martes, 21 de diciembre de 2010

UN CALL CENTER EN BELÉN


― Buenos días, le atiende Pastora Real, del Servicio de Empadronamiento de la ciudad de Belén.

― Buenos días, señorita. Ya era hora de que me cogieran el teléfono, he estado esperando casi cinco minutos. Y esta llamada seguro que me sale por un ojo de la cara.

― El coste de la llamada corresponde a una tarifa de llamada local interpesebres, a cargo del Palacio de Herodes y de usted.

― Bueno, si es así…pero aligere, que tengo que hacer una cuna.

― ¿Cuál es el motivo de su llamada?

― Pues declarar un nacimiento, no va a ser anunciar el Apocalipsis.

― Apocalipsis es opción tres.

― Nacimiento, nacimiento.

― Muy bien, ¿me indica su nombre y apellidos?

― José, San.

― ¿El nombre de la madre?

― María, Virgen.

― Lo siento, pero el sistema no me deja introducir el término virgen en la base de datos de madres. Deben estar realizando alguna mejora en el sistema.

― Pues pruebe con María a secas.

(la operadora pone el mute)

― Un poco seca será si es que es virgen… Disculpe la espera. ¿El nombre y apellidos del recién nacido?

­­― ¿Hola?

― ¿Disculpe? ¿Con quién hablo?

― Soy la Virgen María. Es que mi esposo se pone nervioso al aparato, no sabe manejarlo bien. La falta de experiencia, ya se sabe.

― La entiendo, suele suceder con los aparatos.

― El nombre de mi hijo es Jesús Palomo, pero póngale Jesús de Nazareth, que luego todo se sabe.

― ¿Palomo, o Nazareth?

(la virgen cuchichea)

― Verá usted. Palomo es el apellido del padre real, pero no quiero que José se lleve un disgusto. El pobre ahora mismo se está afilando los cuernos rozándose con una pared.

― Le recuerdo, señora, que la conversación está siendo grabada por los cuatro evangelistas.

― Cucurrucucú.

― ¿Disculpe?

― Cucurrucucú, cucurru… Ay, disculpe, soy José San de nuevo, no sé por qué mi esposa ha dejado que se ponga al aparato esa extraña paloma con pene que nos persigue todo el día. ¿Pues no se ha cagado en el auricular?

(la operadora vuelve a poner el mute, sin avisar y se dirige a su jefe)

― Herodes, llevo diez minutos con una panda de tarados y aún no me he cogido la pausa para mear.

― Hay que ver qué fina eres, hija. Con decir una pausa sobra. Anda, si es que no sabéis cómo resolver situaciones conflictivas. Deja que me ponga yo y vete a la acequia.

(Herodes retoma la llamada)

― Buenos días, le atiende el responsable del censo de Belén, Herodes Cordi.

― Buenos días, empiezo a pensar que me están tomando el pelo. Yo sólo quiero declarar el nacimiento de mi hijo Jesús. Aquí hay unos señores vestidos con capa y corona que se niegan a entregarnos unos regalos la mar de majos hasta que el niño no esté censado. Dicen que si no, la donación no les desgrava de cara a la hacienda foral de Judea.

― Tenga usted cuidado, que luego lo que regalan es cobre pintado y especias de perroflauta.

― Oiga, ese es mi problema. ¿Me censan al niño, o no? Hay una estrella encima del pesebre que está poniendo nerviosos a los animales. El buey ya me mira con cara rara.

(se escucha de fondo la risa de la Virgen María)

― ¡Eso es porque te encuentra atractivo con esos cuernos!

― ¡Cucurrucucujajajajá!

― Mire usted, como me falten al debido respeto voy a tener que tomar medidas drásticas. Aquí no nos andamos con chiquitas, que no se ha inventado aún la calidad, ni las fórmulas de cortesía. A tomar por culo.

(Herodes cuelga. Pastora vuelve de la acequia, con cara de alivio).

― Pastora, oye, pásame luego los datos de todos estos chiflados. Me habían avisado desde el Sanedrín que había que acabar con el niño, si aparecía un caso similar.

― Pues no me ha dado tiempo a preguntarle los datos de su tableta censal.

― ¿Cómo que no? Lo que pasa es que os pasáis el tiempo parloteando entre vosotras y comiendo choripán, y al final las tablillas de cera quedan sin escribir. Ahora voy a tener que tomar una solución drástica.

― A mí plim, este mes no llego a incentivos de todas formas.

― Bueno, pues ahora me abres una tablilla de incidencias, que voy a mandar ejecutar a todos los primogénitos nacidos estos días.

― Yo hago lo que me mandes, pero me parece exagerado. Sois capaces de todo, con tal de que no llegue una reclamación. En fin, menos mal que hay un enlace sindical en todos los pesebres, para controlar estos casos.

― ¿Un enlace sindical en los pesebres?

― Escucha activa, Cordi. ¿O es que no ha oído rebuznar de fondo?

FIN

jueves, 2 de diciembre de 2010

PÓLVORA ERES...





Contra la noche y la oscuridad, el arañazo de luz de las palmeras. El estallido de la pólvora marca mucho más que la solemne estupidez de la fallera que llora. Los fuegos artificiales nos devuelven la inocencia del asombro infantil y la picaresca de la mano bajo la falda. La pólvora proyectada por un científico en busca y captura nos permite volver a soñar. Nacer en Valencia te condenó a bailar entre el ridículo y la lucidez, y tu obra me condenó al humor. Hasta siempre, Luís García Berlanga



La alcaldesa, primera capitana mora en la historia de las fiestas de moros y cristianos de Alcoi, observó con avidez el micrófono de la televisión autonómica que le habían plantado ante los morros, y se sacudió con parsimonia los restos de confeti adheridos a su espectacular casco.

Éste era en realidad un trabajo de ingeniería peluquera, para cuya elaboración había sido necesario emplear doce botes de laca Nelly y un complejo sistema de andamiaje interno, similar al de las varillas de un abanico. Tras la capitana, su asesor de imagen y concejal de cultura, un antiguo seminarista que había descubierto durante sus estudios que su vocación era tan confusa como su orientación sexual, no dejaba de manipular el espectacular peinado.

La becaria esperaba con paciencia. Era su primer empleo como periodista y no iba a permitirse el más leve mohín, por miedo a que el productor y a la vez cámara de la unidad móvil desplazada hasta la sierra alicantina pensara que estaba perdiendo el control en una entrevista tan estúpida. Para asegurarse de que había sido oída, reformuló la pregunta.

― Alcaldesa…

― Capitana. A todos los efectos y durante los tres días de la trilogía festera.

― Por eso mismo quería preguntarle. ¿Qué se siente al ser la primera mujer que ocupa el cargo más importante en el bando moro de unas fiestas tan tradicionales como las de Alcoi?

― Pues está bien.

La becaria escuchó por el pinganillo las instrucciones que con el habitual retraso le enviaban desde los estudios centrales. Tienes cinco minutos de gloria, Marta. Y nos vamos a publicidad. Marta, que reconocía a la perfección la voz de jefe ligeramente distorsionada que martillea su oído derecho y su posible continuidad en el ente público, se apresuró a tratar de extraer algo en claro de la mirada turbia de la alcaldesa capitana, cuyo aliento apestaba a café licor.

― ¿Podría contar a la audiencia cuánto tiempo y dinero ha llevado la elaboración de su peinado?

― Yo es que desde pequeña siempre he querido tener un trabuco.

― ¿Disculpe?

― Cuando era pequeña, una semana antes de que empezaran las fiestas, mi padre bajaba de la buhardilla el viejo trabuco heredado de mi abuelo. Se sentaba en la mesa y empezaba a sacarle lustre a las partes de metal.

Marta fue consciente en ese momento de que la embriaguez de la entrevistada iba a dar al traste con su debut televisivo.

― Me daba miedo verle hacer aquello. Pensaba que iba a matarnos a mi madre y a mí con ese enorme… trabuco. Mi psicóloga y dama de honor siempre me ha dicho que he de desprenderme de un simbolismo tan nocivo disparando yo misma. Por eso me apunté a la filà.

― Recordemos a los televidentes que la filada es…

― La filà, xe. La filà és… pues una filà.

Un hombre entrado en años, algo encorvado y vestido de falso sacerdote había irrumpido de repente en la conversación. Marta aprovechó la circunstancia para tratar de reconducir la entrevista.

― Vaya, aquí tenemos a la persona encargada de representar a Mosén Torregrossa, un personaje muy peculiar de las fiestas.

― ¿Peculiar? ¿Me está usted tomando el pelo? Mire que yo soy uno de los elementos más documentados de la base histórica de la fiesta. Hago del cura matamoros.


― Bueno, estoy seguro de que quería emplear otro término. En realidad, las fiestas recrean el periodo histórico de conflictos entre los cabecillas musulmanes y las recién conquistadas por la Corona de Aragón.

Marta, que además de becaria había estudiado Historia, se sentía capacitada para retomar las riendas de la conversación dejando en ridículo a aquel personajillo.

― ¡Los cojones! ― el cura de pega gritaba con el rostro enrojecido ― ¡Conquista los cojones! Fue uno de los episodios más gloriosos de la Reconquista. Por culpa de gente como vosotros, ignorantes, hemos tenido que ocultar con flores a los moros muertos a los pies del caballo de San Jorge, cuando sacamos la figura del santo en procesión.

Y empezó a golpear con una biblia que guardaba en el bolsillo de la sotana el micrófono.

En ese momento, la alcaldesa capitana aprovechó la confusión para desentenderse del todo de la entrevista y asomarse al balcón del consistorio. Abajo, el desfile había terminado y la calle estaba repleta de gente con ganas de empezar la parte más informal de las fiestas. Caía la noche y era ella la encargada de dar orden a los pirotécnicos para que iniciaran el castillo de fuegos artificiales. Saltándose una tradición más, dio la señal con un disparo de su trabuco, lanzando una salva al aire. Tuvo que escuchar antes los abucheos de los festeros más tradicionalistas, contrarios a la participación de la mujer en la fiesta y al uso indiscriminado de sus trabucos. Todos ellos vieron aplicado un justo castigo cuando en pleno concierto de pólvora, la fastuosa palmera destinada al estallido final entró desviada por la ventana del ayuntamiento, dejando a todos los presentes sordos, y con el culo chamuscado. La última imagen que vio Marta antes de desmayarse fue a la alcaldesa sonriendo en el suelo, abrazada a su enorme trabuco, ensordecida en su soberbia. Nadie reparó en los dos pirotécnicos de tez moruna, que se escabulleron entre el público aprovechando la confusión. Aquel año ganaban ellos.


Robert Llopis

jueves, 18 de noviembre de 2010

¡ES UNA VERGÜENZA!

No era necesaria la opinión de un otorrino o un especialista en conductismo para determinar la causa de la obsesión por todos conocida de Federico Arranz. Fue un grito al límite de la capacidad humana proferido por un hincha del Atleti a escasos quince centímetros de su pabellón auricular izquierdo.

El orondo bramador, sentado a sus espaldas, había luchado a todo pulmón contra la imposibilidad de que su extraordinario vozarrón llegara a ser percibido de forma inteligible por el árbitro que acababa de omitir la existencia de un penalti a favor del equipo local. Entre insultos e improperios tan poco originales como recurrentes en un campo de fútbol, una frase se incrustó en el mortificado subconsciente de Federico, que ignorando el desarrollo del juego, se entretenía retirando con los dientes la tripa del chorizo que acompañaba a bocados alternos con un tarugo de pan.

- ¡ES UNA VERGÜENZA!

Federico, criado en un ambiente familiar frío y distante y con una esposa que hacía mucho que se había convertido en un carámbano que pendía sobre su cabeza como único vínculo emocional, salió del estadio con el eco mortecino de aquellas palabras resonando en su cavidad craneal.

Es una vergüenza, es una vergüenza, es una vergüenza…

Sintió que aquella frase encerraba la respuesta que tantas veces había reprimido, que se enlazaba con otros ecos del pasado, conformando un todo que daba luz a su existencia. Luz ante la injusticia de las palizas recibidas en su niñez, ante el procaz desfile de amantes de su madre, que conformaron el vodevil erótico de su infancia y cuya presencia tanto daño había hecho en su posterior desarrollo sexual y afectivo: penes oscilantes avanzando por el pasillo del hogar, vello púbico en el cepillo de dientes, un ambiente depravado que no era sino tinta sobre la moral que le dictaban en la escuela.

Sin saber cómo, aquella frase gritada entre la multitud, supuso una obsesiva revelación. Empezó a soñar que aullaba por las calles, señalando con el dedo a los pecadores, a los que se agazapaban en una mediocridad disfrazada de éxito, a todos aquellos que se atrevían a proclamar medias verdades. Se imaginaba vestido de profeta, con largas barbas, ladrando como un perro pastor al asustado trasero de la masa en estampida.

Pero aquellas palabras no sólo le perseguían durante el sueño. Empezó a pronunciarlas en voz baja, acompañando cada uno de sus actos cotidianos. Cuando encontraba un pliegue molesto en las sábanas de la cama que acababa de hacer su mujer, cuando el ascensor tardaba en subir hasta su piso, o el hombre del tiempo anunciaba nubes y claros en la provincia de Soria. Empezó a quejarse de todo, sin atender a causas o razones. Y es que no había hecho, por insignificante que fuera, que se ajustara a su gusto.

Se volvió adicto a las manifestaciones. No importaba la ideología, el número de asistentes o la ciudad en la que se celebraba. Siempre acudía a todas las que podía y se abría paso a empellones, hasta alcanzar las primeras filas. Se le podía ver enarbolando un cartel sostenido por un largo palo en el que rezaba la frase iniciática.

¡ES UNA VERGÜENZA!

Marchas contra la explotación de las chinchillas, a favor de una segunda expulsión de los moriscos, por la denominación de origen de un molusco gaditano, por la aplicación de la pena de muerte para las abortistas... No importaba la causa ni la ideología. La base es que todo, TODO, era una vergüenza. Y uno no podía determinar con certeza si Federico iba a la manifestación para adherirse a los manifestantes o para protestar contra el mismo desarrollo de la misma. Su queja era genérica, categórica, universal.

Así que cuando empezó a ser un lugar común en todos los actos de esa índole, cuando un periodista se fijó en aquella figura enjuta y desgarbada que sostenía siempre un cartel que empezaba a resultar demasiado familiar y le señaló con el dedo, se convirtió en un personaje público. Empezó a asistir a tertulias televisivas, mítines y asambleas como invitado especial. Se quejaba de todo, sin necesidad de argumentar, pero con tal vehemencia que su opinión era tenida siempre en consideración. Con el paso de los años, los grupos de la oposición al gobierno, independientemente de cuál fuera el partido en el poder, reclamaban sus servicios, exprimían sus quejas y se frotaban las manos con el descubrimiento de aquella arma letal e implacable, capaz de recriminar la sonrisa de un recién nacido.

Cuando Federico Arranz fue invitado a asistir al palco de honor de la Final de la Copa de su Majestad el Rey, disputada entre el Atlético de Madrid y el Barcelona, se creó más expectación por su presencia, que por la del monarca. Federico regresaba al lugar en el que empezó su nueva vida. Justo en el minuto ochenta y ocho, en el preciso instante en el que Leo Messi marcaba el noveno gol de la noche a favor de su equipo, empujando el balón al fondo de las redes con la ayuda de su nalga izquierda, el insigne quejica se levantó de repente, hizo el amago de gritar algo, y se desplomó hacia delante cayendo sobre las gradas situadas seis metros abajo. Al día siguiente, en todos los periódicos deportivos rezaba el mismo titular: INCONTESTABLE VICTORIA DEL BARÇA. Bajo el titular, una fotografía del fatal desenlace de Federico, con la cabeza enterrada entre dos sillas, convertido en un macabro avestruz asustado por aquella muerte tan ridícula como vergonzosa.

Robert Llopis, 2010

Relato escrito para el taller del Bremen, con el tema "vergüenza".

miércoles, 27 de octubre de 2010

Shola jo bhadke

No, no es que me haya pasado con los vodkatonics. Aún no bebo entre semana. Es el título del tema que comparto a continuación, cortesía de un buen amigo, que me ha pasado el enlace, y que voy a dejar en el anonimato, a no ser que quiera desvelar su culpabilidad.

Antes de darle al críptico enlace de Youtube, esa caja de Pandora cotidiana, pensaba que podía tratarse del vídeo de Wendy Sulca cantando Like a virgin, de Madonna, ya que este amigo conoce mis enfermizas aficiones (no me he atrevido nunca con la Wendy adolescente, pura degeneración mediática). Pero no, se trata de un tema musical de una película bollywoodiense.

Los tambores iniciales me recordaron en un inicio la película Yo anduve con un zombie, pero nada más alejado del espíritu de la inquietante película de Tourneur. Se trata de una danza alegre, vital, campestre, sexual. Más de siete novias hawaianas para siete hermanos con camisas y sombreros de paja, con una sensualidad naïf, casi infantil. Claro que todos sospechamos el valor simbólico esas palmas que dan.

Buen rollo.

viernes, 22 de octubre de 2010

FACEBOOK TE BUSCA UNA PÁJARA



 Supongo que no habré sido el único en leer "PÁJARA".

jueves, 21 de octubre de 2010

El 121


Las dos mujeres están sentadas cara a cara, en el interior del autobús. No se conocen, son dos extrañas en un medio de transporte público. Pura normalidad. Evitan cruzar la mirada, establecer cualquier vínculo personal que pueda resultar incómodo, pero se observan con disimulo.

Una de ellas, sentada en sentido opuesto al de la marcha del vehículo, tiene cuarenta y tantos años. Aparenta muchos más. No está maquillada y lleva el pelo mal recogido en un moño descuidado, propio de una anciana. Se encuentra ligeramente mareada, pero no se atreve a pedirle a la otra que le cambie el asiento. El autobús está repleto de gente, pero a todos los efectos, sólo nos interesan ellas dos.

La otra mujer es una chica de unos quince años. También aparenta más edad, pero no por las mismas razones. Está muy maquillada, y a todas luces intenta camuflar una cara que aún es de niña. Va vestida con ropa deportiva, masca chicle de forma nerviosa, y un chasquido rítmico se escapa de los auriculares con los que escucha música.

La mujer mayor tiene la sensación de ser escupida por la ciudad. Siente que nada contracorriente. Los edificios se alejan de ella, la apartan del barrio en el que ha pasado toda su vida.

La chica joven tiene prisa por llegar a su destino. En su mente, divide el trayecto, que ya conoce de memoria, por edificios y tiendas que reconoce. Ya queda menos. Pasan por una de esas fronteras invisibles que cuartean las ciudades.

La mujer no tiene ganas de llegar. Cualquier distracción le sirve. Se fija en la medalla dorada que luce la chica, cuyo brillo aletea sobre su cuello, impulsado por el traqueteo del autobús. Su hija tiene una muy parecida. De hecho, aquella chica se le parece bastante. Un poco más joven, quizás, pero similar en los gestos nerviosos: un bicho travieso, un culo inquieto. Las miradas de ambas se cruzan por un instante. Las dos tienen los ojos enrojecidos.

La chica oculta la medalla, con un rápido gesto, bajo la camiseta interior. No le gusta la forma en la que la está mirando aquella vieja. Sólo tiene ganas bajar del autobús, de ver a su chico, de seguir fumando. De lo que caiga.

La mujer mayor, incómoda por haber sido sorprendida espiando, vuelve a fijar la atención en la calle. Han parado en un semáforo, ante una farmacia. Odia el olor de las farmacias, de los hospitales, de todo aquello. No quiere llegar, tener que forzar la sonrisa al ver de nuevo a su hija, comprobar cómo se degrada día a día, o alegrarse por los espejismos de cura de esos días en los que la encuentra con mejor aspecto.

La chica no puede aguantar la risa. Le duele el estómago por haber reprimido tanto la carcajada que se le acaba de escapar. Ahora está hablando por el móvil, y eso le ayuda a disimular. Cuando pueda contárselo a Josito, se van a reír de lo lindo. Aquella vieja que no deja de mirarla, que seguramente la critica en silencio por la ropa que lleva, tiene un moco, un moco asqueroso y reseco colgando de la nariz. Qué asco. Su pequeña venganza va a ser no decirle nada, dejar que vaya por la calle con aquello pegado.

La mujer se estremece al oír la risa de la joven. Le recuerda otra que hace meses que no escucha. El mismo tono, la misma alegría. Una risa que ahora mismo no tiene precio.

Ambas bajan en la misma parada, Doce de Octubre. Se dirigen al hospital, algo habitual en usuarios de una línea como aquella. En la entrada principal, un joven recibe a la adolescente, la besa en los labios. Va vestido de celador.

 La mujer pasa al lado de ambos y echa una última mirada a la chica. Ve cómo su novio desliza una caja en el bolso de ella. Se extraña un poco, pero prosigue su camino. Cuando atraviesa las puertas automáticas, el sonido de las carcajadas de ambos le llega con claridad. Su corazón se estremece al pulsar el número siete del ascensor.

jueves, 14 de octubre de 2010

¡BANKSY!

Tienes el blog medio muerto, y últimamente aprovechas las chorradas que ves por las calles de Madrid para ir acumulando paja con entradas facilonas. Claro, tienes la excusa de la novela, que te quita tiempo.Y entonces es cuando ves una enorme pintada por la calle, que te omnibula y alitera. Sobre todo te alitera. Bansky, Bansky, Bansky. Tienes claro que se escribe Bansky. Y enseñas la foto a tus amigos, te partes la caja porque crees estar en la onda. Y ellos se ríen de forma extraña, nadie te dice nada. Eres la leche, a pesar de no leer los suplementos culturales de los periódicos mayoritarios. Pero leíste algo sobre Bansky en un Qué!, o vete a saber dónde mierdas. Ahora has hecho el ridículo, deberías cerrar el blog, o fingir que ha sido una especie de juego surrealista. Menudo desprestigio, las gafas de pasta dan vueltas en la taza del WC, perdiéndose para siempre. Ya no piensas entrar por primera vez en la Filmoteca, o el Caixa Fórum. No se ha hecho la miel para la boca del asno. Se te ha prohibido el cielo, banned sky, nada de bansky. No vales para moderno, naciste el año del golpe de Pinochet.

¡¡¡BANKSY!!!!

¿BANSKY?

Claro, uno tiene el concepto claro: hacer una pintada de la hostia, en pleno centro de Madrid, en la pared de un cine muy conocido, hacerse pasar por Bansky, el graffitero más famoso y a la vez anónimo del planeta, el Robin Hood del aerosol. La noticia está asegurada. Y ya puestos, que la mamarrachada sea enorme, que las letras se vean a kilómetros. Pero te has documentado mal, o te han traicionado los nervios. Y escribes mal Bansky. Joder, menuda cagada. Y Robert pasa y hace la foto de rigor.

jueves, 7 de octubre de 2010

NO PODRÉIS CONMIGO


Relato escrito para el taller del Bremen, con el tema "conspiración".
Ya va siendo hora de decir basta. Porque aunque la prudencia y los consejos de mis amigos más allegados dictan que debo ignorar las continuas provocaciones que de un tiempo a esta parte he soportado con estoicismo por parte de mis perseguidoras, hay circunstancias en las que un inesperado orgullo impele a los pusilánimes a tomar las riendas de su propio destino.

Y yo, en cuestiones de pusilanimidad, he de reconocer que soy prócer y bastante. Siempre he rehusado el conflicto en todas sus manifestaciones. Así que, de la misma manera que nunca me he quejado por la temperatura de una sopa o por la dureza o extremada elasticidad de un mendrugo, tampoco he sabido poner freno al acoso despiadado que sufro. Todas mis desdichas (disfrazadas de efímeros placeres), son una mácula imperecedera que condenará sin remisión a las mujeres que he conocido y que desde mi más tierna infancia han perseverado en su empeño por alejarme del recto camino de la castidad.

Desde siempre he sabido que bajo su aparente desprecio se esconde el deseo. Que la torva mirada de la mujer esconde un guiño, y su saliva escupida no es sino la promesa proyectada de un beso, una burda invitación a la carne.  Bofetadas, insultos, desprecio, carcajadas castradoras ante la visión de mi sexo, no son sino ridículos recursos, rodeos parabólicos para convertir en meta el punto de partida.

 Cada uno de mis poemas que acaba hecho trizas, cada carta de amor que es reciclada junto a la publicidad de un supermercado, cada relato abucheado en los talleres literarios a los que asisto, no son sino manifestaciones de su miedo, agazapadas ante la presencia de un macho al que no pueden evitar adular con su danza  de cortejo cargada de gritos, insultos y aspavientos.

Mis amigos ignoran que todas sus novias lo son por mera estrategia, que su voluntad es única y férrea: acercarse a mí, estudiar mis gustos para poder complacerme. Me observan por encima del hombro de sus amantes cuando estos les besan, imaginando que es mi lengua la que se entrelaza con la suya, que son mis brazos los que rodean su cintura. Se lamentan por mi frío desprecio. Memorizan mis gestos, y sueñan con soñarme mientras esperan el momento para emboscarme.

La bestia con mil rostros no tiene ni nombre ni edad. Todas las mujeres son una, la misma que me sigue a todas partes, que se sienta cerca de mí en el cine, reconociendo mi buen gusto, tocándose bajo la luz del proyector que recorta mi silueta.

Empieza a costarme ignorarlas, recurrir al mito de las sirenas y taponar mis oídos con el queso del desprecio. Ni siquiera la literatura me sirve de cobijo, esa fiel compañera de viaje, que tantas veces me ha consolado en mi travesía. Desde Sade a Henry Miller, largas y satisfactorias han sido las lecturas, un báculo en el que apoyar mi mano temblorosa y cansada. Pero ya ni eso me queda. Triste consolación beber en fantasías ajenas, cuando están secas las propias.

Tal vez llegó el momento de ser devorado, de reconocer que no hay escapatoria. Pero quiero dejar constancia escrita antes de desaparecer en brazos de la lujuria. Estos días han llegado al extremo. Recurren a las más hábiles estrategias, se disfrazan de carteras y llaman a mi puerta, me roban una caricia al devolverme el cambio en una tienda, me aporrean excitadas cuando salgo desnudo a la calle para retar su osadía. Y, alcanzado el más retorcido grado de perversión, simulan prestar atención a los relatos que escribo.

viernes, 24 de septiembre de 2010

COQUETA

Os juro que la foto es mía, y que no es un montaje. A pesar de que no era de mi departamento, le eché morro y le hice una foto al puesto de trabajo de la chica más coqueta de la empresa, que se mira y retoca el maquillaje mientras trabaja. También útil para ver si algún jefe viene por detrás. O no.

jueves, 16 de septiembre de 2010

TÁPER



A mí lo que me sabe mal es no haberme dado cuenta de las señales que me enviaba a cada momento. Porque que mi Julián sea un cortado no ha sido nunca un problema en nuestro matrimonio. Y si lo conocí en aquel guateque fue gracias a los empujones que le dieron sus amigos para que se acercara a bailar conmigo, pero a mí no me importaba, porque era el más fino y elegante. Es algo que no me ha costado aceptar durante estos quince años de matrimonio, pero una cosa es tragarse los antojos y caprichos y otra que la persona con la que vives no ni siquiera capaz de pedir que le acerque el salero. Y en ese sentido me reconozco un poco torpe, porque debí enseñarle a ser egoísta, a pedir o incluso a exigir. En la cama, por ejemplo, cuando le entraba el gustirrinín parecía que se lo tragaba todo para dentro, como gargajo en catedral. Y yo, que nunca acababa de relajarme del todo, gritaba como intuía que a él le gustaba, eso cuando no teníamos hijos, claro, y digo yo que esas cosas son artes de mujer, que no hace falta ahora entrar en demasiados detalles, aunque usted debe de estar acostumbrado a ver de todo. Yo le ofrecía las tetas y los morros, intentaba moverme todo lo rápido que podía y ser sexy sólo para él. Lencería, la más cara, una ruina en picardías que yo esperaba que desgarrara, pero que acababa arrojando a la basura, de pura rabia. Pero nada, no había manera, se encogía como un bicho bola y se iba en silencio al baño. Y aunque parezca imposible, se las componía para fingir que se había…porque nunca lo hacía encima de mí, ni se sacaba el preservativo, con perdón, en el último momento.  Menos cuando lo de mi Antonio y mi Laura, claro. Que ahora que son mayores y ya no viven en casa. Por eso pensaba yo que nos había llegado lo mejor de la vida, como no paraban de decirme mis amigas. Y el día que hicimos todas aquello del tapersex pensaba que me iba a morir de la risa con aquellas pililas, con perdón, de plástico, y las bolitas y todo aquello que no paraba de vibrar, que todas nos lo poníamos en la palma de la mano, pero sabíamos para qué coño servía. ¿Ve? Si es que soy una bruta, he hecho un chiste sin querer. Disculpe usted, son los nervios, que me hacen decir barbaridades, pero usted es joven y debe estar curado de espanto. La gente mayor como yo hemos tenido que aprender todo de nuevo. En los tiempos del Generalísimo todo eran tapujos y misterios bajo las faldas de las mujeres y de los curas. Lo del tapersex. Pues entre todas me convencieron de que comprara aquella cosa tan grande y negra, Mandingo, Mandingo, compra el Mandingo. Y ahora veo claro que lo decían con malicia, las muy brujas, que no querían sino burlarse de una servidora, que es un alma de cántaro en ciertas cuestiones. No, pero no se vaya, creo que aún estará dormido, no soy impaciente, tantos años esperando me han hecho casi de piedra. Pero aquella noche que me atreví a sacar el Mandingo de la caja pensaba que me moriría de vergüenza, porque no sabía si se iba a enfadar mi Julián, él que la tiene tan chiquirrina, aunque nunca me he quejado, pero es que era comparar aquella cosa que parecía de gorila con el altramuz, como yo le llamo, y era cosa de cabreo o de risa. Y él no supo ni qué cara poner, rojo de vergüenza y de rabia pensaba yo, y salió de la habitación dando un portazo, sin una palabra. Pensé que habría hecho alguna barbaridad, hasta que oí los ronquidos que llegaban desde el sofá del comedor. Así que la mañana siguiente, al levantarme y ver que había salido ya a jugar la partida en el bar, salí corriendo al mercado, para comprar carrillada de ternera, su plato favorito, que un mal trago con un buen bocado se remedia. Pero para mal trago el que me llevé al volver a casa y escuchar esos gritos de agonía que salían de nuestro cuarto. Y todo ayes, y disculpas, y vergüenza de la de verdad, corriendo a Urgencias y porque usted es un médico joven, que si lo llega a ver así el doctor Millán, que fue el que me llevó los partos, el disgusto hubiera sido mayor. Que no debí hacer caso a las amigas. Y dígame usted qué hago ahora yo con el Mandingo cuando se lo saquen.

miércoles, 18 de agosto de 2010

DOCTOR EN ALASKA / HOLLING VANCOEUR

Ya era hora de que pusiera una entrada dedicada a mi serie favorita. Tanto desde Cicely con Ardor, pero hasta que no he visto el parecido razonable de esta señora, en una terraza de Madrid, con el bueno de Holling, el dueño de The Brick, no me he atrevido a cortar la tarta.

martes, 10 de agosto de 2010

TOTUM REVOLUTUM

¿Quién dijo que al final de las películas porno no se casaban? 

jueves, 5 de agosto de 2010

LA TERRAZA AJUSTICIADA

Esto, esto es lo que se merecen las terrazas veraniegas, muchas de ellas simples bares venidos a más, que aprovechan para duplicar el precio del poso del café y la altanería y capacidad de aislamiento acústico de algunos camareros.

La némesis de la estocada en plena cuenta es el uso y disfrute casi perenne de la mesa. Hasta que el culo aguante. El documento, captado en una terraza de Tirso de Molina, muestra a dos jovencitas capaces de ocupar toda una tarde la mesa de turno, haciendo caso omiso de la gente que espera a que terminen su consumición, a la mirada inquisitiva de la gente que espera sentarse, desdichados que ignoran que una de ellas esconde en el bolso una enorme bolsa de patatas que comen a escondidas, una a una, con calma, deshaciéndolas antes un poco con la saliva, antes de masticar la tarde con sus dentaduras postizas, de seguir hablando con total parsimonia, dueñas de la terraza, del tiempo, del verano. ¡Ay, pillinas!

miércoles, 28 de julio de 2010

TEOLOGÍA CALLEJERA

En el barrio de Lavapiés la agitación cultural va más allá de los movimientos laicoperrifláuticos. También hay disquisiciones teológicas en las paredes, que plasman la eterna inquietud del ser humano por su devenir. Y que provocan una evidente inquietud ortográfica. ¿Provocación? ¿Algún evangelista enajenado? El caso es que primero apareció la de Dios y a las pocas horas, la del Infierno.

En todo caso, sed buenos y no acabéis en el Lades (clic en las imágenes para ampliar).

domingo, 25 de julio de 2010

PARADOJA

Cercanías Madrid homenajeando a Lewis Carroll.

viernes, 23 de julio de 2010

AL OTRO LADO

El chico aguanta la respiración, y su atención se centra por un instante en la nube invertida que forma el desconchado azul en la pintura blanca del techo de su habitación. Luego desvía la mirada, receloso, hacia la persiana que acaba de echar, como si temiera que algún vecino curioso del bloque de enfrente pudiera sorprenderle a través de sus diminutos resquicios. Trata de evitar que el más leve sonido advierta a la pareja del piso de al lado de su presencia al otro lado del tabique y se mantiene casi inmóvil, como un lagarto aletargado por el sol, sintiendo cómo la excitación empieza a vencer a la prudencia.

Se encuentra tendido de lado sobre la cama del dormitorio que hasta hace poco ha compartido con su hermano pequeño. Sobre las sábanas, en ropa interior, con los calzoncillos abultados por la intrusión de su mano derecha, que se mueve como una araña bajo aquella ridícula prenda de algodón con dibujos infantiles que le ha comprado su madre en el mercadillo del barrio. Se decide, pega aún más la oreja derecha a la pared, y se estremece por el quejido delator de su colchón al moverse de forma tan brusca. El cuello empieza a dolerle, pero el esfuerzo empieza a valer la pena. Cada vez que está a punto de desistir, consciente de la ridícula desesperación que le domina, o temiendo una posible irrupción de su madre, se otorga una nueva oportunidad, cuenta hasta treinta, y espera. Siempre acaba captando algún sonido alentador proveniente del piso vecino que reaviva su libido. Su imaginación transforma cada murmullo en gemido, convierte en obscenas todas y cada una de las palabras de aquellas dos voces que atraviesan a duras penas la pared. El sonido de su propio corazón acelerado se entremezcla con el de algún que otro coche nocturno que pasa por la calle y que parece no tener otra intención que estorbarle.

***

Esa misma mañana, se ha encontrado por primera vez con los nuevos vecinos en el rellano de la escalera. Una pareja joven, con aspecto de haber salido por primera vez de su casa, y que apenas ha reparado en su presencia mientras intercambiaba las fórmulas de cortesía de rigor con su madre. La vieja bruja ni siquiera ha sido capaz de arrancarles si estaban casados o no. Todos sonreían complacidos, con la afabilidad que se demuestra en un primer contacto que no pretende llegar a ser más que el inicio de una relación que se limite, con suerte, a encuentros casuales en el ascensor, o a peticiones puntuales de condimentos.

El niño, pues así lo había presentado su madre a la pareja, salpicaba con su mirada las largas y delgadas piernas de la chica y se esforzaba en reprimir las ganas de intervenir en la conversación, sabedor de que cualquier cosa que dijera iba a sonar torpe y fuera de lugar. Ella le caló casi al instante y le dirigió una mirada que no supo interpretar, a medio camino entre el enfado y la complacencia. Si necesitáis algo, ya sabéis dónde estamos, concluyó su madre. Ni se os ocurra, si no queréis adoptar a una lapa con rulos, pensó él.

***

Ella sabe que irse a vivir juntos ha sido un error. Él ni siquiera lo sospecha, está siempre demasiado puesto como para darse cuenta.

Ella se entretiene abriendo y cerrando el cajón de la mesita, de forma mecánica, sin cesar. Un pequeño ataúd, o una caja de sorpresas. Todo aquello dentro, no hay vuelta atrás.

***

Ha habido suerte. Está convencido de que no han cambiado la disposición de las habitaciones, y de que junto a la suya está la cama de matrimonio, la misma en la que hasta hace poco roncaba el señor Antonio. Menudo cambio. Tienen cara y cuerpo de follar a todo trapo y no pueden tardar en empezar. Los murmullos van en aumento, así que empieza a acelerar el vaivén de su mano. Su polla parece estar a punto de estallarle. El roce del gotelé. Un momento, debe ser cauto, poco a poco, hay que esperar a lo mejor. Bajará el ritmo hasta que ella empiece a gritar como una auténtica zorra. Y entonces se sentirá como si estuviera al otro lado, sentado, mirándoles. Como si pudiera atravesar las paredes y participar de la fiesta.

***

Suele ir tan puesto que debe haber olvidado qué significa echarle un buen polvo. No se lo reprocha. En realidad, nada les importa mientras quede algo. Porque si no queda, o queda poco, empiezan los nervios, las llamadas y las prisas. Por eso, se han puesto hasta las trancas antes de estrenar el piso, porque esa va a ser su luna de hiel particular. Él duerme profundamente sobre la alfombra. Ella sentada en la cama, con la espalda apoyada en la pared, jugueteando con el mando a distancia del vídeo.

Se conocieron en una fiesta de matriculados que nunca iban a acabar la carrera, y en aquel año de la bendita inocencia perdida era un lugar común hablar de Polansky y de aquella película tan morbosa. Los gustos de los presuntos entendidos eran los mismos y todos ellos acordaban un juicio estético lo suficientemente sencillo como para convertirse en gregario. Cuellos de cisne.

La pose requería cierto sacrificio. Alguien propuso y ambos estuvieron de acuerdo en dar un paseo por el lado salvaje, se creyeron capaces de ahogar el pasado por el sumidero de una huída hacia delante que les haría estar de vuelta de todo. Luego descubrieron que no había nada salvaje en aquello, sino una simple necesidad que tenía que ser satisfecha a toda costa. Pillar, ponerse, ponerse, y ponerse hasta tener que volver a pillar.

***

El chico que no se siente nada niño oye con total claridad los gemidos de placer de la vecina, desbocada hacia el orgasmo, sus obscenas peticiones al compás del sonido del colchón. Piensa en ella, se imagina su mirada clara, mirada anzuelo acusadora, enturbiada por la lujuria, por las ganas de más, recuerda la blancura entrevista de sus muslos, se da la vuelta y lanza al aire un enorme chorro que parece querer tapar el inalcanzable desconchado .

***

Ella baja el volumen del televisor. No quiere despertar a su novio, que sigue tendido sobre la alfombra y mucho menos llamar la atención de los vecinos. De hecho, le ha parecido oír algo al otro lado de la pared.

No le ha excitado nada ver aquellas primeras grabaciones, en las que los dos daban rienda suelta a una pasión que aún no estaba narcotizada. Puede más la melancolía. Lo que iniciaron como un juego con la vieja videocámara de segunda mano acabó en costumbre, pero algo se ha perdido en el camino. Antes les gustaba verse follando, les daba ideas para la siguiente vez, se reían mientras conjuraban nuevos placeres.

Y ahora que han dado el paso de vivir juntos, se siente más sola que nunca. Deja el mando a un lado de la cama, y desliza distraída una mano entre sus piernas, mientras que con la otra abre el cajón de la mesita y busca una pastilla de éxtasis. Justo en el momento en el que aprieta el rostro sobre la almohada, se corre pensando en la mirada que le ha echado el chico de al lado, que duerme satisfecho sin llegar a escuchar el sonido del placer.

Robert Llopis, Julio 2010

lunes, 19 de julio de 2010

Aquí me quedo

Nada más y nada menos que uno de esos momentos en los que uno pone una marca en el camino o dobla la esquina de un libro, un aquí estuve, aquí me quedo, de la forma más frívola y gratuita posible: la mirada del miope adherida a los objetos más cercanos, limpia de cristales turbios, el verde hirsuto del césped convertido en un pequeño bosque por el que lanzar la mirada en pos de una liana con la que cortar este caldo que no viento de calendas y distraerse en las mil y una burbujas de la cerveza más fría del mundo, mientras ella habla de saltos y piruetas que no son nunca demasiado complicadas, de viejas historias en blanco y negro con un guión imposible de dictar, aquí se conocieron y el agua de la piscina a mis espaldas parece reposar la tarde, queriendo ser espejo o testimonio, o espalda varada sobre la cama, mientras deseo ser hervíboro, trasegar todo ese color verde por la garganta, quedar en paz con la tierra, husmear los caminos en busca del rastro del Gran Circo, y volver a trabajar como enano borracho para Lynch, en aquel gran espectáculo en el que no son necesarias las redes, donde todos los buenos trapecistas guardamos un vuelo bajo la manga.

viernes, 2 de julio de 2010

EL RASTRO DEL CARACOL


Escrito para el taller del Bremen, con el tema "un paseo".

Julián se considera una persona limpia y escrupulosa, menos los domingos. A sus setenta y tres años se las ve y se las desea para meterse en la bañera, una operación semanal que realiza con la cautela de un gato escaldado. Considera preferible asearse solo, asumir el riesgo de desnucarse contra el borde de la bañera y sufrir una muerte torpe y estúpida a soportar la humillación de de ver la cara de asco de su hija mientras le frota las carnes flácidas con guantes y esponja.

Y es que los domingos Julián no puede perderse su paseo por el Rastro, salvo diluvio, entierro o enfermedad. Nada más salir del portal, encopetado con el porte que le da su viejo sombrero de fieltro y el sempiterno traje de tantos domingos, fantasea con que alguien preste atención a las quejas que masculla nada más atravesar el viejo portal de la corrala donde ha pasado toda su vida, en plena Plaza de Cascorro.

- Esto no es lo que era.

La raya de planchado que surca las perneras de sus pantalones de pinza, trazada con minuciosa precisión por la joven asistenta que la familia le ha encasquetado para la limpieza y cuidado de la casa, se transforma en la picuda proa de cada uno de sus pasos, pausados pero fieles a una trayectoria de caracol que lleva repitiendo desde hace décadas.  

Su paseo dominical por el Rastro tiene un orden invariable. Deja para el final la parte más populosa, la que más detesta, el marasmo de Ribera de Curtidores, el paraíso de las bragas de gitana, como le gusta llamarlo. Así que empieza por aquellos establecimientos umbríos y cargados del polvo plomizo de las lustros, en los que tiene la seguridad de que será reconocido y escuchado. Las librerías de viejo del ala derecha del rastro, un galimatías que da fe de la excesiva producción editorial del siglo XX, en las que uno puede encontrar desde un ejemplar ilustrado de El Quijote, a un manual de cocina de la Sección Femenina, con ilustraciones de jovencitas tan sumisas y afanosas como sonrientes, o si uno sabe buscar bien, alguna que otra novela picante con sus páginas arrugadas.

 Julián nunca compra un libro, pero manosea todos los que puede, sin tener el más mínimo reparo en doblarlos, sopesarlos y despreciarlos tanto física como literariamente. Todos sus juicios son peyorativos, con la finalidad no sólo de sacar de quicio a los libreros que le tienen más que calado, sino de justificarse como alguien cuyas lecturas le han enseñado que libros buenos hay dos o tres, sin mencionar cuáles.

Abandonado el caos de las letras, se sumerge en la certeza de la religión. Tallas, rosarios, iconos, biblias y cuadros oscurecidos por el paso del tiempo, falsos Caravaggios ahumados por centenares de cirios votivos. Como antiguo maestro salesiano, no puede evitar estremecerse ante la visión de tantos mártires en pleno sufrimiento, vírgenes que nunca dan el pecho o cruces que hace mucho que han sido descolgadas. En ese tipo de tiendas, Julián no hace comentario alguno, se muestra contrito, reflexionando para sus adentros sobre la proximidad de su muerte y las expectativas de acceso a una vida eterna entre laúdes angelicales.

Cuando llega a su tienda de antigüedades preferida, en la calle Carlos Arniches, Julián empieza a mostrar ciertos síntomas de premura: allí la cita es obligada. Todas las semanas entra en el establecimiento para comprobar que nadie ha comprado una antigua caja de galletas que el vendió allí hace un par de años, temeroso de que sus hijos la descubrieran a su muerte, donde el adolescente que fue guardaba estampillas eróticas. Estuvo a punto de tirar el viejo recipiente metálico a la basura, pero no pudo desprenderse del todo de ellas. Así que se dedicaba a comprobar que nadie había adquirido la caja para usarla como decoración. Incluso en alguna de sus visitas, Julián se había atrevido a esconderla un poco entre tanto cachivache, para asegurarse de que a la semana siguiente la volvería a encontrar. Notaba una sensación de alivio, una leve tibieza en el pecho cada vez que sus dedos artríticos y arrugados recorrían las curvas bidimensionales de aquellas ilustraciones picantonas, que  tantas alegrías le habían proporcionado, y que ahora no harían sonrojar ni a un niño de nueve años. La enfermera, la secretaria, la torera, incluso una monja pechugona, formaban una baraja concupiscente, dispuestas para jugar la mejor de las manos.

Animado por el recuerdo de tiempos mejores, el viejo maestro se veía con fuerzas y ganas de remontar la cuesta de Ribera de Curtidores, atestada de turistas acalorados, la mayoría de los cuales ni siquiera se detenía en ninguno de los numerosos puestos de venta, sino que se dedicaban a avanzar con ritmo procesional a base de leves empellones. Julián sabía que iba a tardar más de media hora en recorrer los quinientos empinados metros que distaban desde la Ronda de Embajadores a su casa, pero no le importaba en absoluto. Como si hubieran cobrado vida en virtud de su reavivada fantasía, numerosas jovencitas con más carne  al aire que ropa sobre ella le rodeaban sin apenas reparar en su presencia. Al fin y al cabo, no era más que un simple viejo que lucía un sombrero extravagante, tal vez un poco torpe, que las empujaba para abrirse paso, que empezaba a oler a sudado, y que hasta el próximo domingo no iba a ducharse, olvidando a conciencia la ropa interior perfectamente doblada en el cajón de la mesita.

Robert Llopis, 30/06/10

jueves, 17 de junio de 2010

MADRID, AÑO CERO.

Relato para el taller del Bremen de ayer, con el tema "La primera vez".


Llegué a Madrid por primera vez a los tres años de vivir en la ciudad.

Un año cero se lo inventa uno más cuando quiere que cuando puede, así que tras marcarme las consignas adecuadas, harto del tiempo perdido en una rutina demasiado acomodaticia, elegí una entrada en escena casual, un momento para el recuerdo construido con plena conciencia de estar troquelando una foto que nacía vieja. A la salida del taller de relatos en el que trataba desde hacía meses de congraciarme con la literatura y con mis ganas de todo, Jota el Escribiente me ofreció volver a casa en su moto.

Rehusé la propuesta en un inicio, aunque la idea me parecía tentadora. No sólo por ahorrarme el consabido viaje en metro desde Tribunal, con la segura compañía de una recua de adolescentes cargados de hormonas y alcohol, que ignorarían sin ninguna duda la portada del libro que iba a esgrimirles a modo de inútil escudo y carta de presentación, sino porque la última vez que había subido a una moto, había sido en la Puch Cóndor de mi padre, cuando yo tenía doce años. Y me acojonaba la idea.

Habría aquí que detenerse un instante y montar caballete y lienzo para hacer un rápido esbozo de Jota. Cordobés de pura cepa, empapado en barrio, espigado en nervio y verbo, tenía el don de convertir todos los caminos en atajos y todas las dudas en palabras marcadas por las precisas dentelladas de platino de quien sabe de qué va la vida. Como poco.

Y allí estaba yo, la Hormiga Atómica a punto de derribar la moto con la torpeza de su peso analfabeto en elasticidad al tratar de encaramarse al sillín, con su cabeza ensanchando las paredes del casco hasta dejarlo inservible, y el temor ahogado de quien simula crecerse.

No fue sólo la renovada experiencia de viajar en moto, los recuerdos que se entremezclaban con aquella nueva perspectiva de la ciudad, sobre la calzada, sino más bien las palabras de Jota sobre su experiencia en la capital, en su barrio, con su gente, las que me transportaron a un nivel de consciencia en el que me reconocí resucitado. Lázaro, levántate y anda, pero haz algo más: escribe, bebe, disfruta, ama. Menos fotosíntesis y más polinizar.

Mientras hablaba a gritos con Jota, aleccionado por su discurso entusiasta y vitalista, y por la seguridad que ya a esas alturas del viaje me imponía su zigzaguear de abejorro avezado, me pude relajar, dedicándome a captar con la mirada escenas de la noche de Madrid. Nada de alardes o euforias: necesitaba cierto distanciamiento para disfrutar al completo de aquel viaje iniciático.

Una marica esquelética le enseñaba una cicatriz justo al lado del ombligo a su anabolizada Ana Bolena en un banco de la plaza de Chueca, un grupo de adolescentes con sus cencerros, las inconfundibles bolsas color verde chino cargadas de botellas, atravesaban un paso de cebra con arrogante parsimonia, un perro de marca cagaba en la acera mientras su dueña parloteaba por el móvil, tratando de hacerse la despistada, y de frente, el arco voltaico en el que se reflejaban todas las luces de la ciudad, la superficie del casco de Jota, atravesaba la calle Alcalá, las candilejas corredizas de la ciudad que nos abocaban en brazos de la noche, o de algún escote.


Cuando llegamos a La Latina, hogar y guarida de mi barbudo camarada, Jota me reconvino por mi obstinada reticencia a abandonar la maraña de Lavapiés, su mezcla de cruda realidad y escondite para artistas por descubrir y olvidar, el lugar donde la basura desparramada sobre la acera de un cubo de basura se transformaba al instante en una performance, para adictos a la sopa boba. Consciente del abismo tan estrecho como profundo que nos separaba, di un salto y me puse de su lado a la tercera caña, casi convencido de acabar cambiando de barrio, y pasar a mejor vida.

Un simple viaje en moto me había puesto sobre el circuito adecuado, presto a dar vueltas de nuevo, pero con un estilo mejorado, o al menos distinto.

Cuando llegué a casa, sentía la imperiosa necesidad de escribir la experiencia arrebatadora que había tenido, ese éxtasis kármico que me iba a llevar a mejores puertos, a desarrollar de una vez por todas mi innegable potencial como escritor y, mejor aún, como persona. Sí, todo iba a cambiar, notaba la inminencia del destino.

Al mes de aquel chispazo de euforia, escribí la primera frase de este relato y la metí en un cajón de mi habitación sin ventanas. La tortuga empezaba a moverse.

viernes, 21 de mayo de 2010

ONLY THE LONELY

(potadita bremenauta)

Han cerrado las fronteras. El rastro de pelos rasurados sobre la pila del baño confirma este extremo. Los contemplo distraído, jugando a adivinar alguna forma, mientras trato de restar importancia a la abundancia de canas y pienso en el absorbente abismo de los andenes, en la absurda épica del abandono.

El mapa plegado de un país que nunca visitaré atraviesa mi estómago, absorbe un grito mal digerido. De norte a sur, la cordillera de los cobardes sueña con incendios redentores, y las paredes de mi habitación se pliegan hasta conformar montes que devoran el horizonte, que planean sepultarme mientras cuchichean a mis espaldas.

La certeza que me acechaba desde hace tiempo sopla sobre mi nuca, y no me queda sino reconocer que renunciar para siempre al viaje tal vez sea la mejor de las soluciones. No más vida especular. Giro la llave del agua con un gesto mecánico y el agua arrastra los restos de jabón y suciedad hacia la oscuridad.

sábado, 8 de mayo de 2010

CRIMEN Y CASTIGO (relato bremenauta)


...un hombre sólo muere cuando ha hecho lo que debe o cuando es absolutamente imposible que lo haga ya...y esa es la diferencia entre el cielo y el infierno...." Gaón de Vilna
 
La bicicleta plegable de Belo, que tanto le gusta lucir en las terrazas de Lavapiés,  baja a una velocidad endiablada trazando una trayectoria no contaminante por la cuesta de la calle Calvario, y tan afecto a la nostalgia televisiva como es, se cree por un instante el Indurain del 92, oliendo el culo a Claudio Chiapucci en el descenso de un puerto de montaña, rumbo a Sestrières. Satisfecho por la precisión visual de este recuerdo, pero tardo al freno, su estúpida sonrisa y los mil euros de fibra de vidrio por los que ha renunciado a tantas cosas atraviesan, cual caballo azuzado con guindilla, el cristal del escaparate de la frutería pakistaní de la esquina, y entran de forma sorprendente por la puerta entreabierta de la trastienda, hasta colisionar contra unas cajas repletas de cartones de tabaco de marcas variadas.
Un fuerte olor le despierta, y siente el escozor del humo de un cigarro al abrir los ojos. y el frío de las baldosas bajo su espalda. Un hombre alto y delgado, con una barba cuidada y tupida, a ambos lados de la cual se despliegan dos grandes orejas, le observa mientras fuma, con una expresión marcada por la sorprendente separación entre sus dos ojos. Al principio, Belo cree reconocer en él al dueño del establecimiento, hombre barbudo y cetrino al que tantas veces ha recurrido en sus largas noches de insomnio creativo para abastecerse de víveres, pero su salvador tiene la piel blanca y sus gestos son precisos y delicados, así como sus palabras, que suenan con un acento que resulta a la vez argentino y afrancesado.
–  Y ahora vos me dirás qué carajo hacés en mi departamento, boludo.
El hombre le tiende la mano, presto a ayudarle a levantarse, pero Belo prefiere permanecer tendido en el suelo, observando a su alrededor, receloso por las palabras del extraño, y reclamando con  su mirada una ayuda más cualificada y comprensiva que sepa valorar el alcance de sus más que probables lesiones cerebrales. Y es que no se encuentra en la trastienda del economato pakistaní, sino en lo que parece ser una buhardilla decorada de forma austera, repleta de libros y legajos, y con un único ventanuco al fondo, a través del cual se filtra la luz amarillenta de las farolas.  Esté donde esté, es de noche. Con toda seguridad, debe haberse desmayado a consecuencia del golpe y alguien ha aprovechado su desgraciado accidente para secuestrarlo, conocedor de su valía como...
El desconocido le atiza en la frente con un pesado libro que ocultaba tras la espalda. No le da tiempo a fijarse en el título. El golpe resuena en su cabeza con un bloom.
… como futura promesa de las letras, y ahora que navega entre las vibraciones de su propia cabeza, que el libro con el que le ha golpeado aquel extraño barbudo parece haber sacudido con un toque preciso el cóctel, lo ve todo claro, las palabras cobran un nuevo sentido, se diluyen unas en otras como bronce fundido sobre el molde de todo aquello que tiene ganas de gritar al mundo: su talento será reconocido, llegará el día en el que alguien advierta su valía, su básica valía, su bahía evadida, su bacía vacía, vanidad balida…
– ¡Beeeee!
Una oveja mordisquea las nutritivas rastas de Belo, desparramadas sobre su rostro. Su nariz aguileña corre el riesgo de ser seccionada y aparta con un gesto brusco al lanudo rumiante. La luz del sol le ciega y no distingue a su alrededor más que una casa de adobe, auténtica en su pobreza y austeridad, la misma en la que se alojó en su viaje iniciático y auténtico de quince días por el norte de África. Sólo que esta vez no se encuentra en ella el amable anciano que le ofreció un té auténtico con una sonrisa falsa, y cuyo nombre olvidó al quemarse la lengua con el primer sorbo. 
El hombre que le contempla de cuclillas bajo la sombra del toldo de la entrada, le ofrece un gesto conmiserativo, pero no hace el mínimo ademán para ayudarle a levantarse. Está concentrado dibujando una figura con tiza sobre el suelo de la calle. Belo se incorpora con dificultad y cubre sus ojos con la mano, a modo de visera, para protegerse de la intensa luz, mientras se acerca al hombre, que ha retomado su actividad, ignorándole por completo. 
La sombra de la joven promesa de la literatura underground se proyecta sobre la espalda del dibujante, que le dirige una mirada iracunda y abandona su tarea. Se incorpora con agilidad, y Belo puede por fin contemplar la obra pictórica: una extraña cruz compuesta de cuadriláteros. En el extremo superior del brazo vertical del símbolo de tiza, dos únicas letras: JC. El hombre que ha dibujado la cruz retira la capucha que cubre su rostro, y Belo reconoce facciones al instante. Es el mismo que le ha golpeado con el libro. La barba, la extraviada expresión de aquellos ojos de camaleón son inconfundibles, pero esta vez no tiene dudas sobre su identidad.
– ¿Je… Jesús?
¡Julio, boludo, Julio! – grita el enfurecido berebere, al mismo tiempo que le arroja un puñado de tierra a los ojos.
Belo, cegado por completo, recuerda las dos clases de Aikido a las que ha asistido hace un mes, y pone en práctica las técnicas aprendidas en ellas, tratando de golpear al así llamado Julio a base de agitar los brazos con la mayor velocidad y menor de las precisiones, con el fin de impactar por pura suerte a su agresor o al menos arrancarle las barbas. No obtiene sino un severo encontronazo contra el muro de adobe, que resquebraja en parte con su testuz, antes de caer de nuevo desmayado.
 Cuando recobra el conocimiento, lo primero que ve es una cajetilla de Marlboro sin sello, desparramada ante sus narices. Aunque hace dos años que ha dejado de fumar, coge un cigarro, se lo planta en la oreja, se incorpora con calma, y sale de la tienda haciendo caso omiso a los gritos enfurecidos del dueño de la frutería. Entra sin decir una sola palabra en el pub de la esquina de enfrente, uno de los centros neurálgicos de la intelectualidad lavapiesina, pide un tercio bien frío de cerveza, y confiesa a la camarera que nunca ha leído Rayuela.
 
Robert Llopis 05/05/2010


martes, 27 de abril de 2010

Crimen y Castigo

Decir que esta tarde me he estremecido al acabar de leer Crimen y castigo en el tren, tras salir del trabajo, es poco. He tenido que disimular las lágrimas, extrañamente emocionado por el epílogo. O es la primavera, o estoy acabado. La sensación de satisfacción, de reencuentro con la literatura, ha sido inmediata. No recuerdo cuándo lo leí por primera vez, pero calculo que hará unos veinte años, así que al pasar la última página había dado por finalizada una de esas relecturas que uno encara con el miedo a la decepción, bien sea por los cambios que uno mismo ha sufrido, o por la perspectiva más amplia que le da a uno ir hurgando en la literatura, hasta darse cuenta de que no puede con ella.



Recuerdo que mi primera lectura de la novela de Dostoyevski fue en una vieja edición de mi abuelo, uno de esos libros que me rodeaban en mi habitación a modo de iconos, dejados allí quién sabe si por falta de espacio en la casa, o como un cebo puesto por mi padre para encauzar mis lecturas hacia autores de más allá de los Urales. Fuera como fuera, al cabo de los años el genial escritor ruso es el autor que más he leido, aunque no sea con el que más he disfrutado. Porque tenía que solventar el encontronazo con unas traducciones farragosas y decimonónicas, en las que uno tenía que destilar el temperamento de los personajes, la fuerza de las pasiones, que parecían semienterradas entre tanta parafernalia retórica.

Aun y así, guardaba un grato recuerdo, sobre todo de Crimen y castigo, El jugador y Los hermanos Karamazov o Humillados y ofendidos, un recuerdo que se ha visto reconfortado con la lectura que acabo de finalizar de la primera de las novelas. Las tribulaciones del atormentado Raskolnikov, la miseria confrontada a la vileza, el tratamiento de temas que resultarían más que escabrosos en su momento (prostitución, asesinato, corrupción, ateísmo, o incluso pederastia), hacen de esta novela un clásico que considero aún contemporáneo. Un personaje como el decadente Svidrigailov, tal vez un alter ego del propio escritor, por poner un ejemplo, es impagable.

Hay libros con los que es mejor quedarse con el recuerdo de la ilusión de la primera lecura. Seguramente, si releyera (por décima vez) la saga de Tolkien, me echaría las manos a la cabeza o me aburriría soberanamente. Pero Dostoyevski ha ganado muchos enteros con el paso de los años, o  tal vez yo he perdido demasiado...

viernes, 2 de abril de 2010

Been caught stealing



Ayer asistí a una lucha territorial sin parangón, justo en el culo del caballo de Felipe III, en la Plaza Mayor de Madrid, lugar acostumbrado de citas. La plaza estaba abarrotada de señoras, como cabía esperar de un Jueves Santo. Como todo el mundo sabe, las procesiones de Semana Santa desembocan en dicha plaza. Siguiendo la costumbre, los Cristos madrileños descienden de los pasos y piden una ración de gambas en cualquier terraza, para ser crucificados en público. Turistas arracimados, aferrados al poraquiismo y al estoesismo, siguen la tradición cristiana, y muchos de ellos lucen la consabida banderilla que acompaña a los calamares congelados de la plaza. Pero divago.

Estábamos a bunch of buddies y yo esperando bajo la amenazante cola enhiesta del caballo, cuando se produjo una pelea inesperada entre una Minnie Mouse, de las que se dedican a chantajear emocionalmente a los padres, dando a sus hijos florecitas y monos hechos con globos anudados, y una aficionada al arte de la globiflexia, vestida de paisana y acusada de carterista por la Minnie.

No me atreví a grabar la escena, ni siquiera a hacer fotos, como la mayoría de turistas congregados alrededor de la improvisada lucha ratonera. Era todo tan bajo y sucio, que sentí una gran congoja, por la que he sido convenientemente reconvenido a posteriori, por una polvorilla condenada al purgatorio, que me ha recomendado la canción que arriba podéis escuchar, como banda sonora de la entrada.

Recuerdo haber visto a la misma Minnie, paseando por Sol con mi querida coautora, y ya nos llamó la atención su notable parecido con Wendy Sulca. Verla en el suelo, estrangulada por una carterista peruana, fue demasiado para mi nivel de frikismo. Raudo y caballeroso, Mickey Mouse, un señor con cara de sufrimiento, salió a separarlas, consciente de la gravedad de la situación. Más de un niño observaba la escena, ojiplático, convertido en una pequeña esponja de traumas que le costarán un riñón en psicoanálisis  futuros.

Por un lado, me sorprende mi recato a la hora de grabar la escena. Por otro, estoy que me muerdo los codos por no haberlo hecho.

Mickey, desconsolado por la tragedia

sábado, 20 de marzo de 2010

Mundo persimón

Ya sabía yo que no estaba solo, que mi entrada sobre el persimón/pérsimon no hacía sino rascar la punta del iceberg persimoniano.

Observen ustedes este video, que narra el ascenso al poder de un hombre nacido con la cabeza de persimón.

jueves, 18 de marzo de 2010

LA ESTRATEGIA DEL SALTAMONTES

Escrito para el TALLER DEL BREMEN

Desde los doce hasta los quince años, Fredo Cavalli aceptó con resignación ser el chico de los recados, consciente de que ni su escasa edad, ni su físico desgarbado, le permitían aspirar a más. Así que se centró en ser eficaz en sus discretas tareas, a base de memorizar cómo le gustaban los tragos a cada uno de los asistentes a las timbas de póker que organizaba Mateo en su apartamento, de fingir que le hacían gracia las bromas pesadas que hacían una noche tras otra a su costa, y de no quejarse de los insultos o los tirones de orejas que pudiera darle alguien que estuviera tan borracho como armado.

Fredo no era el más joven de la banda, porque otros dos chicos del barrio de su misma edad habían sido captados como él por los subalternos de Mateo. Sólo que por el mero hecho de ser dos brutos sin cerebro gozaban de otras atribuciones, e incluso tenían el privilegio de ser acompañantes de honor en los clubs de alterne a los que acudían los capitanes de la banda . Fredo envidiaba en silencio a Carlo y Toni, que por el mero hecho de haber nacido con un físico de orangután, iban a tener preferencia de paso. Se notaba a la legua que iban adaptarse a aquel mundo sin ninguna dificultad, pues se habían graduado en extorsión y amenazas en la escuela primaria, y al fin y al cabo, conocían la mecánica del proceder de un matón. Conscientes de su superioridad, y con la crueldad que sólo emplea el subordinado con sus iguales, deformaron su apellido y empezaron a llamarle Cavalletta, saltamontes. Le espetaban que era flaco y espigado como ese insecto, y es que en verdad se mostraba tan dispuesto en su trabajo, que parecía acudir de un salto cuando le pedían que se acercara para encargarle un recado.

Fredo no se quejaba nunca, y esperaba acceder con el tiempo al siguiente peldaño de la organización, ese que algún día le permitiría soñar con hacerse una carrera en el mundillo. Su estrategia, mientras tanto, se limitaba a ser aceptado, si no como uno más, sí al menos como alguien útil que no supusiera un estorbo.

Los tres años que transcurrieron hasta que Mateo logró ser mínimamente considerado, se dedicó a perfeccionar el arte de la discreción, se empapó de la dureza de aquel código común de gestos rudos y palabras malsonantes, del peculiar sentido del humor construido a base dobles sentidos cargados de crueldad, y de la jerga del ambiente en el que se había visto obligado a crecer, mientras apretaba los labios y limpiaba los ceniceros, las copas derramadas y ayudaba a llegar a casa a más de uno. Por las noches, leía novelas de gangsters, y se reía de sus errores, de lo impostadas que eran aquellas escenas, y aquellos diálogos tan elaborados. Era un mundo ficticio que nada tenía que ver con el que le rodeaba. En su realidad, todos los policías tenían un precio y en ningún supuesto justo dejaba pasar la oportunidad para sacar tajada. Los chicos de Mateo no vestían de forma elegante, ni se andaban con miramientos o florituras. Eran perros disciplinados que sólo lamían la mano a su jefe y a las putas a las que extorsionaban, animales que abandonaban la dialéctica a las primeras de cambio, en favor del viejo arte de partir cabezas.

Mateo no conocía a ningún héroe que hubiera llegado a viejo, y la gente del barrio demasiado había aprendido a cerrar la boca para salvar el pellejo y tratar de salir adelante como podía.

La primera vez que el jefe le pidió a Fredo, Carlo y Toni que acompañaran a dos de los capitanes para hacer una visita de cortesía, pensó que se trataba de una broma. No podía creer que le hubieran incluido en el grupo, al mismo nivel que los otros dos. Pero viendo lo empapados en alcohol que estaban los dos viejos matones con los que los tres jóvenes iban a compartir su bautismo, se dio cuenta de que su papel iba a limitarse a conducir y a quedarse en el coche haciendo de de niñera, mientras sus dos compañeros hacían el trabajo sucio. De todas formas, no dejaba de ser una oportunidad para Fredo, que se tomó aquella tarea rutinaria como una auténtica prueba de graduación.

Sentía la satisfacción de dejar atrás las tareas de poca monta a las que estaba habituado y que le estaban empezando a desesperar: para un chico de los recados, para un saltamontes limpia vómitos como él, aquello era un trabajo de verdad.

Las visitas de cortesía podían ser de varios tipos, dependiendo del grado de morosidad del propietario del negocio protegido y del tiempo transcurrido entre el último pago y el ineludible recordatorio. Aquella noche, iban a visitar a un chino, una rata miserable que se dedicaba a intoxicar a cualquier incauto que se atreviera a comer en su restaurante. Cuando llegaron al local, los dos capitanes dormían la mona en el asiento de atrás, y ninguno de los tres jóvenes se atrevió a despertarles. El restaurante acababa de cerrar, y sus chillonas luces de neón aún estaban encendidas. Debían de actuar antes de que aquel maldito chino echara la llave para dormir en el almacén, o donde quiera que se revolcara con toda su familia. Los tres sabían que despertar a cualquiera de los dos pesados fardos italianos que roncaban en el asiento de atrás era una temeridad, así que decidieron dejarlos aparcados y entrar por su cuenta, dejando el motor del coche encendido, por si tenían que salir a escape. Accedieron al local por la puerta de servicio, y salieron a los pocos segundos en estampida, perseguidos por el chino, que blandía un enorme cuchillo de cocina mientras gritaba en su idioma incomprensible.

Fredo se puso al volante y salieron a toda prisa del garaje, temiendo que el cocinero de ojos rasgados les alcanzara, pero éste se quedó parado como una estatua de Buda, al ver que habían subido a un coche que parecía conocer demasiado bien.

Cuando llegaron al apartamento de Mateo, despertaron a los viejos, que ni siquiera recordaban qué hacían metidos en aquel coche con aquellos niñatos. Cuando rindieron cuentas ante Mateo, alardearon sin pudor del escarmiento que le habían dado al chino. Fredo hablaba más que nadie, y se recreaba en la descripción de su supuesta hazaña, pavoneándose por la frialdad que habían demostrado al entrar por sorpresa en el restaurante, y les detalló a todos con pelos y señales cómo habían inmovilizado al chino sin decir ni una sola palabra, sin dejarle reaccionar, cómo el amarillo se había vuelto blanco al ver que iban a cumplir sus amenazas, al comprobar que no había lugar para ruegos ni prórrogas, cómo llenaron de aceite en una enorme sartén, a fuego vivo, y los gritos que dio el puerco al freírle la mano derecha, sin dejar que la apartara, hasta que empezó a oler a algo parecido a las hamburguesas de Joe, el de la esquina. Y los ojos de insecto de Fredo brillaron sanguinarios, como nunca, henchidos de euforia, endurecidos, mientras utilizaba el lenguaje de las novelas que tan bien conocía, y se gustaba recreando una escena tan irreal como todas aquellas de las que se había burlado. Mentía sin temor ni vergüenza, engrandecido, porque sabía que a nadie le importaba un trabajo de mierda como aquel, porque no había mejor premio que escuchar las carcajadas de todos los chicos, aquellas risotadas ahogadas con el humo de su grandes puros habanos, ni mejor recompensa que aquellas palmadas en la espalda. Y cuando el propio Mateo les invitó a un trago, Carlo y Toni bebieron en silencio. Acallaron como debían sus cabezas de chorlito, mientras dejaban parlotear a Fredo, aprovechando la inercia del salto del saltamontes.