viernes, 11 de diciembre de 2015

CACAHUETES

Me gustan estos cacahuetes. Esperaba algo salado cuando la niña  sentada junto a mí me los ofreció y temía que luego me diera sed, que beber agua me hiciera tener de nuevo ganas de orinar, que el hombre que conduce se enfadara otra vez conmigo cuando vuelva a subir al coche. Creo que no me gusta viajar, en realidad estoy seguro de que no, me marea la serpentina borrosa de árboles, de postes, de casas, ese pasar pueblos en los que mejor no saber qué vida llevarán, el olor a vómito perfumado del ambientador con forma de abeto que cuelga del retrovisor.

 No quiero molestar a estas personas amables, que piensen que soy descuidado y sucio, así que me sacudo el azúcar pegado a los dedos contra la pernera del pantalón, pliego con cuidado la bolsita y la guardo en un bolsillo. Hace mucho calor y doy las gracias al joven que me está abanicando con una revista de motos. Me pregunto dónde estará ahora la moto con la que iba a recoger todas las tardes a Encarnita, allá en el pueblo. Seguramente será chatarra, o estará arrinconada en un garaje, a la espera de que alguien repare en ella. Pero yo iba de viaje, hemos parado porque necesitaba ir al baño, así que tengo que continuar, aunque no tenga muy claro si me llevan a la playa o a dónde. Quiero que sea a la playa, me viene de repente un recuerdo claro, todo el día jugando en la arena, ennegrecido por el sol, los amigos del verano. Se llamaban Lorena y Miguel. Me entra la risa triste, porque recuerdo esto y no acabo de tener claro cómo se llaman el hombre que conduce y la mujer que no me habla y que se enfadan conmigo cada dos por tres.


Me asusto un poco cuando llega la policía. Han pasado muchos años, pero recuerdo como si aún me dolieran los golpes en las plantas de los pies, la humillación de la luz proyectada sobre los moratones de mi cuerpo desnudo.  Recelo de ellos y me extraña que uno de los policías, ahora lo veo claro, sea una chica guapa, con el pelo castaño recogido en una coleta. Me sonríe y se pone de cuclillas ante mí, me pide permiso para revisar mis bolsillos, pero no llevo la documentación encima, sólo el envoltorio de los cacahuetes y un pañuelo de papel arrugado, me da vergüenza que todos me miren con expresión lastimera porque ni siquiera sé mi nombre, ni con quien viajaba, no sabría decirles, aunque volvieran a golpearme por qué me han dejado en esta área de descanso junto a la carretera, ni tampoco me arrancarán cómo se llama el hombre que conducía, ni la mujer que no me hablaba, porque ahora sí, de repente se me ha hecho la luz, y no voy a decir a unos desconocidos nada contra mi familia, porque mi hijo Fernando sería incapaz de dejar tirado como un perro a su padre y además seguro que no se enfada cuando vuelva a por mí y vea que esta vez sí me acuerdo de quién es. 

sábado, 24 de octubre de 2015

APPLE

Son las diez de la mañana de un sábado de Octubre. En una librería del centro de Madrid, sentado en una mesa diminuta junto al escaparate, un joven de barba negra y espesa hojea un libro de poesía. Lleva casi una hora allí y no ha abandonado en ningún momento su intermitente lectura. Cuando alguien entra en la tienda abre el libro, frunce el ceño y se inclina hacia adelante, concentrado. Al poco, cierra de nuevo las tapas sin haber pasado una sola página y desvía su atención a los transeúntes que desfilan al otro lado del cristal.

En la acera de enfrente, el dependiente chino de una tienda de alimentación forcejea un rato con la cerradura y sube la persiana del local, produciendo un estruendo metálico que es respondido por los ladridos de un bulldog francés que tomaba el sol hasta ese momento en el balcón del piso superior. El chino hace un gesto de desprecio y golpea con la mano abierta la persiana, provocando al animal, que gimotea asustado y se retira jadeando y echando espumarajos hacia el interior de la vivienda.

El joven observa la escena, sonríe y retoma su intermitente lectura, justo en el momento en el que una chica pelirroja entra en la librería. Se queda un momento parada, observa a su alrededor, y se sienta en una mesa aledaña a la del chico, la única que queda libre. Abre un diminuto bolso con la imagen serigrafiada de Audrey Hepburn y saca de él un Iphone y un ejemplar de La Catedral del Mar. Pide un té y se pone a manipular el móvil manteniéndolo muy pegado a su rostro, en perpendicular a su busto.

El lector de poesía mira de reojo a la chica y cierra el libro, mientras recita en voz baja un verso que compara la piel de una condesa medieval con una manzana inmarcesible. Repite en voz alta: manzana inmarcesible, pero pronuncia manzana inmarcecible una tercera vez y una cuarta. Manzana inmarcecible, balbucea con la cara colorada. La chica emite una risita que se entremezcla con el sonido del tintineo de la cucharilla con la que remueve su bebida. En el exterior, el perro ha regresado al balcón y orina sobre la maceta de un bonsái, un manzano en miniatura. Algunas gotas caen a la calle y salpican al chino, que estaba sacando a la acera unas cajas de fruta. Éste maldice en su lengua. La chica de la librería, que se disponía a hacer una foto con su móvil al aedo balbuceante, enfoca al chino, que se ha agachado para coger una manzana.

En tres segundos y catorce centésimas sucede lo siguiente: al girar el dispositivo móvil, la luz del sol se refleja en el emblema plateado de la tapa posterior, deslumbrando al lector; la manzana arrojada por el comerciante meado no alcanza su objetivo y rebota contra la pared; el perro se esconde de nuevo en el interior de la casa, mostrando sus posaderas, en las que justo a la izquierda del ano, tiene una mancha negra en el pelaje con forma de manzana; un artista callejero vestido de Jesucristo pasa por el centro de la calle, coge al vuelo la manzana, sonríe y le da un mordisco sin detenerse, con la mayor naturalidad, sin prestar atención a nada.






sábado, 11 de abril de 2015

Y NOS DIERON LAS TRECE


 ― No me vengas ahora con remilgos. ¿Quieres volver a vivir de alquiler en un piso de mierda, o pagar en dos años el dúplex que te has comprado en Tirso?

― Quiero ser yo mismo.

― Perdona, pero mi obligación como tu representante es recordarte que la única circunstancia bajo la que se te permite ser tú mismo es cuando te sientas en la taza del váter por las mañanas.

― Muy gracioso, pero me prometiste que si Adoquines lacerados llegaba a ser disco de platino, podríamos reconsiderar dar un giro a mi carrera.

― Y lo vamos a dar, del disco de platino, al tabique de platino. Mira, nos vamos a hacer de oro si me haces caso y seguimos en esta línea. Estoy harto de tratar con cantantes con aspiraciones artísticas y nulo olfato comercial. Para eso estoy yo y aunque reconozco que las baladas de amor tienen su público, las canciones que compone Sebas para nosotros son rompedoras.

―Sí, pero no pegan nada con lo que quiero expresar.

―Hipoteca amortizada. Trata de expresar eso. Hipoteca amortizada.

―No puedo contigo… ¿y el tema del acento?

― ¿Qué problema hay con el acento?

― Pues que ya pasé por el cambio de nombre, es algo normal en el gremio. Pero de nacionalidad…

― Me vas a decir que un burgalés tiene más garra que un porteño. Si quieres, hacemos una rueda de prensa para comunicar que Matías Sanguinetti pasa a llamarse José Antonio Pérez. Verás como más de una se sube las bragas.

―  Es que estoy harto de impostar el acento, siempre me han caído mal los argentinos, me parecen malabaristas, poco fiables.

― Pero eso es sólo porque se acostaban con tu mujer. Es broma, es broma, no me pongas esa cara. Por cierto, hablando de tu mujer… ¿has pensado en separarte de ella? Tengo a un par de modelos dispuestas a aparecer en las revistas del corazón enrollándose contigo en la playa. A una de ellas la encontraron el mes pasado dormida en su camerino con una jeringuilla colgando, es perfecta.

― Nacho, te recuerdo que Ambrosia y yo llevamos felizmente casados desde hace veinte años.

― Sí, casi desde vuestra primera paja. No veas tú la mala imagen que da eso, puede valer para acabar convertido en muñeco de cera o en Ana Belén y Víctor Manuel, pero el 80% de las personas que compran tus discos son mujeres. El otro 20%, calzonazos que se lo compran a sus novias. Y no hay ninguna de ellas, o incluso de ellos,  que no deje de fantasear con que te la lleves al catre y le arrees una buena tunda.

― Todo esto me lo dices porque eres un desgraciado que no cree en el amor.

―  Y tú eres la reencarnación de Perales, pero Dios te dio el don de tener cara de hijo de puta, aunque seas un blando. Y los hijos de puta capaces de enlazar dos rimas y subirse a un escenario, triunfan. Hijos de puta que no tienen mujer, que se acuestan con cualquiera y se ponen hasta las trancas. Hijos de puta con barba de tres días y sábanas sucias, con cara de comer todos los días carne de perro, hijos de puta de sombrero ladeado y sonrisa torcida. Mira, toma.

― ¿Y esto?

―No entres en pánico. Son unos polvos de talco aromatizados.

― ¿Quieres que me los ponga para oler mejor? Si me dijiste que era bueno estar desaliñado y oler a sudor y tabaco.

―No, quiero que te pongas un poco por encima de la pechera y aquí en el borde de la nariz. Aquí y aquí. Perfecto, y ahora a la rueda de prensa.

―Pero van a pensar que es…

―Van a pensar que el rey de los canallas cabalga de nuevo. Y recuerda: hipoteca amortizada. Si es que si no fuera por mí…



domingo, 22 de marzo de 2015

PARACITY


Empecé a expoliar viajes al poco de llegar a Madrid. Era el boom de los vuelos lowcost y, para pasmo de mi naturaleza sedentaria, no había conversación en la que alguien dejara de relucir que había estado en tal o cual destino de un exotismo que ya empezaba a ser dudoso.  Aquel 2007, por ejemplo, fue el de Tailandia y el de la bipolaridad. Un país y un concepto tan manoseados, que se convirtieron, en mi particular imaginario de bicho raro, en unos claros referentes de la estupidez.

Fiel a mi naturaleza callada, me dedicaba a escuchar y a trasegar alcohol con la parsimonia de un hipopótamo, a la espera de que alguien cambiara de tema.  El problema era que la gente no tenía nada interesante que decir y los viajes ofrecían la oportunidad de hacer una puesta en común sobre experiencias ligeramente discordantes en las que cada gurú de La Experiencia Única ponía su particular guinda sobre el pastel o pastiche elaboraban sobre un país que había n visitado como turistas y del que se atrevían a pontificar. Consejos, tips, dónde se comía mejor, qué rutas eran las menos transitadas por los turistas (categoría de la que se autoexcluían con total desfachatez), o cómo regatear con nativos que no tenían dinero ni para calzarse.

Pasado el tiempo, tal vez por mero aburrimiento o por simple dejadez, empecé a integrarme, sobre todo cuando me presentaban a alguien. Tenía material de sobra y la dosis necesaria de prudencia para resultar medianamente convincente, sin que se descubriera mi impostura. Bastaba con realizar comentarios vagos y generales, con los que todo el mundo parecía estar de acuerdo, sobre esas ciudades en las que nunca había estado, ni pensaba visitar.

Por regla general, la gente es demasiado cobarde o educada, según se mire, como para empezar a contradecir los argumentos de alguien a quien se acaba de conocer. Y en caso de encontrarme con alguna de esas personas que se empeñan en refutar cualquier opinión ajena, me limitaba a darles la razón y a tomar nota mental de las tonterías que pudieran decir, en caso de que fueran provechosas para mis futuros fingimientos.

Así, era fácil afirmar que Berlín era la capital europea más vanguardista, que en Budapest uno podía sentirse embriagado por una gris melancolía, que Nueva York te transporta a una película de Woody Allen o de Scorsese, según gustos y ganas de hacerse el duro de postal, o que la monumentalidad de París ridiculizaba al resto de capitales europeas.

 Eran generalidades de manual que cumplían la misma función que hablar del tiempo en un ascensor, así que empecé a perfeccionar la técnica recabando información en Internet y rebuscando en las páginas especializadas en viajes las opiniones más peregrinas, que enriquecía caprichosamente. Así, me sorprendía a mí mismo hablando de aquel diminuto restaurante del Trastevere que sólo está abierto a determinadas horas de los días en los que le apetece abrir a Massimo, el cocinero gordinflón que es un fanático empedernido de la Lazio, una persona a la que en mi vida conoceré, pero a la que soy capaz de poner por las nubes y, ya puestos, inventar que tiene un bigote inverosímil con pelos enormes como  tagliatelle.

Poco a poco, mi popularidad fue creciendo de la mano de la desfachatez con la que inventaba anécdotas viajeras imposibles de verificar, pero adornadas con la suficiente dosis de verismo que las convertía en irrefutables. Una de las historias que captaba más atención era la de mi viaje a París la semana pasada, siempre era la semana pasada para dármelas de cosmopolita, en la que había entablado amistad con uno de los encargados de la gestión de la Torre Eiffel, que me había invitado a comer en su casa tras resolver unos asuntos de trabajo que no venían al caso, y que me había asegurado en la sobremesa que la famosa construcción había empezado a inclinarse ligeramente y que pronto habría que limitar el número de turistas que la visitaban a diario. Estaba previsto que en unos años la torre tuviera el suficiente grado de inclinación para empezar a competir con la de Pisa que, por otro lado, estaba destinada acabar revestida de un enorme corsé metálico que evitara su derrumbe. La rivalidad entre italianos y franceses en materia turística dependía en gran medida de esa puja entre las dos construcciones.

Aunque no era raro encontrar a algún aguafiestas que tratara de desdecirme, asegurando que era imposible que la torre francesa se inclinara debido a su sus sólidos cimientos y a su particular estructura, me las arreglaba para mencionar estudios geológicos inexistentes que habían estado en manos de mi amigo francés y que aseguraban que, aunque aún de forma imperceptible, la famosa antena iba a acabar torciéndose de forma inexorable. Aprovechaba estas invectivas para atacar la cerrazón del carácter español, tendente al escepticismo como argumento de inicio y acababa colapsando a mi oponente con un discurso tan vacío como profuso. Estuve tentado de hacer carrera política, pero de buen seguro que me hubieran hecho viajar y pudo más la pereza.

He de reconocer que la vida me ha ido tratando bien y a mis casi setenta y cinco años puedo enorgullecerme de no haber salido del suelo patrio, sin que nadie se haya percatado de mi impostura. A mi juicio, esta proeza dice mucho de las falsas atribuciones que se le conceden al hecho de viajar, ya que se me considera una persona tolerante, de mente abierta y capaz de adaptarme a cualquier situación, enfoque cultural o punto de vista. Y todo esto, por haber conocido mundo. Soltero empedernido, disfruté de la compañía de mujeres que cayeron fascinadas por las historias que les contaba un auténtico hombre de mundo y por suerte tuve familia que me empujara a viajar tras mi jubilación. No puedo evitar fantasear con hacer un primer viaje, tal vez el último, a París, resignarme a hacer una larga cola, como el ganado esperando turno en el matadero, y tocar con mis propias manos el inclinado cuerpo de metal al que mi torcida imaginación pareció condenar.



jueves, 29 de enero de 2015

THE WALKING LEADER

El viejo acabó muriendo en el lugar al que tantas veces había peregrinado en busca de su pasado. Tras oír lo que en principio creyó ser el sonido de una rata y acabó reconociendo como un leve tamborileo, acompañado de un gemido quejumbroso que provenía del otro lado del suelo de mármol, retrocedió aterrorizado. Le siguieron la enfermera y la bombona de oxígeno que arrastró de forma estruendosa en el recinto sacro, como una fiel mascota que ve en apuros a su amo, y se desmoronó ya sin vida a los pies de uno de los ángeles custodios. La enorme estatua se mantuvo impasible.

― En el debate de esta noche tenemos a un invitado muy especial, que ha irrumpido de forma inesperada en el escenario político y al que seguro que nuestros colaboradores habituales tendrán mucho que preguntar. Bienvenido, general.

La imagen pasa del  joven presentador a lo que parece ser un muñeco andrajoso vestido de militar. Mantiene el tronco erguido con dificultad, apoyado contra el respaldo del sillón. Lleva una gorra calada y un sinfín de medallas en la pechera, que el ser toquetea de vez en cuando, como si quisiera acompañar sus movimientos y palabras a través aquel teclado de acordeón hecho de proezas convenidas.

―Gñaaaa…aciasss.

― La mayoría de nuestros espectadores no conocen a la persona que hoy nos acompaña y que hasta hace una semana, llevaba casi 40 años muerto: el dictador Francisco Franco. 

La momia uniformada se agita en su asiento, esparciendo aún más el tufo a podredumbre que invade el plató y esboza una protesta.

―Caaaaaaaaaaauggggg….

¡Cloc!

La apertura vocálica ha provocado que la mandíbula inferior del entrevistado caiga al suelo con un sonido sordo. 

― ¡Caudillo! ¡Caudillo de España por la Gracia de Dios y no dictador! ―protesta uno de los contertulios, un joven envejecido a fuerza de conservadurismo,  gordo, engominado y director de un periódico de tirada naciona, mientras hace el gesto de levantarse para recoger la mandíbula. 

―Por fin te muestras como lo que eres, un siervo del cainismo que ha asolado este país desde tiempos inmemoriales Recoge, recoge la quijada con la que trataréis de nuevo de quebrar la testuz del pueblo. 

Estas palabras son proferidas por un señor ya entrado en años, que luce ropa juvenil y escaso pelo en una coleta canosa. Su discurso se refuerza por el enérgico movimiento de su brazo izquierdo, en el que sostiene una pipa obviamente apagada, pero que le otorga el justo punto de intelectualidad.
Gordo Engominado hace caso omiso de la perorata de Pipa Apagada y trata de colocar de nuevo la mandíbula en el rostro del general resucitado,  que acaba encajando con un chasquido desagradable que motiva que las jovencitas que el realizador ha sentado en primera fila del público den un respingo.

 La tercera contertulia, habitual en las revistas del corazón y recientemente nombrada alcaldesa de Móstoles,  se lima las uñas, ajena a todo.
―….diiiilllooooooo. 

Recompuesto el aparato fonador, el resucitado parece querer proseguir su discurso.

―Heeeevuuuuu… He vuuuuuu…. He vuelto paaara salvar Esspaaaaa…

¡Cloc!

La mandíbula ha rodado esta vez hasta los pies de la alcaldesa, que lanza un grito y le propina una patada. Popular como es, el público empatiza con ella y lanza un grito estentóreo. Se oye a alguien vomitar fuera de plano. El presentador aprovecha para tomar las riendas de la situación y da paso a publicidad.

Un anuncio gubernamental, en el que aparece el Presidente del Gobierno vestido de cocinero enseñando a una joven madre a alimentar a su familia con un kilo de arroz, se ve interrumpido de repente y la señal vuelve al plató. Un primerísimo plano de un hombre con una careta de cerdo ocupa toda la pantalla. Se aleja unos pasos, sin dejar de mirar a cámara y la imagen muestra a varios individuos que le acompañan.  Todos ellos van vestidos de negro, pantalones pitillo y botas con puntera de hierro, rapados, con expresión porcina y, ahora se ve claramente, sin careta alguna. 

― ¡Este país necesita otra oportunidad, no os burlaréis del Caudillo!

Dos de los cerdos vestidos de negro, con una escopeta de caza en ristre, cogen al general por las axilas, prestos a llevárselo consigo.

― ¡Jossssdepuuuuutaaa!

El dictador a duras penas puede proferir el insulto, aún en su asiento, mientras los dos neonazis contemplan con la mirada desorbitada el brazo arrancado de cuajo que cada uno de ellos sostiene. El que tiene el brazo derecho de Franco, tal vez arrastrado por el absurdo, lo levanta haciendo el saludo fascista. Justo en ese momento, se oye un vocerío. Los tertulianos y el público aprovechan para escabullirse, menos la alcaldesa, que sigue haciéndose la manicura. Las fuerzas del orden parecen estar llegando y los skins desaparecen de la imagen, cargando con diversas partes del cuerpo de Franco, ya convertido  en un puzle grotesco.

A los tres días, como sucede con cualquier noticia por impactante que sea, se deja de hablar de la reaparición de Franco. El vídeo colgado en Youtube por Segunda Falange, apenas tiene nuevas visitas. En él, sin disimulo alguno, el dictador es doblado con un falsete gallego aflautado por uno de los captores, mientras otro sostiene por detrás su cabeza a modo de ventrílocuo. El dos veces muerto Franco proclama la supresión inmediata de todos los partidos políticos, ajusticiar a Pablo Iglesias con ejemplares enrollados de La Razón y exige un carnet de abonado del  Real Madrid para todos los miembros de Segunda Falange.

 Agotados todos los chistes y gracietas habidos y por haber en las redes sociales, se pasa a hablar del primer tema que dicta la ruleta del desatino informativo, pongamos un brote de diarrea en Groenlandia. Ignorando todo lo sucedido, en un bancal de Cuenca, un agricultor encuentra al cavar una zanja el esqueleto de un soldado republicano y le pregunta si no va a opinar nada, si quiere decir la suya o se va a quedar callado, pero la tierra conserva peor los cuerpos que el mármol y el difunto cenetista no está para gaitas.