jueves, 8 de septiembre de 2011

DESGRAPADOS

   Oye, la grapadora…
— Está donde la dejaste, sobre la caja de folios.
— Ya, pero no tiene grapas, ¿no tendrás unas pocas? Ya sabes que cuando hay que pedir material arriba, Joaquín no hace más que protestar.

Él rebusca en el cajón de su escritorio con una media sonrisa, que no es tal, sino músculos en acción, logrando una torsión adecuada de los labios, que codifican un gesto de complicidad rutinaria, pero que ella malinterpreta como una señal de amabilidad, una pista que traduce en su propio beneficio como un leve indicio de afecto. Se siente halagada por el hecho de que él haya estado atento, que sepa dónde había olvidado
la grapadora. Se lo imagina siguiendo sus movimientos distraídos, tal vez atento a lo bien que le sienta la nueva falda. Mira a su alrededor. La oficina es pequeña, pero todos parecen estar inmersos en su trabajo, atemorizados por la presencia del supervisor y por la precariedad de sus puestos. Tiene una ocurrencia. Todos ellos no son más que alevines en un mar revuelto, en el que escualos famélicos se ponen de acuerdo para alimentar a los grandes buques balleneros con la carne del más débil. Ella sonríe para sus adentros, sabe que la capacidad para fabular es una de sus grandes virtudes, oculta a los ojos más simples, a la espera de que alguien sepa valorarla, de descubrir el tesoro que guarda su corazón. Sus amistades le dicen que debería dar un paso adelante, atreverse a presentar a sus superiores alguna de las cosas que escribe. Ella teme que descubran que las escribe durante el trabajo, cuando finge que repasa de nuevo el trazado de filas y columnas de las tablas de Excel que componen su particular prisión. A ella no le importa medrar en la empresa, sino ser reconocida, valorada, estimada. En especial, por el chico alto y de anchas patillas.

Teme haber sido un poco descarada, que él se haya dado cuenta de que la pregunta sobre la grapadora era una excusa para entablar conversación. Especula y se atreve a deducir que bajo aquella sonrisa se oculta un interés auténtico. A ella no se le escapan esas cosas. Él fue el primero en aprender su nombre, en sentarse a su lado en el comedor, aunque luego no le dirigiera una sola palabra, con la mirada clavada en el tupper, ambos masticando en silencio.

Ella le ama, no es necesario alargar mucho más
la exposición. Considera que él merece un puesto mucho mejor, que está demasiado cualificado para ejercer un trabajo meramente administrativo. Por supuesto, piensa todas estas cosas porque es joven, porque es ingeniero, porque es atractivo. En el fondo, porque es el único hombre menor de cincuenta años de su departamento y porque nunca ha tenido novio.
Al otro extremo, él se columpia en su inseguridad, teme que ella se le acerque con alguna intención oculta. Le han ascendido recientemente y no quiere perder su posición por un lío de faldas. Sería algo impropio de él, tan seguro en su carrera profesional, y a la vez tan apocado en su vida privada; en su vida privada de afecto. La soledad le ha enseñado a colocar el exponente del deseo insatisfecho sobre la base de cualquier indicio de acercamiento, provenga de donde provenga, por muy leve que sea. En este caso, ella le pone nervioso, porque parece estar siempre en tensión, como si estuviera a la espera de que alguien diga algo desagradable sobre su aspecto o su forma de vestir. La ha observado y cuando cree que nadie la ve relaja el gesto, esa sonrisa reseca que luce a todas horas, y su rostro parece transformarse: durante un breve interludio dramático: se convierte en una mujer amargada, las patas de gallo se le acentúan como los pliegues de una sábana y parece conversar consigo misma en voz baja. La ve accesible en su brusquedad y él compone escenas de un sexo brusco y repentino por las noches, excitándose más por el aumento de probabilidades que por la carne que imagina.

La rutina diaria contrarresta cualquier fantasía, por mucho que ella busque el encuentro y construya destinos imposibles y él se masturbe por las noches recreándose en supuestas facilidades. Así que se acomodan en sus puestos de trabajo y dilatan sus quehaceres hasta el fin de la jornada, tratando de no molestar, para no ser molestados. El resto queda en manos de la iluminación fluorescente de la sala, del parpadeo imperceptible de los monitores, de la letanía de los correos electrónicos, de la carcasa del lenguaje corporativo, de las normas de protocolo y cobardía, de la seguridad laboral, de los estándares de calidad que se saben inútiles, del zumbido de la fotocopiadora, de las miradas desviadas hacia la única ventana, y del correteo del ciempiés que camina sobre todos los teclados, escribiendo un mensaje incomprensible de renuncia.