jueves, 13 de noviembre de 2014

El periquito

Como despedida, nos regalamos un acuerdo, una forma de afrontar la ruptura como personas adultas, educadas, con las ideas lo suficientemente claras como para sofocar con humor o sentido común los rescoldos de dolor que pudieran asomar en cada frase: por ejemplo ese guiño cinéfilo,  sutil ironía,  de decir que éramos como Woody Allen y Mia Farrow, identificándonos con una relación complicada pero madura, lejos de las convenciones, de la opinión de la gente. Estábamos a años luz de cualquier drama, disfrazamos el fin de la relación como un ensayo acordado y decidimos que podíamos vernos de vez en cuando para tomar un café y reírnos de todo. 

―Porque en el fondo no ha pasado nada.
―Se ha acabado, sin más, estas cosas pasan.
―Podemos seguir siendo amigos.
―La gente no entiende la relación tan especial que tenemos.
Y todo el forraje de frases vacías que hiciera falta para engañarnos.
Pero de nada valía alargar el discurso, cuando la venda era ya lo bastante larga como para cegarnos a los dos y tratar de olvidarnos de lo sucedido y seguir nuestras vidas.

Zanjado el ritual de la ruptura civilizada, no me quedó otro consuelo que aprovechar para lanzarme en brazos de la lujuria, así que acometí la tarea con el brío acostumbrado de quien se siente capaz de todo. Gozaba del respaldo que a mi confianza proporcionaba el  recuerdo reciente de lo que era un cuerpo ajeno bajo las sábanas. Fue vano el intento, porque tres años de relación me habían llevado a un completo abandono de mi físico, que había que reconocer que estaba poco presto a acometer lides carnales con desconocidas.
La inicial seguridad se fue desvaneciendo a medida que las sábanas se enfriaban y yo me estrellaba contra las barras de los bares, desubicado ante tantos competidores, mucho más jóvenes y ágiles en el regate sexual.  Me engañaba fantaseando con que alguna noche encontraría a esa chica prototípica que deseara desplazar las ensoñaciones freudianas con el padre ausente que pagaba su estudio en el centro de Madrid con el primer maduro interesante que le prestara algo de atención. Pero volvía sólo a casa todas las noches, o como mucho acompañado por algún amigo gorrón que se empeñaba en meterse en mi taxi y dar un rodeo inverosímil hasta su casa, para ahorrarse la carrera.

Pasados un par de meses, la rutina laboral y el alivio que proporcionaba a mi subconsciente el hecho de haber dejado de soñar que Carmencita me había dejado por un señor con un bigote tan recio como el que había tenido mi bisabuelo, hicieron que mi vida volviera al tono beige que siempre había tenido. Me entretenía cocinando, haciendo mío el piso del extrarradio al que me había mudado, e incluso me atreví a empezar a decorar la casa a mi gusto. La madurez adquirida tras una corta pero intensa relación impidió que llenara la casa de pósters de mis artistas preferidos, así que compré un par de plantas, toallas buenas para el caso de tener una hipotética invitada, perchas de madera, recias e impecables, con las que orienté todas las camisas en dirección este-oeste, según los consejos sobre feng shui que me dictó una amiga y metí en la casa un periquito.
Carmencita siempre se había opuesto a tener animales en casa, porque ya tenía suficiente conmigo, como le gustaba remarcar cada vez que encontraba un calcetín en el hueco del sofá o me desperezaba apoyándome en las paredes del pasillo hasta sentir una sacudida cervical que me paralizaba con un doloroso y eléctrico placer.  Un perro suponía demasiadas obligaciones y temía no tener tiempo suficiente para sacarlo, sometiendo a la pobre criatura a demasiadas horas de soledad. A los gatos les tenía alergia, no tanto por los pelos como por el cariño desmesurado que le profesaban algunas de mis amigas, expertas en colgar fotos de sus  mininos en las redes sociales, ocultando su rostro con los gatos a modo de velo o embozo.
El periquito, de nombre Pocholo, me lo regaló la portera de la finca, alegando que precisamente el gato que tenía había intentado emular en alguna ocasión a Silvestre, el de los dibujos animados. Aunque el nombre era ridículo, decidí conservarlo para evitar traumas a la criatura y que reconociera de forma más efectiva a su padre adoptivo. Sabía, además de su nombre, decir hala Madrid y joputa, grosería sobre cuyo origen la portera se desvinculaba, alegando que las paredes eran de papel, que era culpa de los vecinos del bajo, que siempre estaban de gresca y que el pobre pajarito carecía de maldad alguna.

El bicho me hizo gracia desde un primer momento. Estaba loco como una cabra y dedicaba la mayor parte del tiempo a darse picotazos contra los barrotes y un pequeño espejo ante el que ejecutaba una suerte de ritual de la locura, o reaggeton aviar, balanceando la cabeza y chocando el pico con su alter ego reflejado. Aunque muchos hubieran juzgado que era demasiado escandaloso, fuera por la luz tenue que utilizaba para leer, o porque el animal intuía que yo necesitaba algo de tranquilidad, cesaba su parloteo en el momento en el que yo me repantigaba en el sofá para leer. No eran estas largas sesiones de lectura fruto de la ausencia de televisión y de la exasperante lentitud con la que mi proveedor de ADSL estaba gestionando el cambio de domicilio, sino una necesidad de evadirme de la realidad. Me gustaba sumergirme de nuevo en los clásicos, reencontrarme con aquellos viejos amigos,  gracias al placer de la relectura, con aquellos autores cuya obra habíamos discutido Carmencita y yo en aquellas largas noches de vino y tertulia. Leía unas pocas páginas y sin querer me acordaba de lo mucho que nos gustaba tal o cual capítulo de aquella novela de aquel autor que uno de los dos había recomendado al otro. Y volvía sin querer a mi mente la imagen de ella, abandonaba la trama, el mundo de las ideas y pensaba en la forma despreocupada en la que se recogía el cabello en una coleta, en cómo ese gesto tan inocente hacía que su pecho, ya de por si voluminoso, se transformaba en un ariete que vencía mis defensas.
Me fastidiaba pensar en ella justo cuando estaba empezando a sentirme libre de cualquier atadura, aunque no fuera como ejercicio nostálgico del pasado, sino como mero objeto de deseo. No echaba de menos la parte intelectual de la relación, sino su culo y sus tetas y eso era algo que no convenía a mi salud mental, y que no concordaba precisamente con la imagen de persona erudita y contenida que tantos años me había costado conseguir. Dejé el libro de Henry James sobre el suelo y contemplé la involuntaria tumescencia que había surgido bajo el pantalón del pijama. Sin acceso a Internet, no tenía a mano el alivio burdo pero eficazdel porno y tampoco me apetecía fantasear con Carmencita. Un ruidito junto a mi oído, me hizo dar un respingo. Levanté la cabeza sofocando un grito y escuché un aleteo, que se detuvo tras unos segundos. Dirigí la mirada a la jaula y mis sospechas se confirmaron: la puerta estaba entreabierta y Pocholo se había escapado.
Por suerte todas las ventanas estaban cerradas, así que no había posibilidad de fuga. Un brochazo azul revoloteó ante mí, para detenerse en el extremo opuesto del sofá, entre mis pies. Pocholo me observaba con su mirada psicótica, círculos concéntricos de locura animal, tan propia de los periquitos. No iba a ser fácil atraparlo sin que su integridad física corriera peligro, así que decidí ignorarle, a expensas de que regresara a la jaula en busca de comida o bebida. Pero el bicho seguía impertérrito, observándome fascinado, sin emitir un solo sonido. Cogí el libro y lo usé como parapeto para espiarle a hurtadillas, pero emitió lo que me pareció un leve sonido de disgusto. Deposité el libro de nuevo sobre mi pecho y empezó a mover la cabeza alborozado, mientras avanzaba por mi pierna izquierda. Volví a usar el libro a modo de barrera y se detuvo a la altura de mi rodilla. Las gafas, al parecer lo que reclamaba su atención eran las gafas; el brillo vítreo le atraía igual que el espejo de su jaula. Reprimí una carcajada, porque el libro actuaba a modo de mando a distancia, deteniendo o avanzando el avance del periquito según mostrara u ocultara mi rostro. Por un error de cálculo, o tal vez por la tendencia de estos animales a posarse en lo alto, Pocholo se detuvo sobre mi entrepierna, que mantenía el volumen de su promontorio para mi sorpresa, pese a lo cómico de la situación. Fue entonces cuando todo se desencadenó. Noté un leve pinchazo en aquella zona tan delicada. Pocholo había estado a punto de caerse por el súbito vaivén provocado por el volumen creciente del bulto en el que se había posado y las garritas con las que se aferró para mantener la posición me provocaron un cosquilleo agradable. A medida que aquello crecía, el pájaro iba clavándose con más y más fuerza y empezó a mover la cabeza de forma acompasada. Sin pensar en nada, morbosamente excitado, provoqué la danza del pájaro moviendo mis gafas sobre el puente de la nariz, enloqueciendo a la criatura con el brillo de los lentes, los mismos con los que tan delicadas lecturas me habían congraciado con el amor desde mi juventud.
En el momento final, lancé un grito sin pensar en lo finas que pudieran ser las paredes, en las cruces que pudiera hacerse la portera o en nada que no fuera carne y dolor, sexo y laceración. Pocholo me soltó un picotazo que provocó el clímax y desplegó las alas, cruzando la sala mientras soltaba  una ristra enloquecida de joputas que abrieron la simbólica puerta de la jaula en la que yo tenía encerrada mi yo más salvaje, esa bestia primigenia que nos hace danzar a todos, como fieras seducidas por brillos ajenos, en busca de un fuego que nos haga sentir vivos.

jueves, 30 de octubre de 2014

El séptimo beso

Hasta que no pasaron unos cuantos años, no supimos apreciar la vis cómica de la película, no podría decirse hasta qué punto buscada por el Gran Director Sueco. El humor estaba reñido con la trascendencia y por aquel entonces nos gustaba lucir una pose intelectual que ahora considero tierna y candorosa, como la creencia del niño que piensa que no hay persona más sabia que su maestro de escuela. Éramos culturetas de pueblo y ahora hay que reconocer que no estábamos formados lo suficiente como para distanciarnos de la obra y apreciarla en un contexto que ni siquiera conocíamos. Además, nos contagiábamos unos a otros, retroalimentando nuestras opiniones casi siempre concordantes de críticos aficionados y gregarios. Nos obstinábamos en interpretar la película como lo que no era, un monolito plantado como un dedo enorme que acusaba a Dios de su abandono, un homenaje a la Muerte y a la inefable obsolescencia del ser humano: palabras grandilocuentes con las que nos cargábamos de razón y nos sentíamos reguardados tras la pedantería engolada de nuestros jerséis de cuello de cisne. Hablábamos, hablábamos sin cesar y  nos sentíamos imbuidos por un Pentecostés pagano, por aquella Europa que nos había sido negada, todos fantaseando con ser un poco Sartres o Simones de Beauvouirs, obviando el olor a refrito y carajillo del bar en el  que celebrábamos nuestras tertulias. 

El Séptimo Sello era nuestra obra maestra de referencia. En parte, por devoción, en parte porque en el cine del pueblo había una copia cuyo origen desconocíamos, aunque sospechábamos que había sido abandonada allí por un distribuidor enfadado por el escaso éxito comercial del film.  Al menos una vez al año, la película se exhibía para nuestro deleite, pese a ser considerada un mal endémico por  los parroquianos. Un caballero jugando al ajedrez con la Muerte en una playa, la exquisita distinción de La Parca con la nobleza, hablando de tú a tú con el guerrero, mientras los cadáveres de los aldeanos muertos por la epidemia de peste eran apilados como fardos en una carreta, camino de la hoguera, despojados de cualquier dignidad, sin lágrimas que pudieran nacer de aquel miedo descarnado a la ira de Dios. Marga, que escondía el carnet del PCE en la misma caja de zapatos donde guardaba las cartas subidas de tono que le enviaba el cura del pueblo, se atrevió a postular que la película era un alegato encubierto contra la tiranía y que la Peste Negra era un símbolo de la revolución, que igualaba todos los estamentos con su juicio inapelable. La dictadura nos había ensombrecido el carácter y  habíamos olvidado la importancia de la comedia, aquejados de una artrosis del buen humor que nos enquistaba, varados en un discurso en el que nos sentíamos cómodos, repantigados en una disidencia de bar y consignas que no llevaban a ningún sitio. 

Fue Andrés el primero en sugerir que la clave de la película estaba en los siervos, en los comediantes,  en la gente sencilla, aferrada a los placeres más básicos. Más allá del discurso intelectual,   lo que a Bergman le volvían loco eran las mujeres, sólo había que ver el elenco de rubias del que se rodeaba. Marga, por supuesto, tildó la idea de machista y protestó contra lo que consideraba una concepción falocéntrica del arte, que estaba muy superada en los países nórdicos. Ella, que no había estado más al norte de Segovia. 

―Ahora me dirás que la espada del caballero es un cipote.
―Tú búrlate, pero este mundo se ha construido bajo la opresión machista. Sois tan cerriles que juzgáis mis ideas con condescendencia, por el mero hecho de ser mujer.
―Marga ―intervine―creo que en todo momento te hemos tratado como una igual. De hecho, creo que hoy te toca pagar los cafés.
Marga me lanzó una mirada que me hubiera partido en dos, en caso de tener el mismo poder que el afilado borde de una espada fálica, pero aceptó la broma y rebuscó el enorme bolso de punto que llevaba siempre a cuestas, hasta sacar el monedero.
―Los cafés y las copas, que siempre que me toca a mí parece que os entran ganas de calentar el gaznate como si se acabara el mundo.
―El fin del mundo siempre acecha, hay que estar preparado para reírnos de las barbas de Dios―murmuró Andrés, parodiando un sonsonete sacerdotal.
Andrés y yo, sabedores de la historia que se traía entre manos Marga con el cura, nos miramos con malicia, disfrutando del rubor que arrebolaba las mejillas de nuestra camarada.
― ¿Sabéis que os digo? Que no tenéis ni idea de lo que estáis hablando. Bergman es mucho más que unas rubias y unas tetas, para entenderlo hay que conocer a fondo el luteranismo y la obra de Ibsen.
―Esa frase habría que enmarcarla. Podríamos escribir un tratado que se llamara Bergman no son tetas. Seguro que acabábamos dando conferencias en la Filmoteca de París. 

Andrés estaba exultante, pidió otra ronda más pero yo me excusé, porque empezaba a dolerme la cabeza con tanta palabrería barata y yo tenía que madrugar a la mañana siguiente para dar clases en el instituto. Cuando salí del bar, los dejé enzarzados aún con el tema, con una botella de pacharán de por medio. 

No me extrañó verles el fin de semana siguiente cogidos de la mano por la calle.  Se detuvieron un momento y se besaron a plena luz del día. Me dio un poco de apuro haberles sorprendido y me metí de refilón en un portal, hasta que pasaron calle abajo. Desde la oscuridad, sonreí para mis adentros. Lo del cura y la comunista era una historia de sainete y tuvo el final esperado. El sacerdote acabó siendo trasladado a Barcelona, tras la delación al señor obispo por parte de alguna beata de sus relaciones demasiado amistosas con una comunista. Semanas después, Franco perdió su particular partida de ajedrez con la Muerte, sin la dignidad del caballero, convertido en un amasijo de carne que se aferraba a la última pieza de una partida demasiado larga que acabó demostrando, como empezamos a sospechar aquella noche de tertulia, que también la Parca podía hacernos felices.

sábado, 18 de octubre de 2014

Postureo

La librería, situada en una esquina estratégica del barrio de Malasaña, está flanqueada por una tienda de ropa para niños forzosamente alternativos y un hipermercado chino que abastece de algas y litronas al vecindario. Está recién reformada, impoluta, y tan sólo la diminuta mancha que ha dejado una nariz curiosa en el cristal desluce el espectacular escaparate desde el que los viandantes pueden observar el interior, en un ejercicio de vouyerismo que viene dado por el afán exhibicionista de los ocupantes del establecimiento. 

En posición privilegiada, orgullosas y luciendo portada, las novedades editoriales recomendadas por la revista virtual más puntera, aquella cuyo criterio nadie se atreve a rebatir, bien por desconocimiento, bien por simple comodidad. La tipografía de estos ejemplares es menos chillona y burda que la de sus hermanos bastardos, los best-sellers de supermercado y se contenta con mantener un tono más apagado y discreto, que compensa con una elevada carga conceptual en las ilustraciones o fotografías que la acompañan. 

Más allá de la almena de libros del mostrador, unas mesitas redondas, blancas, de madera lacada, sirven de proscenio desenfadado o dentadura dispersa al banquete literario que se celebra a diario en el recinto. Dispuestas de forma caprichosa, esparcidas al servicio de los acólitos como diminutos hongos iniciáticos, se encuentran casi todas ellas ocupadas por los habituales del lugar que, fieles a unas reglas territoriales innatas, se reparten el espacio entre miradas recelosas. 

En el rincón más cercano a la barra mostrador en la que el librero oficia el evangelio del descorche y las recomendaciones, dos jóvenes se estudian con disimulo desde la invisible frontera de timidez que separa sus dos mesitas contiguas. 

Ella viste por completo de negro, un riguroso luto intelectual que contrasta con la palidez de su piel, el rojo furibundo del carmín de sus labios y el negro azabache de su melenita a lo garçon. Un ligero temblor de la cucharilla con la que remueve el té ya frío, que reposa hace media hora junto al libro que ha comprado, denota que no se encuentra del todo a gusto. Balancea de forma nerviosa el pie derecho, convertido en un metrónomo de su desazón. Apenas se le ha visto pasar dos páginas en todo el tiempo que lleva sentada en la librería, más atenta a su móvil y a fantasear con miradas furtivas que pueda lanzarle el librero, que a la lectura. Podría decirse que es hermosa en su hieratismo y compensa la falta de curvas en los lugares estratégicos con una expresión entre lunática y desvergonzada que es anzuelo infalible para cautivar a los cazadores de musas.

Él lleva tiempo tratando de adivinar lo que está leyendo ella pero, por increíble que parezca en un lugar como aquel, la chica mantiene el libro en un ángulo tan obtuso que resulta imposible leer el título. Cada poco, se pasa la palma sudorosa de las manos por las perneras de los vaqueros, asustado por la cercanía de la chica, pero adoptando una pose firme y de un estudiado desinterés, tal y como le han inculcado las innumerables amigas sin derecho a roce que orbitan alrededor de su errática vida sexual. 

Cualquier observador externo consideraría, siendo benevolente, que la situación es ridícula. La aparente frialdad de ella, concentrada en un libro al que no hace caso y la torpeza destilada en sudor de él, contrastan con la desenvoltura casi profesional del resto de clientes, que parecen protagonistas de un anuncio de Fanta. Todo vira en inesperada tragedia cuando el librero anuncia que en unos minutos dará comienzo la presentación del libro, cuyo autor es amigo de la mitad de los presentes, y que pueden acceder ya al sótano. Las prisas por ocupar una silla en primera fila en la que dejarse ver, motiva un pequeño tropel. El chico, casi por inercia, se levanta sin despegar la mirada de la chica y al recoger el libro que tenía sobre la mesa, deja caer inadvertidamente un papelito que ella, agradecida por desentumecer los músculos tras mantener la misma pose de forma prolongada, recoge en un santiamén. 

Ambos enrojecen. Él murmura un agradecimiento ininteligible, antes de salir de forma apresurada de la librería sin recoger la hojita que servía de marcador y ella vuelve a leer lo que hay escrito en ella, un anuncio en el que con grandes letras y una fotografía que parece rescatada de los años ochenta, una señorita de nombre ruso ofrece servicios a domicilio.  


jueves, 18 de septiembre de 2014

LENGUA Y TORTILLA





― Inyéctale un pincho de tortilla y quédate fuera.

El compañero obedeció y salió a vigilar que nadie se acercara a la puerta que daba acceso al pasillo, no sin antes dirigir una mirada de desprecio al prisionero. Mientras mascaba nicotina sintetizada, Tarik Romero fantaseó con las medallas que se colgaría cuando el guiñapo que tenía ante sí confesara el sacrilegio. Los miembros del Comité estaban extremadamente nerviosos desde el  robo de la partitura del Himno Nacional, una grave ofesnsa que había desencadenado la revuelta. Habían logrado contratar a la mejor de las medusas canoras del planeta Murango para el acto refundacional de la nación, así que causó una  grave conmoción la desaparición de la partitura con la letra y los acordes que tenían que aunar a todo un pueblo.

Tarik, hijo de colombiano y senegalesa, tenía bien claro el concepto de patria. Consistía en una forma particular de cocinar, de hablar y de repartir hostias. Los casticistas como él se habían volcado con fanática dedicación a la ardua tarea de recuperar el español sin tener noción alguna de  de Etimología, Gramática Histórica e incluso caligrafía. Partían de una base fidedigna y cuya autenticidad había sido contrastada, eso sí. Los viejos manuales y diccionarios se habían perdido para siempre tras las leyes monolingües continentales, pero contaban con unos valiosos tesoros lingüísticos, rescatados de la basura acumulada en el sótano en el que ahora mismo se encontraban: la carta de un viejo restaurante de Carabanchel especializado en tapas, un catálogo del Corte Inglés y una copia holográfica de un partido de la Selección Española en el mundial de fútbol de Corea y Japón, que fascinaba a todos por la virilidad de Camacho, el entrenador. Durante meses, los insurgentes neoespañolistas habían registrado cada una de las palabras que encontraron en estos documentos, con una meticulosidad casi religiosa, propia de un lexicógrafo profesional.

Pero las palabras aprendidas se utilizaban caprichosamente. Se tenía más en cuenta su eufonía que razones estrictamente lingüísticas. Había sido una ardua tarea, secreta, silenciosa. Forjaron una nueva normativa desde la clandestinidad y la ignorancia. Los referentes que habían surgido desde la desaparición del español eran bautizados  por un comité de ociosos. Así, un convector de energía negra era un regate  o el material sintético con el que se elaboraban las sensuales cabinas sexuales era llamado callo con chorizo. Lo importante era recuperar una lengua genuina, aunque fuera deficitaria, porque detestaban el suomisajón, el idioma con el  que habían sido juzgados. No iban ahora a detenerse en nimiedades. Y si a una inyección había que llamarle pincho de tortilla, se hacía uso del término sin remilgos.

Rescatada la lengua y reinventada la bandera con una sábana bajera, todo parecía dispuesto para llevar a cabo la reinvención de la patria. Tras una dura y breve lucha contra el opresor, los insurgentes habían conseguido hacerse con el poder, gracias a un derramamiento de sangre provechoso y a la crueldad de rigor con el vencido. El siguiente paso era imponer una lengua, una bandera y un himno. Tarik  se veía ya con el rojo de la selección cubriendo su negra piel, como un togado senatorial de la antigua Roma. El Comité había decidido que los componentes del gobierno irían vestidos como los chicos de Camacho: furia, raza, entrega. A partir de esas tres ideas habían redactado entre todos el himno que ahora había desaparecido. Bajó de las nubes y se concentró de nuevo en el pelele que temblaba a su lado, víctima de la ira neoespañolista que buscaba merecido desahogo en las carnes del principal sospechoso.

El prisionero no hablaba  neoespañol, así que el interrogatorio se había limitado al monólogo de violencia propio de estas situaciones. Tenía el rostro hecho un mapa, después de tanto tortazo a  mano abierta y tantos chicles de nicotina aplastados sobre su piel. Estos no quemaban como los cigarrillos, pero tenían un efecto humillante. En el interrogatorio habían participado entusiastas rebeldes dispuestos a palpar la cara al cautivo, pero el que llevaba la voz cantante era el negro Romero. El pobre desdichado suplicaba  más que respondía en suomisajón. No entendía qué era aquello del pincho de tortilla, ni de qué himno le estaban hablando. Llevaba horas atado en un pequeño habitáculo de la base de operaciones de los conspiradores, el sótano de un viejo edificio en el centro de Madrid. Cuando Tarik consideró que el suero que le habían inyectado debería haber hecho su efecto, reanudó el interrogatorio. Lo que sigue, es una interpretación aproximada al nivel comprensivo del lector.

Sabemos que has robado la partitura del himno. Eso es un hecho. Otro es que vas a sufrir como no nos digas dónde está. Te sacaremos los callos y el chorizo.
No sé qué dice, por favor, desáteme. ¡No he hecho nada!
Quizás pensabas que podías huir en tu plato combinado o hacernos falta por la espalda con ese pincho moruno que escondías en tu Semana Fantástica. Pero de eso nada.
― ¿Eh?
¡Mierda de suero! Debería haberte hecho efecto ya. ¡Con dos cojones, con dos cojones! ¿Pero tú sabes lo que cuesta entrar en la selección, desgraciao? – le espetó mientras volvía a abofetearle.

En realidad, el supuesto suero de la verdad no era más que un laxante. No era de extrañar que la inyección no le hubiera soltado la lengua del interrogado, sino que relajara otras partes de su anatomía.

¡Yo sólo me ocupo de limpiar las habitaciones, déjeme en paz! gimoteó el prisionero antes de ponerse a llorar definitivamente.

Tarik salió de la habitación disgustado. Empezaba a oler mal allí. El resto del edificio mostraba las secuelas de la batalla que había tenido lugar horas antes. Restos de mobiliario destrozado, medicamentos esparcidos por el suelo, cristales rotos y sangre por doquier. Sus compañeros de rebelión le respetaban, pero en sus rostros se reflejaba el miedo que provoca adivinar la duda en la mirada del líder. Uno de ellos sostenía algo en las manos.

Tarik, no creo que cante.

La medusa canora, una sepia que habían encontrado en el congelador de la cocina, parecía poco dispuesta a esperar el hallazgo de la partitura para emitir su bello canto.  Sus tentáculos colgaban lacios de la mano del camarada. Tarik la cogió con aire circunspecto y se dirigió a sus compañeros.

Camaradas, sin himno ni diva no hay nada que hacer. No hay enemigo pequeño ni rebaja moral más sorprendente que esta. Pero será mejor que nos vayamos a dormir. Ya vendrá una nueva Primavera al Corte Inglés.

Cuando llegó la policía, no encontró resistencia alguna. Los alborotadores dormían relajados en sus habitaciones. El encargado de la limpieza fue hallado en la enfermería atado de pies y manos sobre un charco de heces y orina. No se supo nada del himno, ya que la partitura había sido arrojada a la basura como un papelucho más la semana anterior al limpiar las celdas.

Los encargados del hospital psiquiátrico nunca hubieran podido prever las consecuencias del hallazgo de material en español por parte de un interno con esquizofrenia paranoide. No se llegó a saber cómo un residente podía haber accedido al sótano, como nunca se alcanzaron a conocer los trapicheos entre Tarik y uno de los guardas a cambio de nicotina sintetizada. Por suerte, el adalid mestizo no se había agenciado el material más peligroso, una pila de revistas del corazón que llevaban años apiladas en uno de los rincones del subterráneo.

Las consecuencias podrían haber sido mucho peores.