, liberarte de una vez del maldito calcetín agujerado que ha acabado dándote la noche, y meterte en la cama. A la tercera, logras acertar con la llave de casa. Avanzas a tientas por el pasillo con los zapatos en la mano. No has comido nada en todo el día, y decides inspeccionar la nevera. En el tercer estante aún queda media tarta de ayer, con dos velas clavadas como dos banderillas en todo lo alto de tu perdida juventud.

Robert Llopis, Noviembre 2008

4 comentarios:

  1. Pero qué bueno, Fleish. No sé si es mejor tu escritura o tu mirada sobre las cosas.

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  2. No te hacía yo tan malditista, Robert Llopis

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  3. Esa mezcla de Woody Allen en las palabras y Alfredo Landa en la actuación está pero que muy bien, señor Llopis.

    (WA seguiría a las 9 décimas partes del relato echándole los tejos a la rubia).

    Así, parece más una condena que una vida: tropitantos años y un día.

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