domingo, 6 de mayo de 2012

CAMAS SEPARADAS


Se ha dormido antes que yo, como todas las noches. Me quedo solo, con mis cavilaciones, con ese deseo de soñar su piel, tan cercana pero a la vez tan negada. Nos separa más que una mesita de noche. Nos separa el desafecto, la falta de entendimiento. Siempre hemos sido de carácter muy distinto. Pero al principio de nuestra relación ¡parecíamos tan complementarios!

La luz de la luna entra por la pequeña ventana de la habitación, como curioseando extrañada por mis lamentos. No me atrevo a despertarle. ¡Es tan huraño! Hace tiempo que dormimos en camas separadas. Fue una decisión suya, claro. Nunca me convencieron las razones que esgrimió: comodidad, nuestros distintos horarios... En el fondo no había más que una razón, la falta de afecto, la frialdad que se había alojado de repente en su mirada. No se daba cuenta de que yo aún le amaba apasionadamente, que necesitaba sentir el calor de su cuerpo a mi lado, que me moría por abrazar su vientre liso, por peinar con los dedos sus gruesas cejas antes de besarle en la frente. Y ahora dos metros son todo un abismo. Un mar de dudas que no me atrevo aún a romper con mi voz. Escucho, en mi insomnio, su leve ronquido. Nunca me ha molestado. Me parece casi paternal. Él siempre ha sido quien ha puesto algo de cordura a nuestra relación, quien me ha dicho qué era lo conveniente cuando estaba equivocado. Su mundo es el mundo de las cosas que tienen nombre y lugar, donde no caben los sueños. ¡Es tan racional! Tal vez por eso prefiere la discreción, por miedo a perder nuestro trabajo. Teme que la gente del barrio chismorree sobre nuestra relación. ¡Qué más da que seamos del mismo sexo! Lo importante es el amor...

El amor, ese amor que parece que se nos está escapando. Sigue de cara a la pared, dándome la espalda. Le observo en silencio, como esperando que note mi mirada como una mano en su hombro. No puedo más. Su cuerpo esbelto es demasiada tentación, vence mi prudencia. Aunque sé lo que pasará, aunque preveo su enfado, sus palabras gruñonas, no puedo evitar decirle algo, alguna tontería que reclame su atención. Temo su reacción, pero me pueden las ganas de oír su voz, de recibir el improbable regalo de un “ven a la cama”. Tímidamente, casi susurrando, me dirijo a él desde la oscuridad.

- Blas, Blas...

- ¿Qué quieres, Epi?