jueves, 18 de noviembre de 2010

¡ES UNA VERGÜENZA!

No era necesaria la opinión de un otorrino o un especialista en conductismo para determinar la causa de la obsesión por todos conocida de Federico Arranz. Fue un grito al límite de la capacidad humana proferido por un hincha del Atleti a escasos quince centímetros de su pabellón auricular izquierdo.

El orondo bramador, sentado a sus espaldas, había luchado a todo pulmón contra la imposibilidad de que su extraordinario vozarrón llegara a ser percibido de forma inteligible por el árbitro que acababa de omitir la existencia de un penalti a favor del equipo local. Entre insultos e improperios tan poco originales como recurrentes en un campo de fútbol, una frase se incrustó en el mortificado subconsciente de Federico, que ignorando el desarrollo del juego, se entretenía retirando con los dientes la tripa del chorizo que acompañaba a bocados alternos con un tarugo de pan.

- ¡ES UNA VERGÜENZA!

Federico, criado en un ambiente familiar frío y distante y con una esposa que hacía mucho que se había convertido en un carámbano que pendía sobre su cabeza como único vínculo emocional, salió del estadio con el eco mortecino de aquellas palabras resonando en su cavidad craneal.

Es una vergüenza, es una vergüenza, es una vergüenza…

Sintió que aquella frase encerraba la respuesta que tantas veces había reprimido, que se enlazaba con otros ecos del pasado, conformando un todo que daba luz a su existencia. Luz ante la injusticia de las palizas recibidas en su niñez, ante el procaz desfile de amantes de su madre, que conformaron el vodevil erótico de su infancia y cuya presencia tanto daño había hecho en su posterior desarrollo sexual y afectivo: penes oscilantes avanzando por el pasillo del hogar, vello púbico en el cepillo de dientes, un ambiente depravado que no era sino tinta sobre la moral que le dictaban en la escuela.

Sin saber cómo, aquella frase gritada entre la multitud, supuso una obsesiva revelación. Empezó a soñar que aullaba por las calles, señalando con el dedo a los pecadores, a los que se agazapaban en una mediocridad disfrazada de éxito, a todos aquellos que se atrevían a proclamar medias verdades. Se imaginaba vestido de profeta, con largas barbas, ladrando como un perro pastor al asustado trasero de la masa en estampida.

Pero aquellas palabras no sólo le perseguían durante el sueño. Empezó a pronunciarlas en voz baja, acompañando cada uno de sus actos cotidianos. Cuando encontraba un pliegue molesto en las sábanas de la cama que acababa de hacer su mujer, cuando el ascensor tardaba en subir hasta su piso, o el hombre del tiempo anunciaba nubes y claros en la provincia de Soria. Empezó a quejarse de todo, sin atender a causas o razones. Y es que no había hecho, por insignificante que fuera, que se ajustara a su gusto.

Se volvió adicto a las manifestaciones. No importaba la ideología, el número de asistentes o la ciudad en la que se celebraba. Siempre acudía a todas las que podía y se abría paso a empellones, hasta alcanzar las primeras filas. Se le podía ver enarbolando un cartel sostenido por un largo palo en el que rezaba la frase iniciática.

¡ES UNA VERGÜENZA!

Marchas contra la explotación de las chinchillas, a favor de una segunda expulsión de los moriscos, por la denominación de origen de un molusco gaditano, por la aplicación de la pena de muerte para las abortistas... No importaba la causa ni la ideología. La base es que todo, TODO, era una vergüenza. Y uno no podía determinar con certeza si Federico iba a la manifestación para adherirse a los manifestantes o para protestar contra el mismo desarrollo de la misma. Su queja era genérica, categórica, universal.

Así que cuando empezó a ser un lugar común en todos los actos de esa índole, cuando un periodista se fijó en aquella figura enjuta y desgarbada que sostenía siempre un cartel que empezaba a resultar demasiado familiar y le señaló con el dedo, se convirtió en un personaje público. Empezó a asistir a tertulias televisivas, mítines y asambleas como invitado especial. Se quejaba de todo, sin necesidad de argumentar, pero con tal vehemencia que su opinión era tenida siempre en consideración. Con el paso de los años, los grupos de la oposición al gobierno, independientemente de cuál fuera el partido en el poder, reclamaban sus servicios, exprimían sus quejas y se frotaban las manos con el descubrimiento de aquella arma letal e implacable, capaz de recriminar la sonrisa de un recién nacido.

Cuando Federico Arranz fue invitado a asistir al palco de honor de la Final de la Copa de su Majestad el Rey, disputada entre el Atlético de Madrid y el Barcelona, se creó más expectación por su presencia, que por la del monarca. Federico regresaba al lugar en el que empezó su nueva vida. Justo en el minuto ochenta y ocho, en el preciso instante en el que Leo Messi marcaba el noveno gol de la noche a favor de su equipo, empujando el balón al fondo de las redes con la ayuda de su nalga izquierda, el insigne quejica se levantó de repente, hizo el amago de gritar algo, y se desplomó hacia delante cayendo sobre las gradas situadas seis metros abajo. Al día siguiente, en todos los periódicos deportivos rezaba el mismo titular: INCONTESTABLE VICTORIA DEL BARÇA. Bajo el titular, una fotografía del fatal desenlace de Federico, con la cabeza enterrada entre dos sillas, convertido en un macabro avestruz asustado por aquella muerte tan ridícula como vergonzosa.

Robert Llopis, 2010

Relato escrito para el taller del Bremen, con el tema "vergüenza".