Aquí un relato que escribí hace unos diez años y que he revisado muy por encima. Tiene las carencias y el candor del escritor de relatos novato, pero me sirve como excusa para desearos unos felices días libres.
Desde Cicely, esta vez con amor.
RESERVOIR DOGS
Las instrucciones del sobre eran claras y precisas. Debían matarse entre ellos. Se conocían lo suficiente como para saber que ninguno iba a aceptar de buenas a primeras las órdenes que acababan de leer. El trabajo que desempeñaban estaba sometido a unas normas muy estrictas de obligado cumplimiento. Y siempre las habían cumplido a rajatabla.
Pero en la actualidad nadie era lo suficientemente profesional como para entregar su vida sin más, a no ser que fuera un fanático o un imbécil, y los tres llevaban demasiado tiempo en el oficio como para cumplir un mandato de aquel estilo sin más.
El señor Blanco volvió a pasar la escueta nota a sus compañeros para que confirmaran que no se trataba de ninguna broma. El señor Rojo, no perdió su habitual cinismo, masculló alguna cosa entre dientes y esbozó una sonrisa inquietante. En cuanto al señor Negro, como cabía esperar de un personaje tan habitualmente taciturno, no mudó su semblante en absoluto. Se limitó a dar un par de pasos hacia atrás y se reclinó contra la pared de la habitación sin dejar de observar a sus dos compinches.
Cinco pisos más abajo, soportando el frío de Enero, sus colaboradores esperaban con la mercancía, metida en sacos y fardos, dispuestos a hacer un intercambio que sus tres jefes llevaban rato considerando si iba a producirse. Las condiciones establecidas por el cliente no eran en absoluto las que se esperaban encontrar dentro del sobre que habían encontrado en el lugar acordado para el intercambio.
Los tres eran conscientes de que cada uno de ellos no sólo estaba armado hasta los dientes sino de que eran extremadamente hábiles en el viejo arte de matar a una persona. Llevaban muchos años en el negocio Las miradas que se dirigían estaban cargadas de tensión y decían bien a las claras lo que nadie se atrevía a decir en voz alta: no estaban dispuestos a morir, pero sí a matar sin el menor atisbo de duda a los otros dos con tal de poder contarlo. Sólo cabía esperar el primer gesto hostil que desencadenara la matanza. El señor Blanco fue el primero en romper el silencio.
- Estaréis de acuerdo en que esto se sale del procedimiento habitual. No veo ninguna razón por la cual debamos hacer caso de un papelucho del que ni siquiera sabemos su origen.
El señor Negro sonrió.
- Vamos, vamos, sabes tan bien como yo que la nota es auténtica. El sitio acordado, la fecha convenida. ¿Tienes miedo, Blanco? No me lo esperaba de ti.
Mientras los dos discutían, Rojo se llevó la mano al interior de su abrigo. Antes de que se diera cuenta, Negro ya le estaba encañonando.
- Ni un solo gesto, Rojo. A ti te tengo ganas desde hace tiempo. No me lo pongas fácil.
- Baja el arma, pringado- musitó Rojo- Sólo quería sacar un cigarro. Esta situación me saca de quicio. Soy humano, no como otros.
El señor Negro no bajó el arma en absoluto. De repente tras un casi imperceptible clic, se
oyó la voz de Blanco.
- Baja el arma, Negro, te lo digo muy en serio. No lo repetiré.
- A la mierda.
Todo ocurrió en breves fracciones de segundo. Aprovechando la discusión de los otros dos, el señor Rojo sacó la pistola que aferraba desde un principio por debajo del abrigo y abrió fuego sobre Blanco. Casi al instante, el señor Negro atravesó el pecho del señor Rojo de un certero disparo que le hizo desplomarse a la vez que su propio cuello era atravesado limpiamente por el proyectil que había salido del arma del señor Blanco nada más haber sido alcanzado. El triángulo de disparos acabó con los tres en un santiamén.
Blanco estaba muy malherido. La bala le había atravesado un pulmón y empezaba a toser sangre. En medio del dolor, pudo comprobar que los otros dos no eran más que fiambres. Sangraba mucho y la vista empezaba a nublársele, pero aún pudo oir antes de que el frío le envolviera para siempre, el taconeo de un par de botas que se acercaban. Alguien entró en
la habitación y empezó a reir sin parar.
-¡Menudos idiotas! ¡Ni siquiera yo me esperaba que fuerais tan estúpidos como para caer en una trampa tan sencilla! ¿Cómo pudisteis creer que la carta era auténtica? ¡Ahora el negocio será mío, sólo mío!
Blanco pudo reconocer entre las neblinas de la muerte el error que habían cometido. Una figura corpulenta vestida de rojo se mesaba las blancas barbas mientras le apuntaba sonriente con un revólver. Su último recuerdo fue una carcajada, la cruel risotada de un enemigo que les perseguía a los tres desde hacía años.
- ¡Ho, ho, ho!
Pero en la actualidad nadie era lo suficientemente profesional como para entregar su vida sin más, a no ser que fuera un fanático o un imbécil, y los tres llevaban demasiado tiempo en el oficio como para cumplir un mandato de aquel estilo sin más.
El señor Blanco volvió a pasar la escueta nota a sus compañeros para que confirmaran que no se trataba de ninguna broma. El señor Rojo, no perdió su habitual cinismo, masculló alguna cosa entre dientes y esbozó una sonrisa inquietante. En cuanto al señor Negro, como cabía esperar de un personaje tan habitualmente taciturno, no mudó su semblante en absoluto. Se limitó a dar un par de pasos hacia atrás y se reclinó contra la pared de la habitación sin dejar de observar a sus dos compinches.
Cinco pisos más abajo, soportando el frío de Enero, sus colaboradores esperaban con la mercancía, metida en sacos y fardos, dispuestos a hacer un intercambio que sus tres jefes llevaban rato considerando si iba a producirse. Las condiciones establecidas por el cliente no eran en absoluto las que se esperaban encontrar dentro del sobre que habían encontrado en el lugar acordado para el intercambio.
Los tres eran conscientes de que cada uno de ellos no sólo estaba armado hasta los dientes sino de que eran extremadamente hábiles en el viejo arte de matar a una persona. Llevaban muchos años en el negocio Las miradas que se dirigían estaban cargadas de tensión y decían bien a las claras lo que nadie se atrevía a decir en voz alta: no estaban dispuestos a morir, pero sí a matar sin el menor atisbo de duda a los otros dos con tal de poder contarlo. Sólo cabía esperar el primer gesto hostil que desencadenara la matanza. El señor Blanco fue el primero en romper el silencio.
- Estaréis de acuerdo en que esto se sale del procedimiento habitual. No veo ninguna razón por la cual debamos hacer caso de un papelucho del que ni siquiera sabemos su origen.
El señor Negro sonrió.
- Vamos, vamos, sabes tan bien como yo que la nota es auténtica. El sitio acordado, la fecha convenida. ¿Tienes miedo, Blanco? No me lo esperaba de ti.
Mientras los dos discutían, Rojo se llevó la mano al interior de su abrigo. Antes de que se diera cuenta, Negro ya le estaba encañonando.
- Ni un solo gesto, Rojo. A ti te tengo ganas desde hace tiempo. No me lo pongas fácil.
- Baja el arma, pringado- musitó Rojo- Sólo quería sacar un cigarro. Esta situación me saca de quicio. Soy humano, no como otros.
El señor Negro no bajó el arma en absoluto. De repente tras un casi imperceptible clic, se
oyó la voz de Blanco.
- Baja el arma, Negro, te lo digo muy en serio. No lo repetiré.
- A la mierda.
Todo ocurrió en breves fracciones de segundo. Aprovechando la discusión de los otros dos, el señor Rojo sacó la pistola que aferraba desde un principio por debajo del abrigo y abrió fuego sobre Blanco. Casi al instante, el señor Negro atravesó el pecho del señor Rojo de un certero disparo que le hizo desplomarse a la vez que su propio cuello era atravesado limpiamente por el proyectil que había salido del arma del señor Blanco nada más haber sido alcanzado. El triángulo de disparos acabó con los tres en un santiamén.
Blanco estaba muy malherido. La bala le había atravesado un pulmón y empezaba a toser sangre. En medio del dolor, pudo comprobar que los otros dos no eran más que fiambres. Sangraba mucho y la vista empezaba a nublársele, pero aún pudo oir antes de que el frío le envolviera para siempre, el taconeo de un par de botas que se acercaban. Alguien entró en
la habitación y empezó a reir sin parar.
-¡Menudos idiotas! ¡Ni siquiera yo me esperaba que fuerais tan estúpidos como para caer en una trampa tan sencilla! ¿Cómo pudisteis creer que la carta era auténtica? ¡Ahora el negocio será mío, sólo mío!
Blanco pudo reconocer entre las neblinas de la muerte el error que habían cometido. Una figura corpulenta vestida de rojo se mesaba las blancas barbas mientras le apuntaba sonriente con un revólver. Su último recuerdo fue una carcajada, la cruel risotada de un enemigo que les perseguía a los tres desde hacía años.
- ¡Ho, ho, ho!