jueves, 26 de junio de 2014

EN SU PUNTO



Todavía se siente como el niño que incordiaba a su madre mientras cocinaba, preguntando por cada uno de los pasos de la alquimia alimenticia, que para entonces era una amalgama de desconocimiento, curiosidad y atracción pirómana por usar los fogones.  Prueba el caldo con la cuchara de madera y corrige con un pellizco de sal, el justo exceso para que el arroz lo absorba. La presencia del conejo en el sofrito da el toque de dureza necesaria, que compensa con la dulzura del garrofó y el fondo horizontal pero necesario del pollo en el paladar. Ahora que todos los ingredientes se hermanan en la paella, en ese pequeño infierno dantesco de hervores y penitencia compartida, es el fuego el que cobrará protagonismo, regulador de la justa proporción entre caldo y cocción.

Recuerda sus primeros arroces de adolescente,  quemados y a la vez pasados, regados con alcohol en las acampadas con los amigos,  el momento en el que sus padres lo consideraron lo suficientemente mayor como para dejarle solo en casa, en su enfurruñamiento de falso misántropo, sin necesidad de dejarle la comida preparada y, mucho más reciente, cuando cogió el relevo al mando de la cocina, porque no había más remedio. Hace mucho que no se le pasa el arroz, o que el socarrat se convierte por descuido en el amargo desastre del quemado, pero en justa correspondencia a sus habilidades, se ha vuelto el más exigente de sus críticos. Por mucho que los amigos alaben el sabor y textura de sus arroces, sabe que aún están lejos de alcanzar el punto exacto.

Por eso mismo, cuando después de los aperitivos y la tertulia insustancial y necesaria, un ingrediente más para dejar reposar el arroz, prueba con gesto escéptico la primera cucharada, una amargura le rompe desde muy adentro. Esta vez no hay dudas: está mejor que nunca. Su satisfacción se enlaza de inmediato con la tristeza y reconoce en el brillo de satisfacción de la mirada de los suyos, en el escueto elogio de su padre, en el silencio de todos mientras rascan el fondo del paellón que comparten, que su madre se aleja ya para siempre, que ese arroz es digno de ella, que con cada cucharada su recuerdo da un paso atrás, con una sonrisa en los labios.