miércoles, 5 de octubre de 2011

Álex


Hace más de quince años, entre el lapso de dos muertes maternas que iban a unirnos,  mi mejor amigo se suicidó. Cincuenta metros y una barandilla baja: una vieja tradición alcoyana. Era demasiada muerte para tanta juventud, apenas veintiún años madurados a fuerza de un nihilismo innato y destructivo, que se callaba entre risas. Se quedó atrás, fijado para siempre en su lacónica reserva, en su aridez de tímido reconvertido, parapetado tras la dureza de los grupos de heavy metal.  Algunos, aferrados a la nostalgia, seguimos compartiendo gustos con él y, como si prosiguiéramos una de aquellas interminables conversaciones entre cáscaras de pipas, muñequeras de clavos, elfos y baloncesto, pensamos en los acordes y en las discografías que  no debieron ir más allá, en las películas de aquel libro que nunca entendimos por qué no se llevaba a las pantallas, en españoles jugando como rusos y yugoslavos al baloncesto, en las risas que no llegamos a echarnos, en todo lo que se ha perdido el caminante que decide quedarse en casa, cerrar la puerta con llave y apagar las luces para siempre.