sábado, 24 de octubre de 2015

APPLE

Son las diez de la mañana de un sábado de Octubre. En una librería del centro de Madrid, sentado en una mesa diminuta junto al escaparate, un joven de barba negra y espesa hojea un libro de poesía. Lleva casi una hora allí y no ha abandonado en ningún momento su intermitente lectura. Cuando alguien entra en la tienda abre el libro, frunce el ceño y se inclina hacia adelante, concentrado. Al poco, cierra de nuevo las tapas sin haber pasado una sola página y desvía su atención a los transeúntes que desfilan al otro lado del cristal.

En la acera de enfrente, el dependiente chino de una tienda de alimentación forcejea un rato con la cerradura y sube la persiana del local, produciendo un estruendo metálico que es respondido por los ladridos de un bulldog francés que tomaba el sol hasta ese momento en el balcón del piso superior. El chino hace un gesto de desprecio y golpea con la mano abierta la persiana, provocando al animal, que gimotea asustado y se retira jadeando y echando espumarajos hacia el interior de la vivienda.

El joven observa la escena, sonríe y retoma su intermitente lectura, justo en el momento en el que una chica pelirroja entra en la librería. Se queda un momento parada, observa a su alrededor, y se sienta en una mesa aledaña a la del chico, la única que queda libre. Abre un diminuto bolso con la imagen serigrafiada de Audrey Hepburn y saca de él un Iphone y un ejemplar de La Catedral del Mar. Pide un té y se pone a manipular el móvil manteniéndolo muy pegado a su rostro, en perpendicular a su busto.

El lector de poesía mira de reojo a la chica y cierra el libro, mientras recita en voz baja un verso que compara la piel de una condesa medieval con una manzana inmarcesible. Repite en voz alta: manzana inmarcesible, pero pronuncia manzana inmarcecible una tercera vez y una cuarta. Manzana inmarcecible, balbucea con la cara colorada. La chica emite una risita que se entremezcla con el sonido del tintineo de la cucharilla con la que remueve su bebida. En el exterior, el perro ha regresado al balcón y orina sobre la maceta de un bonsái, un manzano en miniatura. Algunas gotas caen a la calle y salpican al chino, que estaba sacando a la acera unas cajas de fruta. Éste maldice en su lengua. La chica de la librería, que se disponía a hacer una foto con su móvil al aedo balbuceante, enfoca al chino, que se ha agachado para coger una manzana.

En tres segundos y catorce centésimas sucede lo siguiente: al girar el dispositivo móvil, la luz del sol se refleja en el emblema plateado de la tapa posterior, deslumbrando al lector; la manzana arrojada por el comerciante meado no alcanza su objetivo y rebota contra la pared; el perro se esconde de nuevo en el interior de la casa, mostrando sus posaderas, en las que justo a la izquierda del ano, tiene una mancha negra en el pelaje con forma de manzana; un artista callejero vestido de Jesucristo pasa por el centro de la calle, coge al vuelo la manzana, sonríe y le da un mordisco sin detenerse, con la mayor naturalidad, sin prestar atención a nada.