jueves, 14 de julio de 2011

¡MIAU!


Andreu Casacuberta sabía excederse como nadie en el celo escrupuloso de sus funciones, hasta el punto de convertir en placer la denegación. Era sutil, taimado como un gato sarnoso al servicio de una vieja avara y solitaria que, para no perder la razón, necesitara profesar un cariño incondicional a un animal detestable. Esa vieja era la caja de ahorros para la que trabajaba y aunque él no sabía ronronear, hacía buen uso sus zarpas. No admitía caricias, halagos o lisonjas de ninguno de los infelices que se sentaban a su mesa, tratando de obtener su favor. Porque para Andreu Casacuberta no había clientes, sino suplicantes que merecían ser humillados.
         A la hora del café, permanecía en su puesto, leyendo complacido las necrológicas e imaginando qué cúmulo de desdichas se escondían tras aquellos responsos, flanqueados por los anuncios de contactos y los ecos de sociedad, a despecho del descanso eterno de los distinguidos difuntos. Imaginaba las hipotecas que penderían sobre los herederos, como una mortaja imposible de rechazar. A efectos prácticos, pensaba, daba igual comprarse una casa o un mausoleo, porque en ningún caso nadie iba a sobrevivir para cobijarse en un techo de su plena propiedad.

Sobre el escritorio de Andreu, organizado al milímetro en su austeridad, una vieja fotografía de su madre, que parecía reprender el carácter severo de su hijo con la mirada, un pequeño crucifijo que se había negado a retirar, pese a las continuas indirectas del director sobre el carácter laico de la entidad, y una edición vieja y manoseada de El Príncipe, de Maquiavelo. En el cajón superior de la mesa, ocultos a la vista de los curiosos, una pistola y otro libro. La pistola, de fogueo, con la que jugueteaba simulando suicidios y hacía bromas pesadas a sus compañeros. El libro, su único solaz, las obras completas del Marqués de Sade, para las tardes en las que decidía quedarse en la sucursal realizando tareas que postergaba con la intención de quedarse solo, de disfrutar del silencio sacro de aquel espacio en el que tantas esperanzas habían sido depositadas, para mayor ganancia de la entidad.
         La mañana en la que Andreu Casacuberta se dio la vuelta como un calcetín no tuvo nada de especial en su arranque. El desayuno frugal, como siempre, compuesto de café frío del día anterior y un par de galletas reblandecidas. La higiene personal, de mínimos, en la pila, apenas un leve repaso en el torso y las axilas con las manos humedecidas, tratando de desgastar lo menos posible la pastilla de jabón. La ducha era un lujo reservado a los domingos, cuando se ponía su único traje nuevo en su escaso uso, una negra antigualla heredada de su difunto padre, y que aún no había tenido que reforzar con coderas, como las que solía lucir en la sucursal.

         Salió de casa con el bocadillo bajo el brazo, sintiéndose un poco travieso por la perversa novedad que iba a permitirse. Él sí sabía qué era la austeridad y la contención de gastos. Cuando todos sus compañeros salieran disparados en busca de los hogares o las cantinas en las que despilfarraban su salario, él se quedaría a solas, con la única compañía de la mujer de la limpieza, que ya se había acostumbrado a tolerar su presencia y que a veces estaba tentada de pasarle por encima el plumero, como si se tratara de una estatua erigida al oficinista impenitente.
         Cuando todos salieron, Casacuberta abrió el bocadillo como si destapara el cofre que atesoraba su racanería alimenticia. El contenido parecía jugoso, pese a que había utilizado la cantidad justa para untar una leve pátina de aquel mejunje con olor a sardina. Aunque alguien hubiera podido observarle, estaba seguro de que no se habría percatado de que aquel tentempié no estaba hecho de paté al uso, sino que contenía comida de gato. Frunció un poco el ceño, cuando su paladar pareció rechazar aquel sabor a lonja, pero pensó en el ahorro que supondría aquella novedad dietética

         Tras dar buena cuenta del bocadillo, fue al lavabo y orinó en el aseo de las secretarias, una licencia morbosa que se permitía cuando se sentía dueño del edificio. Se enjuagó la boca y regresó a su puesto de trabajo, mordisqueando un palo de regaliz, sentado en su rectilínea silla de madera, repasando los datos de su siguiente víctima.
         Era el típico caso de un descerebrado en busca de otro crédito personal en el que seguir empantanándose. De poco más de treinta años, amigo de un amigo de un sobrino del director, que había accedido a que acudiera a la sucursal después del horario de atención al cliente. Por lo general, por las tardes sólo se recibía a los clientes con posiciones importantes, pero el director había querido dar una lección a su sobrino de forma indirecta, haciendo que la solicitud fuera tramitada por el más implacable de sus empleados.

         Andreu Casacuberta pulía sus colmillos con un mondadientes cuando oyó el timbre de la entrada. Salió a recibir a un joven pálido y sudoroso, vestido con una camisa mal planchada y unos pantalones vaqueros que empezaban a clarear por la zona de las rodillas. Tras el intercambio acostumbrado de fórmulas de cortesía, ambos se sentaron en el escritorio
         — He estado contrastando sus datos personales con los requerimientos que exige hoy en día la entidad, señor Valls. Me temo que estamos muy lejos de llegar a un punto de conciliación.
    ¿Qué quiere decir con eso?
    Verá, su contrato no es indefinido y el préstamo hipotecario lo mantiene con, digámoslo así, nuestra querida entidad rival, cuyo nombre omitiré.
    No, desde luego que el contrato no es indefinido, pero si se fija en la fecha de contratación, llevo más de siete años trabajando por obra y servicio.
    Lamentablemente, no está en nuestras manos resolver la precariedad del mercado laboral, señor Valls. Claro, que podría usted aportar algún tipo de aval bancario.
    ¿Aval bancario? Pero si les estoy pidiendo un crédito de tan sólo seis mil euros para pagar las letras del coche y poder seguir trabajando.
    ¿Tan sólo? Ya veo lo poco que valora usted el dinero, un crédito para pagar otro crédito, muy acorde con los tiempos que corren. Por suerte, las entidades financieras hemos vuelto a la cordura. — Casacuberta sintió un ligero picor tras la oreja y se rascó con un gesto rápido. El bocadillo de Friskas le estaba repitiendo un poco y además notaba un calorcillo intenso que le nacía en el pecho y empezaba a expandirse por todo su cuerpo.
    Ustedes, los jóvenes, se piensan que las peras caen del olmo y que ni siquiera hay que pedirlas. — prosiguió — Pues no, el olmo como mucho da sombra, y ésta no es gratuita.

El banquero bostezó de forma estentórea, asomando la lengua de manera grotesca, mientras arqueaba la espalda y alargaba todas sus extremidades, hasta sentir un placentero crujido. El joven, mientras, había enrojecido, furioso por aquellas muestras de falta de respeto.

    Mire, yo seré joven, pero usted no ha aprendido a tener una pizca de humanidad en todos sus años de trabajo indefinido. Necesito ese coche para seguir trabajando, para dar de comer a mi familia. Tengo esposa y dos hijos.
    Si tuviera usted mascota, podríamos reconsiderar la oferta. —Dijo Casacuberta, entre risitas.
    Cabronazo…
El joven trató de sujetar al oficinista por las solapas, pero éste subió con un ágil e inesperado salto sobre la mesa, tumbando el crucifijo y el retrato materno. Tenía el pelo erizado, como si estuviera bajo el efecto de la electricidad estática.
    Atrévete iluso, atrévete a tocarme a mí o a un solo céntimo de esta santa casa y te marcaré la cara para toda la vida. Estúpido despilfarrador, huelo desde aquí tu olor a perro holgazán.
    Esto no quedará así, presentaré una reclamación al Banco de España. ¡No se puede tratar de esta manera a un cliente!

El joven, espantado, salió sin dar la espalda a aquel viejo loco. Andreu Casacuberta se lamió las manos, bajó de un salto de la mesa, abrió su archivador y esparció todos los expedientes por el suelo, añadiendo el del joven Valls a la pila de legajos. Aún a cuatro patas, inclinó la pelvis hacia adelante, bajó la cremallera de su pantalón y orinó sobre el montón de papeles, maullando de placer.

martes, 5 de julio de 2011

SEPIA

Aquella mañana, su madre tomó una de sus acostumbradas decisiones irrefutables: irían a comer a una fonda de la vecina población pesquera. No había lugar para pataletas o lloriqueos. Una infancia encorsetada por la disciplina y el sometimiento le había enseñado que no servirían de nada, así que se ahorró cualquier muestra de descontento. Mientras se dejaba vestir como un pelele de tres años, intentaba convencerse de que la idea no era del todo mala.

Al fin y al cabo, le apetecía salir de la oscuridad de la casa, de aquel denso silencio surcado por el frufrú de los faldones maternos atravesando las aguas estancadas de su juventud. Su espíritu era tan romántico como cohibido, y trataba de evadirse imaginando viajes imposibles. Pero la realidad era otra. Aquella misma noche había soñado que se ahogaba en los senos perfumados de su madre, mientras su padre, muerto hacía ya más de ocho años, les observaba indiferente, tumbado en un butacón. Era un sueño recurrente y familiar en todos los sentidos, que le dejaba un regusto dulzón en la garganta que parecía perdurar unos instantes tras despertar. Era el empalagoso sabor de la sumisión. Así pues, aquella mañana no le quedaba más remedio que obedecer a su madre, y hoy se le había antojado comer en el puerto.

La principal amenaza de la inopinada excursión era que el pescado le resultaba repugnante. Pero su madre se aferraba a los tópicos alimenticios: insistía en que tenía que comer de todo y que el pescado era bueno para mantenerse ágil y despierto. El pobre desdichado tenía el firme convencimiento de que su madre se deleitaba torturándole, consciente del pavor que le provocaba la ingesta de cualquier ser dotado de espinas. A los seis años, creyó cruzar el umbral de la muerte tras sufrir el ataque de una traidora espina de bacalao en el gaznate. Los años habían pasado y la venganza se aproximaba. Aún tenía dieciséis años, pero pronto la abandonaría, como a un mueble viejo.


Pasaron el día en el pueblo, de tienda en tienda y visitando a los pocos familiares que tenían allí. Al mediodía, estaban hambrientos y cansados. Como era de esperar, acabaron yendo a una posada con vistas al puerto, coronada por un rótulo que anunciaba con orgullo que servían el pescado más fresco de la región.


El joven palideció. ¡Con el hambre que tenía y le esperaba el temido y aborrecido pescado! Una vez dentro, intentó convencer a su madre de que le pidiera un filete de ternera poco hecho, pero ésta se mostraba ágil en el uso de los esperados argumentos. Fue entonces cuando la camarera le sugirió a su madre algo que él no llegó a oír. La que era la sombra de sus días asintió con la cabeza con una media sonrisa en los labios. ¿Habría cambiado de opinión?


- Está bien, hijo. No quieres espinas, pues no las tendrás. – inquietante sonrisa


-Gracias, madre. – murmullo desconfiado


No se lo podía creer. ¡Por fin había cedido! ¿Se estaría dando cuenta de que había crecido, de que ya no era ningún niño? La respuesta llegó emplatada. Unas rodajas de salmón con guarnición de patatas para su madre, y para él….


-¿Qué es esto?


Sobre un plato de borde mellado, se disponía un ser blancuzco, de estructura oval, que se curvaba sobre si mismo, dejando una obscena oquedad en el centro. Uno de los extremos terminaba en un racimo de pequeños tentáculos ennegrecidos, que parecían retorcerse agarrotados por la muerte.


- ¿Me he de comer esto? ¡Madre, se lo suplico! En la vida he visto algo tan repugnante.

- Es sepia a la plancha, no seas tonto. ¿No querías algo sin espinas? Pues aquí tienes. Y quiero ver como no dejas ni una sola pata. – le contestó mientras iba cortando finas tiras de monstruo,  con la ayuda del cuchillo y el tenedor. – Anda, cómete esto


Pese a las protestas, ella misma le obligó a tomar del tenedor que enarbolaba amenazadoramente medio manojo de patas, introduciéndoselo de forma brusca en la boca. Casi al instante supo que iba a vomitar. No pudo hacer nada por evitarlo. Se levantó tan apresuradamente que estuvo a punto de tumbar la mesa, ante la estupefacción de todos los comensales del local. Cuando el joven salió a la calle, no llegó a dar ni dos pasos, antes de arrojar lo poco que había engullido. Aún tenía la cabeza agachada cuando oyó a sus espaldas la voz de su madre.


- ¡Howard Phillips Lovecraft, vuelve inmediatamente y acábate el resto del plato!

Aquella noche, soñó que unos tentáculos le envolvían en un olor dulzón.