jueves, 17 de febrero de 2011

AL ESTE DEL MAL


 Dedicado a Mr. JuanRa Diablo


Por mucho que pueda ahora lamentarme, de nada va a servir en este infierno al que he sido relegado. Y si existe algún tipo de justicia que pueda entender mis motivaciones, no será la que aplican los falsos servidores de Dios, los mismos que me han dado la espalda para salvaguardar sus intereses jerárquicos. Quien osa acusarme no puede sino hablar desde la ignorancia, pues no hay mayor mortificación para la carne que explorar las tentaciones a cuyo dictado me someto. El camino que recorro desde hace años es un largo proceso de purga que me llevará un día a aislar al diablo, encadenado a la culpa que yo mismo me impongo, y no a aquella otra con la que me han querido apartar del rebaño.

Llevo meses en esta costa infecta, rodeado de mosquitos e ignorantes. Estoy harto de comer siempre lo mismo, de entender siempre a medias el mal francés de los campesinos. El inmenso arrozal que se extiende por todas partes se me antoja un aborto arrojado por el mar, fijado en el horizonte por el fango y las plantas. La comida es repulsiva, a base de anguilas y arroz y  no puedo dejar de pensar en mi infancia,  en la tierna carne de los animales que ayudaba a matar a mi madre con mis propias manos. Recuerdo aquel leve quejido, que no me resultaba en absoluto desagradable, la sangre manando de sus hocicos, el último estertor que saciaba mi curiosidad. Pero en esta tierra no hay más que alimañas, y prefiero muchas veces santificar mi cuerpo con el ayuno, ya que mi abandono sabe a podredumbre.
A los nativos no les interesa nuestro dios y hace tiempo que he abandonado la idea de leerles la Biblia. Me pregunto qué interés político habrá empujado al arzobispado a tratar de difundir el evangelio por estas tierras. Los dos soldados asiáticos que se encargan de mantener la calma entre los aldeanos se pasan el día jugando a las cartas y bebiendo licor de arroz y siempre que paso a su lado se ríen en mi cara, sin guardarme respeto alguno. Sospecho que son mis carceleros. Tal vez debería volver a vestir los hábitos, pero el calor y la humedad son insoportables y al fin y al cabo no voy a engañar a nadie. No soy más que un sacerdote en el vientre de una ballena gigantesca, varada en un país que no debe haber cambiado  en siglos.

No ha sido mi caso. El paso de los años ha ido cribando mis apetencias, hasta que quedaron las más, por así decirlo, turbias o mal consideradas por los hipócritas que me han exiliado. Negar al diablo es dar la espalda a Dios. Y mi vía de conocimiento ha sido tratar de encontrar su rostro.
Tuve la suerte de que el segundo esposo de mi madre costeara mis estudios de teología en Turín, una ciudad en la que el más ortodoxo catolicismo se las tenía que ver con las artes ocultas de algunos grupos de librepensadores que jugaban a disfrazarse de satanistas. O al menos eso pensaba yo desde mi escepticismo, que no encubría sino las ansias que tenía por introducirme en aquellas logias secretas. Porque cuando mi curiosidad se ensució con sangre, no pude sino reconocer que aquello que buscaba se encontraba más cerca de lo que podía sospechar.

Como aún no me habían ordenado sacerdote y considerando que aquellos años eran los únicos en los que me iban a ser lícitos disfrutar del goce de la carne, empecé a frecuentar ambientes poco acostumbrados para alguien de mi formación y futura carrera eclesiástica. Pero temeroso de ser reconocido en una ciudad que me resultaba pequeña, cambié de estrategia. Tenía que huir de la tentación que pudiera satisfacerse con facilidad, de acabar enterrado entre las piernas de una ramera que pudiera más tarde delatarme.  Fue por eso que escogí una víctima más débil y propicia para apagar mi sed de mal.
Uno de los alumnos más veteranos del seminario me confesó una noche en la que el vino había corrido más de la cuenta que tenía encuentros ilícitos con un joven, casi un niño,  de la ciudad. Al parecer, aquella relación hacía peligrar su futura carrera en el seno de la Iglesia, porque el chico había resultado más avispado de lo que correspondía a su edad y había empezado a chantajearle. Como compañero de vocación y amigo, me presté a ayudarle y concerté una cita con el pequeño chantajista. Me sobraba dinero y curiosidad para explorar el fondo del alma de aquella criatura, y ya en el primer encuentro sellé sus labios con el dinero suficiente para que se olvidara de mi amigo. Lo consideré mi proyecto secreto, un ensayo de mi futura labor como pastor de hombres. Exploré sus debilidades y sus miedos de forma tan sutil, que en menos tiempo del que esperaba, le tenía suplicando mi presencia, sin pedir ni una mísera moneda. Pude con él aprender la deliciosa sensación de dominio que provoca dosificar el dolor como limosna. Me rogaba que le azotara, que escupiera sobre su rostro. Y no había noche en la que no acabara llorando de rodillas ante mi cuerpo desnudo, pidiendo una clemencia que nunca le concedía. En su cuerpo, castigaba mis pecados. Y hasta que no sentí un día crujir las vértebras de su cuello bajo la presión de mis dedos, no di por liberada su alma. Al fin y al cabo, pasaba a mejor vida y le alejaba de las miserias de un mundo en el que nadie le iba a echar de menos. No era sino un desarrapado que había recibido la recompensa del descanso.

Fue mi primera tentativa de alcanzar la paz a través del conocimiento del mal. Cada vez me costaba más entender los mecanismos que movían los hilos del pecado, ya que los actos que cometía resultaron menos aberrantes y más comprensibles. No eran nada comparados con las guerras e intrigas que recorrían las tripas infectas de la Santa Madre Iglesia.

Y ahora yo, el último santo a la espera del Apocalipsis, exiliado en una tierra extraña, me enfrentaré al diablo en la última contienda. Y cuando los soldados encuentren el cuerpo del niño que me acompañaba en mis paseos flotando en el arrozal, sé que no entenderé las palabras con que me acusen, que no serán estas sino el lenguaje torcido del Averno.

Robert Llopis, Febrero 2011

lunes, 14 de febrero de 2011

CUPIDO A LA SAL

 (recuperando un viejo texto, de los tiempos de es.humanidades.literatura)


INGREDIENTES
Un Cupido
Sal, mucho vinagre, paciencia y tapones para los oídos.

OBTENCIÓN
Antes que nada, creemos conveniente dar una serie de consejos para facilitar la obtención de un hermoso Cupido de entre 20 y 30 kg de peso. Recomendamos al cazador novicio situarse en las inmediaciones de un parque público armado de una red y un bate de béisbol y esperar con paciencia la llegada de alguna pareja de presuntos enamorados (los síntomas son claros: tendencia al contacto físico en sustitución de una expresión oral que, de producirse, se caracteriza por una exuberancia manifiesta de diminutivos). Localizados los amantes, debemos estar atentos al inicio de su más que segura actividad amatoria. Entre arrumacos y abrazos más propios de un cefalópodo que de una persona cabal, sus corazones desbocados emitirán, a modo de morse, una serie de sonidos intermitentes que reclamarán la atención de nuestro deseoso diosecillo. Ensimismados en el fragor de la batalla y en el tránsito de fluidos salivales, la pareja no advertirá la presencia de la alada presencia que les observa desde una distancia prudencial. 

Ahí le tenemos, el alado malhechor dispuesto a engarzar con su saeta sístoles y diástoles en singular catástrofe; conocemos las consecuencias: promesas con visos de eternidad y anillos de compromiso que tiñen de verde los dedos y los anhelos al poco tiempo de ser regalados. Es en el momento en el que Cupido se concentra en apuntar hacia su objetivo cuando aprovecharemos para propinarle un certero batazo de béisbol en la coronilla a la vez que cantamos “Singing in the rain”. Al saco y a la cazuela.

ELABORACIÓN
 
Como la materia prima es caramelizada de por sí, la adobaremos a conveniencia para rebajar su natural dulzura. Así pues,  mantendremos a nuestro Cupido, previamente desplumado, sumergido en un barreño con diez litros de vinagre. Las plumas las podemos reservar aparte como ornamento del plato o bien para venderlas a escritores de noble corazón por un precio razonable. Con la maceración en vinagre nos aseguraremos de que queda bien limpio de cualquier resto de edulcorante epistolar que le hubiera quedado incrustado en la mollera.

Mantener en el frigorífico durante unas diez horas. Ignorar el pataleo proveniente de la puerta de dicho electrodoméstico. Transcurrido ese tiempo, calentaremos el horno a 350 grados y engrasaremos una bandeja con manteca y aceite de oliva. Salpimentar a conveniencia y envolver al bebé-pajarraco con los fragmentos más subidos de tono de cualquier novela de Henry Miller. También podemos decorar el lomo con unas tiras de versos de Bukowski. Pero lo más importante es cubrirlo todo de una gruesa capa de sal gruesa, lo más gruesa y soez posible (podéis encontrarla en cualquier taberna portuaria al módico precio de un insulto y cuatro dientes rotos).

Ensartaremos a Cupido con sus propias saetas a modo de parrilla  o pinchito moruno sin olvidarnos de cerrar su boca con una manzana untada en curare al más puro estilo Blancanieves. Así nos aseguraremos de que el fuego de su verbo no reviva con el calor del horno. Un Cupido no muere con facilidad y nunca podemos estar del todo seguros de su silencio. La cocción dura entre dos horas y toda la eternidad, dependiendo de la crueldad del cocinero. Ir pinchando de vez en cuando hasta asegurarse de que no queda ningún resto de azúcar en el interior. Una vez listo, retirar, cortar en finas lonchas en forma de corazón y entregar a los perros. Si éstos empiezan a comportarse como La Dama y el Vagabundo, echarlos a patadas de casa.


jueves, 3 de febrero de 2011

A LA SOMBRA DEL SOL DE FRANCIA

Relato para el taller del Bremen, con el tema "el circo".


A LA SOMBRA DEL SOL DE FRANCIA


Cuando el concejal de cultura nos comunicó que aquel año no iban a contar con nosotros, Silvestre rugió en su jaula, anticipando el sonido de sus tripas ante las penurias que se avecinaban. Desde hacía veinte años, pasábamos el invierno afincados durante casi tres meses en el recinto ferial del pueblo, cabeza de partido lo suficientemente grande para atraer a público de los alrededores y con un alma lo bastante rural y cerril  para que a estas alturas del siglo nuestro circo les pareciera un espectáculo digno de ser contratado.

La arribada al pueblo suponía una auténtica puesta a punto. La gran carpa se convertía entre semana en un taller en el que se reparaban los materiales deteriorados y se ensayaban nuevos números ante la mirada impasible de los enanos, cuyo éxito estaba garantizado de nacimiento. Era aquel un periodo de tiempo lo suficientemente largo para que los niños de los artistas retomaran cierta normalidad escolar y algunos de los adultos gozaran de tiempo libre para ampliar su vida social.

Por mucho que trataran de disimularlo los payasos polacos, desde que el Circo Krosty empezó a frecuentar aquellas latitudes, el porcentaje de niños rubios nacidos en el pueblo había aumentado de forma sospechosa. Y es que bajo las bromas y el maquillaje, se escondía la atormentada condición de unos hombres condenados a vivir como nómadas de grandes zapatos, a estar en un eterno segundo plano, ya que las mujeres de la compañía sentían predilección por los forzudos y trapecistas.

Como recurso para aliviar su soledad y la ineludible tristeza del comediante, los payasos se encargaron de hacer correr por la población rumores acerca de la correspondencia entre la supuesta longitud de sus pies y la de partes muy específicas de su anatomía, de dimensiones no menos ficticias.

Hasta aquel invierno, la relación entre ambos mundos era cordial y discurría sin disputas. Los cetrinos hombres del pueblo acompañaban a sus sonrientes mujeres y rubicundos hijos a ver el mayor espectáculo del mundo y las gradas de la carpa se llenaban en cada función. En verdad, muchos de los asistentes repetían, porque era cosa inusual en aquellas latitudes encontrarse en presencia de artistas y las mujeres insistían en volver, para contemplar en emocionado silencio cómo sus hijos se reían de los payasos que los habían engendrado. Las oes que formaban los boquiabiertos espectadores eran sinceras, fruto de la fascinación que provocaban las piruetas de los acróbatas, gimnastas descartados en su juventud de los equipos olímpicos soviéticos; el sempiterno doble salto mortal del trapecista italiano que nunca se atrevía con un triple porque había visto a su padre morir en el intento; o las espantosas costillas del escuálido Silvestre, el león del circo con nombre de minino, convertido en un arpa de famélico rugido. No hubo problema alguno hasta la aparición de aquellos cursis franceses.

Pese a la aceptación que tenía nuestro espectáculo por aquellas tierras, la fama de la compañía francesa que había revolucionado el mundo del circo llegó a oídos de la corporación municipal, que ante la llegada de las elecciones, quiso gastar gran parte del presupuesto destinado a la reforma de la biblioteca en la contratación de un circo francés artístico, conceptual y de relumbrón.

Aquel iba a ser el acontecimiento cultural más relevante en la comarca desde la transformación de la piscina municipal en cine de verano. No importaba que la práctica totalidad de público fuera incapaz de asimilar el aparente mensaje simbólico de aquel carrusel de danzas y mallas resplandecientes, el cuidado detalle de ropajes y accesorios que pasaría desapercibido entre los ceños fruncidos de los lugareños. Ellos eran los galos, nosotros los malos.

El director de la compañía francesa se frotaba las manos. Lejos quedaba la noche en la que, tras haber visto la película Amelie y haber ingerido un kilo de scargots acompañados de un mal caldo provenzal, tuvo su particular epifanía al ver a su amante ruso evolucionar desnudo por la sala al compás de un viejo vinilo de Jean Michel Jarre. Fusionaría todas las artes y colores para dar al mundo el espectáculo que se merecía. Como polillas engañadas por una luz engañosa, público y crítica acordaron que aquello era arte, magia, belleza en movimiento.

La noche de la defenestración, nuestra compañía llevaba instalada casi una semana en el pueblo de al lado. Los nervios estaban a flor de piel y todos temíamos por nuestro destino, ya que los gastos de mantenimiento eran elevados y no podíamos desatender a Silvestre, que era el principal reclamo del espectáculo. A pesar de haber sido acogidos por la población rival como exiliados, a la hora de la verdad nuestra taquillera se pasaba las horas bostezando y no llenábamos siquiera la mitad del aforo.

Los enanos, de consabida naturaleza dictatorial, desempolvaron sus bigotes postizos y la casacas napoleónicas y fueron los primeros en quejarse por lo que consideraban una mala gestión de los recursos. Querían más protagonismo, así que entre el director y yo hicimos amago de aplacar el hambre del león con uno de ellos, un pequeño incidente que acabó con la dimisión de parte de la trouppe, escandalizada por nuestra política de control de costes.

Por suerte, la sangre no llegó al río, aunque sí el circo gabacho Los franceses no contaban con el insatisfecho furor de las féminas del pueblo, que rechinaban los dientes y cruzaban las piernas ante la ausencia de sus solícitos payasos. Justo en mitad de un número en el que un hombre disfrazado de luna plateada se contoneaba agitando su pelvis cornuda ante los espectadores, a la vez que un coro de sirenas cantaba con voz aflautada, una de las mujeres susurró al oído de su marido que aquella luna priápica le había guiñado el ojo. Fue más que suficiente.

Como encargado del cuidado de los animales,  o limpiador de la mierda de las jaulas, aquella noche me disponía a dar de beber al rucio pintado que utilizábamos como cebra africana, llevándolo hasta el río que pasaba junto a nuestras instalaciones. Entremezclado con el rumor de las aguas escuché unos sonidos guturales y afrancesados que no llegaban a grito, de tan delicados. Corrí hasta la orilla y contemplé cómo la corriente arrastraba los restos de lo que parecía una carpa destrozada. Un joven cubierto de purpurina trataba de evadirse de un saco en el que lo habían metido, agitando sus delgados brazos en busca de ayuda, mientras era arrastrado por la corriente. Fui listo en mi ignorancia y quise entender que aquello formaba parte de un espectáculo cuyo significado se me escapaba. Pura escenificación de las vicisitudes del artista en el transcurso de la vida. Nada al alcance de mi dura mollera. Así que sonreí para mis adentros y regresé para dar la buena nueva a los payasos, silbando La Marsellesa por el camino.

Robert Llopis +denuit revision