jueves, 30 de octubre de 2014

El séptimo beso

Hasta que no pasaron unos cuantos años, no supimos apreciar la vis cómica de la película, no podría decirse hasta qué punto buscada por el Gran Director Sueco. El humor estaba reñido con la trascendencia y por aquel entonces nos gustaba lucir una pose intelectual que ahora considero tierna y candorosa, como la creencia del niño que piensa que no hay persona más sabia que su maestro de escuela. Éramos culturetas de pueblo y ahora hay que reconocer que no estábamos formados lo suficiente como para distanciarnos de la obra y apreciarla en un contexto que ni siquiera conocíamos. Además, nos contagiábamos unos a otros, retroalimentando nuestras opiniones casi siempre concordantes de críticos aficionados y gregarios. Nos obstinábamos en interpretar la película como lo que no era, un monolito plantado como un dedo enorme que acusaba a Dios de su abandono, un homenaje a la Muerte y a la inefable obsolescencia del ser humano: palabras grandilocuentes con las que nos cargábamos de razón y nos sentíamos reguardados tras la pedantería engolada de nuestros jerséis de cuello de cisne. Hablábamos, hablábamos sin cesar y  nos sentíamos imbuidos por un Pentecostés pagano, por aquella Europa que nos había sido negada, todos fantaseando con ser un poco Sartres o Simones de Beauvouirs, obviando el olor a refrito y carajillo del bar en el  que celebrábamos nuestras tertulias. 

El Séptimo Sello era nuestra obra maestra de referencia. En parte, por devoción, en parte porque en el cine del pueblo había una copia cuyo origen desconocíamos, aunque sospechábamos que había sido abandonada allí por un distribuidor enfadado por el escaso éxito comercial del film.  Al menos una vez al año, la película se exhibía para nuestro deleite, pese a ser considerada un mal endémico por  los parroquianos. Un caballero jugando al ajedrez con la Muerte en una playa, la exquisita distinción de La Parca con la nobleza, hablando de tú a tú con el guerrero, mientras los cadáveres de los aldeanos muertos por la epidemia de peste eran apilados como fardos en una carreta, camino de la hoguera, despojados de cualquier dignidad, sin lágrimas que pudieran nacer de aquel miedo descarnado a la ira de Dios. Marga, que escondía el carnet del PCE en la misma caja de zapatos donde guardaba las cartas subidas de tono que le enviaba el cura del pueblo, se atrevió a postular que la película era un alegato encubierto contra la tiranía y que la Peste Negra era un símbolo de la revolución, que igualaba todos los estamentos con su juicio inapelable. La dictadura nos había ensombrecido el carácter y  habíamos olvidado la importancia de la comedia, aquejados de una artrosis del buen humor que nos enquistaba, varados en un discurso en el que nos sentíamos cómodos, repantigados en una disidencia de bar y consignas que no llevaban a ningún sitio. 

Fue Andrés el primero en sugerir que la clave de la película estaba en los siervos, en los comediantes,  en la gente sencilla, aferrada a los placeres más básicos. Más allá del discurso intelectual,   lo que a Bergman le volvían loco eran las mujeres, sólo había que ver el elenco de rubias del que se rodeaba. Marga, por supuesto, tildó la idea de machista y protestó contra lo que consideraba una concepción falocéntrica del arte, que estaba muy superada en los países nórdicos. Ella, que no había estado más al norte de Segovia. 

―Ahora me dirás que la espada del caballero es un cipote.
―Tú búrlate, pero este mundo se ha construido bajo la opresión machista. Sois tan cerriles que juzgáis mis ideas con condescendencia, por el mero hecho de ser mujer.
―Marga ―intervine―creo que en todo momento te hemos tratado como una igual. De hecho, creo que hoy te toca pagar los cafés.
Marga me lanzó una mirada que me hubiera partido en dos, en caso de tener el mismo poder que el afilado borde de una espada fálica, pero aceptó la broma y rebuscó el enorme bolso de punto que llevaba siempre a cuestas, hasta sacar el monedero.
―Los cafés y las copas, que siempre que me toca a mí parece que os entran ganas de calentar el gaznate como si se acabara el mundo.
―El fin del mundo siempre acecha, hay que estar preparado para reírnos de las barbas de Dios―murmuró Andrés, parodiando un sonsonete sacerdotal.
Andrés y yo, sabedores de la historia que se traía entre manos Marga con el cura, nos miramos con malicia, disfrutando del rubor que arrebolaba las mejillas de nuestra camarada.
― ¿Sabéis que os digo? Que no tenéis ni idea de lo que estáis hablando. Bergman es mucho más que unas rubias y unas tetas, para entenderlo hay que conocer a fondo el luteranismo y la obra de Ibsen.
―Esa frase habría que enmarcarla. Podríamos escribir un tratado que se llamara Bergman no son tetas. Seguro que acabábamos dando conferencias en la Filmoteca de París. 

Andrés estaba exultante, pidió otra ronda más pero yo me excusé, porque empezaba a dolerme la cabeza con tanta palabrería barata y yo tenía que madrugar a la mañana siguiente para dar clases en el instituto. Cuando salí del bar, los dejé enzarzados aún con el tema, con una botella de pacharán de por medio. 

No me extrañó verles el fin de semana siguiente cogidos de la mano por la calle.  Se detuvieron un momento y se besaron a plena luz del día. Me dio un poco de apuro haberles sorprendido y me metí de refilón en un portal, hasta que pasaron calle abajo. Desde la oscuridad, sonreí para mis adentros. Lo del cura y la comunista era una historia de sainete y tuvo el final esperado. El sacerdote acabó siendo trasladado a Barcelona, tras la delación al señor obispo por parte de alguna beata de sus relaciones demasiado amistosas con una comunista. Semanas después, Franco perdió su particular partida de ajedrez con la Muerte, sin la dignidad del caballero, convertido en un amasijo de carne que se aferraba a la última pieza de una partida demasiado larga que acabó demostrando, como empezamos a sospechar aquella noche de tertulia, que también la Parca podía hacernos felices.

sábado, 18 de octubre de 2014

Postureo

La librería, situada en una esquina estratégica del barrio de Malasaña, está flanqueada por una tienda de ropa para niños forzosamente alternativos y un hipermercado chino que abastece de algas y litronas al vecindario. Está recién reformada, impoluta, y tan sólo la diminuta mancha que ha dejado una nariz curiosa en el cristal desluce el espectacular escaparate desde el que los viandantes pueden observar el interior, en un ejercicio de vouyerismo que viene dado por el afán exhibicionista de los ocupantes del establecimiento. 

En posición privilegiada, orgullosas y luciendo portada, las novedades editoriales recomendadas por la revista virtual más puntera, aquella cuyo criterio nadie se atreve a rebatir, bien por desconocimiento, bien por simple comodidad. La tipografía de estos ejemplares es menos chillona y burda que la de sus hermanos bastardos, los best-sellers de supermercado y se contenta con mantener un tono más apagado y discreto, que compensa con una elevada carga conceptual en las ilustraciones o fotografías que la acompañan. 

Más allá de la almena de libros del mostrador, unas mesitas redondas, blancas, de madera lacada, sirven de proscenio desenfadado o dentadura dispersa al banquete literario que se celebra a diario en el recinto. Dispuestas de forma caprichosa, esparcidas al servicio de los acólitos como diminutos hongos iniciáticos, se encuentran casi todas ellas ocupadas por los habituales del lugar que, fieles a unas reglas territoriales innatas, se reparten el espacio entre miradas recelosas. 

En el rincón más cercano a la barra mostrador en la que el librero oficia el evangelio del descorche y las recomendaciones, dos jóvenes se estudian con disimulo desde la invisible frontera de timidez que separa sus dos mesitas contiguas. 

Ella viste por completo de negro, un riguroso luto intelectual que contrasta con la palidez de su piel, el rojo furibundo del carmín de sus labios y el negro azabache de su melenita a lo garçon. Un ligero temblor de la cucharilla con la que remueve el té ya frío, que reposa hace media hora junto al libro que ha comprado, denota que no se encuentra del todo a gusto. Balancea de forma nerviosa el pie derecho, convertido en un metrónomo de su desazón. Apenas se le ha visto pasar dos páginas en todo el tiempo que lleva sentada en la librería, más atenta a su móvil y a fantasear con miradas furtivas que pueda lanzarle el librero, que a la lectura. Podría decirse que es hermosa en su hieratismo y compensa la falta de curvas en los lugares estratégicos con una expresión entre lunática y desvergonzada que es anzuelo infalible para cautivar a los cazadores de musas.

Él lleva tiempo tratando de adivinar lo que está leyendo ella pero, por increíble que parezca en un lugar como aquel, la chica mantiene el libro en un ángulo tan obtuso que resulta imposible leer el título. Cada poco, se pasa la palma sudorosa de las manos por las perneras de los vaqueros, asustado por la cercanía de la chica, pero adoptando una pose firme y de un estudiado desinterés, tal y como le han inculcado las innumerables amigas sin derecho a roce que orbitan alrededor de su errática vida sexual. 

Cualquier observador externo consideraría, siendo benevolente, que la situación es ridícula. La aparente frialdad de ella, concentrada en un libro al que no hace caso y la torpeza destilada en sudor de él, contrastan con la desenvoltura casi profesional del resto de clientes, que parecen protagonistas de un anuncio de Fanta. Todo vira en inesperada tragedia cuando el librero anuncia que en unos minutos dará comienzo la presentación del libro, cuyo autor es amigo de la mitad de los presentes, y que pueden acceder ya al sótano. Las prisas por ocupar una silla en primera fila en la que dejarse ver, motiva un pequeño tropel. El chico, casi por inercia, se levanta sin despegar la mirada de la chica y al recoger el libro que tenía sobre la mesa, deja caer inadvertidamente un papelito que ella, agradecida por desentumecer los músculos tras mantener la misma pose de forma prolongada, recoge en un santiamén. 

Ambos enrojecen. Él murmura un agradecimiento ininteligible, antes de salir de forma apresurada de la librería sin recoger la hojita que servía de marcador y ella vuelve a leer lo que hay escrito en ella, un anuncio en el que con grandes letras y una fotografía que parece rescatada de los años ochenta, una señorita de nombre ruso ofrece servicios a domicilio.