domingo, 22 de mayo de 2016

Pelusas

Jaume Castelar era muy exigente a la hora de escoger un hotel, aunque no aplicaba los criterios acostumbrados a la hora de evaluar uno. El establecimiento tenía que reunir las mínimas comodidades para que la estancia no se hiciera insoportable, pero tenía que caracterizarse por cierto grado de descuido y relajación en la limpieza.

No buscaba alojarse en una pocilga, pero sí en un lugar cuya gestión fuera lo bastante relajada para que no extremara la limpieza,  para que al cerrar la puerta tras de sí no se encontrara con la asepsia perfumada  de la mayoría de hoteles, con esa ficción de un espacio a estrenar, impoluto y frío.
A Jaume lo que le gustaba era encontrar restos. Había rincones que no fallaban nunca, como la parte trasera de la taza del baño, o las juntas de las puertas y armarios, pero revisaba también debajo de los colchones y en los desagües, sacaba las cajoneras y levantaba los cojines. Su particular tesoro podía ser un cabello, el ticket arrugado de un parking, un pañuelo de papel reseco o el borde dentado del envoltorio de un preservativo, una nota con la lista de lugares que visitar: escamas desprendidas de unas vidas ajenas, sobre las cuales se complacía en fantasear.

 Tendido en la cama, trataba de concentrar todos sus sentidos para alimentar su imaginación, para tratar de recomponer y recrear lo que habría pasado en la habitación horas antes.  Amantes furtivos, comerciales amarrados al mueble bar, jóvenes parejas, quizás alguien con una enfermedad incurable de viaje en busca de un especialista que le diera una esperanza, niños saltando sobre la cama, centenares de vidas tangenciales con las que nunca se cruzaría, pero cuyas huellas podía percibir, absorber, asimilar. Sonreía, se emocionaba, se excitaba o hacía una mueca de disgusto, palpaba la superficie de los muebles, pegaba la oreja a la pared, se tendía en el suelo como un cadáver rodeado por una tiza, creía reconocer ecos del placer, una tos lejana, palabras provenientes de otras habitaciones que luego él repetía como la salmodia de un culto gris.

Cuando dejaba el hotel, salía a la calle con el ánimo encogido, abrumado por la desnudez de todo aquello que le rodeaba y volvía a caminar sobre el círculo de siempre con la esperanza de que alguien encontrara señales de su vida y le dejara una respuesta, algún mensaje en una habitación anónima que le confirmara que seguía estando vivo. 

sábado, 7 de mayo de 2016

Poema en tres actos

Seré la clau que obre tots els panys
Vicent Andrés Estellés






ACTO I

Llegó a casa eufórico, porque todo reflejo en la mirada de ella había flotado sobre una ensenada amable en la que enterrar para siempre sus miedos. Aquel beso a la salida de la cena de fin de curso, beso furtivo porque la chica de pelo rizado tenía un novio que él presumía adulto y experto, corroboró la precisa concordancia del universo.  No le costó nada escribir el poema, arrastrado por lo que él entendía como amor y no era más que deslumbramiento y afirmación. En apenas diez minutos, tenía ante sí la llave que abría  todas las cerraduras. Aquellas palabras encerraban sonidos que parecían concordar con el deseo, con la partitura balbuceada de un futuro demasiado tiempo postergado y que ahora era luz y presente, tacto y sueño encarnado.

A la mañana siguiente, releyó el poema y pensó que ella merecía mucho más. Repasó los apuntes de métrica y empezó a contar versos tamborileando con los dedos sobre la mesa de su habitación.

ACTO II

En la presentación de su primer poemario, mientras el editor diserta sobre las dificultades de publicar poesía, al poeta le da por recordar aquellos primeros versos dedicados a aquella chica cuyo rostro empieza a desvanecerse por el paso del tiempo y que marchó con su familia a la capital, para no volver jamás. Aquella bisoñez enternecedora con la que escribió sus primeras composiciones no tiene nada que ver con la densa maraña simbólica y conceptual que conforma el libro que tanto le ha costado pulir, en un laborioso y constante proceso de orfebrería textual. Cada palabra, cada combinación de sonidos, cada referencia soterrada tiene un peso molecular insustituible en el entramado del libro, que se muestra como un todo, como un constructo poético que a él le gusta imaginar como un erizo enroscado. Y no anda desacertada la imagen: es un poeta difícil, dicen de él. El mayor de los halagos.

A media noche, después de firmar algunos ejemplares y haber saludado a los corrillos, compuestos principalmente de poetas que no se leían entre ellos, decide volver a casa solo, un poco mareado por el vino. Ya en la calle, oye una voz femenina y se gira.

ACTO III

Su mujer murió hace ya cinco años y le queda la compañía de los libros. Rebuscando entre ellos, encuentra, dentro de un ejemplar de las Metamorfosis de Ovidio, el manuscrito de su primer poema: amarillento, con una letra redondeada que le resulta infantil, inocente. Entiende ahora por qué dejó de escribir poesía justo después de haber logrado publicar, el porqué de la consabida elección del silencio al que se ven abocados tantos poetas.  Las palabras son muletas insuficientes.

El índice tembloroso de su mano envejecida repasa el contorno de aquella caligrafía que le resulta tan ajena y cree sentir, por un instante, el tacto de los labios que crearon aquel primer poema.