jueves, 5 de mayo de 2011

DE ANO, ANILLO

(Una chorrada tolkineana para el taller de El Bremen)


Cuando Ferdinando Soto acabó de vomitar, le pareció que las carcajadas de los enanos seguían resonando en las entrañas de la montaña a  la que estos le habían conducido para abandonarle a su suerte. Parecía una mala jugarreta del destino que alguien como él, aferrado a las tradiciones de los medianos, que convertían en imprudencia traspasar la frontera invisible que marcaba la vista desde la plaza central de Hobbiton, fuera a acabar sus días en el mismo lugar en el que el legendario Bilbo Bolsón había corrido tantas aventuras.

Y aunque su naturaleza era resistente y sufrida como la curtida planta de sus pies cubiertos de pelo, Ferdinando no podía dejar de pensar que sobrevivir a aquella experiencia no había sido más que un espantoso interludio, una broma de mal gusto antes de desfallecer por completo, perdido en la oscuridad de aquella garganta laberíntica, en la que iba a encontrar una muerte estúpida y humillante.

Hasta ahora no se le había pasado por la cabeza la posibilidad de estar siendo víctima de la trapacería de los enanos. Y lo que más le costaba asumir era el hecho de haber desatendido las advertencias de sus amigos y familiares, que le habían rogado encarecidamente que prestara oídos sordos a las proposiciones comerciales de aquella raza dura y artera. Se reconocía ridículo en su pretensión de trascender, de alcanzar la fama legendaria de los Bolsón. Y sospechaba que todos los objetos que le habían hecho recopilar para llevar a cabo su proyectada gesta habían sido producto de las retorcidas ocurrencias de aquellos malditos barbudos.

Porque no tenía sentido alguno que para viajar hasta la Montaña Solitaria, ahora que los hombres campaban a sus anchas por la Tierra Media y habían aplicado con eficacia las técnicas de deforestación de los orcos para construir calzadas intercomarcales, tuviera uno que ir ataviado con atavíos élficos, bastones mágicos, y aquellas insípidas lembas de imitación que ni sabían, ni saciaban.

Aquel tipo de viajes, ahora lo tenía claro, servían para poner a prueba la viabilidad de las transacciones comerciales entre las distintas partes del mundo conocido. Los hombres, avezados en el uso de la espada, pero torpes en el campo de las letras o los negocios, dependían de la estrategia de los enanos para establecer un sistema satisfactorio de distribución de las riquezas que creían atesorar. Porque los auténticos vencedores tras la caída de Sauron habían sido los usureros. Desaparecidos los elfos en las lejanas orillas del Oeste del Mundo, y con ellos su lánguida altivez de raza antigua, los humanos quedaron a expensas de la codicia de la fornida raza de Balin. La reconstrucción de las grandes ciudades como Minas Tirith exprimió las arcas del reino, exiguas tras décadas de una guerra que había asolado los campos y por el temor a un posible resurgimiento del Señor Oscuro, que convirtió en peligrosos todos los caminos.

Pero Ferdinando Soto sospechaba que no sólo había existido un propósito comercial en el periplo que acababa de protagonizar, sino una sed de venganza tan cruel como infantil por parte de los enanos, que odiaban a los hobbits no sólo por ser más altos que ellos, con el odio que se reservan los mediocres entre si, sino por haber sido los grandes protagonistas de la gesta del Anillo.

Las sugerentes promesas que le habían formulado los enanos en sus visitas a la  vieja taberna del Pony Pisador habían girado en torno a las posibilidades de recuperar fama y renombre para La Comarca, y para su linaje, con la consecución de una nueva proeza, en la que el manjar prometido era el gran tesoro del descendiente del Gran Gusano, el dragón Smaug. Raza de titánicos reptiles alados, el último dragón sobrevivía en el corazón de la Montaña Solitaria, a expensas de que el enésimo héroe o ladrón consiguiera traspasar sus laberínticas entrañas y la coraza escamosa de la fiera.

Acabó haciéndoles caso y fueron largas y numerosas las peripecias hasta lograr su objetivo. La peste. Fue la peste la que le devolvió a la realidad. Tenía la sensación de que nunca iba a poder librarse de aquel olor nauseabundo, que le iba a cubrir de forma indeleble, convirtiéndose en la prueba irrefutable de la ignominia que acababa de cometer. Los enanos le habían convencido de entrar a solas en la cueva del tesoro, bajo la penumbra rojiza que producía el resuello del dragón. Las indicaciones habían sido claras. Según ellos, el reptil era incapaz de percibir el olor corporal que desprendían los medianos, una falacia que creyó a pies juntillas y que le infundió el coraje suficiente para colarse en el cubil de la fiera. El gran anillo de oro. El objetivo de todo aquel viaje era buscar y traspasar gran anillo de oro membranoso, que daba acceso a la sala en la que se encontraba el último de los Silmarils, el cristal que el mismo Beren había llevado sobre la frente, portador de la luz del Oeste… Pero encontrado y ultrapasado el dorado umbral que daba acceso a aquella joya de otro mundo, nacida de la luz del Árbol Blanco, Ferdinando Soto no encontró más que una oscuridad nauseabunda que le envolvió y de la que no pudo escapar hasta pasadas varias horas.

Inmerso en aquel encierro carnoso, pudo oír no sólo los gemidos de placer de la bestia, que aumentaban cada vez que el mediano se esforzaba por salir braceando como si tratara de evitar ahogarse en las aguas del río Brandovino, sino las amortiguadas carcajadas de los enanos, que irrumpieron al instante en la sala para empezar a cargar los numerosos tesoros que se encontraban esparcidos por doquier.

―Te conseguimos el juguete que buscabas para saciar tu placer insatisfecho, lagarto afeminado, es justo ahora que recaudemos lo convenido. Como te profetizamos, tan solo tenías que mostrar tus accesibles posaderas, doradas por el polvo de oro que te sirve de lecho y esperar el advenimiento del mediano.

― Justo es que obtengan los señores enanos lo acordado ― rugió la voz del dragón, con un leve tono de satisfacción.
Cuando, muchos años más tarde, los jóvenes hobbits le pedían a Ferdinando que les contara la historia de cómo había conocido al último dragón, les reprendía por creer en viejas leyendas y seguía envuelto en el humo de su pipa, asegurando que él jamás había salido de los amables confines de La Comarca.





Robert Llopis, 2011