viernes, 30 de junio de 2017

La encimera


Confundí la tristeza con desidia y me entraba una rabia sorda cada vez que veía los restos de grasa en la rejilla de la encimera de la cocina. No entendía que mi madre, que siempre había sido escrupulosa con la limpieza, descuidara la presencia de signos de dejadez tan evidente. A mi padre le gustaba cocinar la paella de los domingos y ella recogía siempre el estropicio que dejaba a su paso, atento sólo al sofrito y al punto del arroz e ignorando salpicaduras, manchas y restos de comida. Era una función semanal con un guion ya asumido por todos. El único halago verdadero era el silencio que se producía cuando el arroz salía especialmente rico y todos engullíamos, horadando con afán en el recipiente, en busca del anhelado socarrat. Pero, quitando esa prerrogativa semanal, la cocina era territorio de mi madre. Aunque desde bien pequeña me mostraba dispuesta a ayudarla, ella siempre rehusaba, alegando que podía cortarme y que ni se me ocurriera acercarme a los fogones, aunque estuviera haciendo una simple pechuga a la plancha. Llegué a pensar que no cedía un ápice para justificar la sempiterna queja al acabar de recoger la cocina y echarse a descansar en el sofá a ver la novela de turno, con el privilegio acordado de que nadie osara sugerir que cambiara de canal. Cuando estaba especialmente enfadada, arremetía con la sosa cáustica y dejaba como los chorros del oro los fogones, repasando si hacía falta la rejilla con un cuchillo. Si la veíamos hacer eso, lo mejor era salir de casa sin hacer ruido al cerrar la puerta.

Mi padre murió de un infarto al poco de irme yo a vivir con Alberto, una muerte repentina y discreta, efectiva, sin grandes ruidos, como había sido toda su vida.  Y aunque ella nunca dejó escapar la más mínima insinuación de que se sentía sola, no pude evitar sentirme culpable y empecé a visitarla más a menudo. Ella, que siempre había sido de guisos de cuchara, de los de hervor paciente y sostenido, comentaba que ya no tenía sentido cocinar para ella sola  y no pocas veces me recibía impregnada en el olor inconfundible del pescado congelado. Me daba rabia verla ganar peso paulatinamente y le decía que no podía seguir así, que tenía que echar para adelante, que pensara en cambiar de casa, en viajar un poco, que necesitaba un cambio. Ni que decir tiene que no le interesaba nada de eso. Tenía un par de amigas de misa y café y poco más.  Sin darme cuenta, empecé a reñirla, como si fuera una cría. Me enfadaba por tonterías y un día le dije de todo por cómo tenía la cocina. Ella se encogió de hombros y volvió a decir que a ella le daba igual y que nadie iba a verlo. Yo no soportaba lo que interpretaba como un reproche velado y, harta ya de ver las gotas de grasa colgando como estalactitas de dejadez de los hierros, me puse a limpiar como una loca, refunfuñando entre dientes, sin darme cuenta de que no hacía sino replicar una conducta heredada.
A partir de ese día, me emperré en hablarle de la vitrocerámica, de sus ventajas, de la facilidad de limpieza, de que así se evitaba el peligro del gas, que de un descuido no nos salva nadie y que si conocía a un amigo de Alberto que trabajaba haciendo reformas de cocina y que nos podía hacer un presupuesto muy ajustado y que calla mamá, que de esto ya me encargo yo.
Ella alegaba que las amigas le decían que no era ni de lejos lo mismo que el fuego, que el arroz no se quedaba igual, que era más difícil conseguir el punto y yo, con esa crueldad que se muerde la lengua demasiado tarde, le recordaba que, como ella misma decía, apenas cocinaba y que de  hacía mucho que no comíamos paella, que como las de papá, ninguna. Así que ella calló y me dejó hacer.

                El primer día parecía ilusionada, expectante. La curiosidad parecía haberle hecho abandonar sus reticencias. Se mostró muy atenta a las instrucciones del técnico y la sorprendí leyendo detenidamente las del manual de la vitro. Ese día cociné yo y le enseñé los pequeños trucos, como manejar los niveles de intensidad y aprovechar el calor acumulado para apagar el fuego antes de tiempo. Así ahorras luz. Y este es el producto para limpiarla, verás qué fácil, nada de rascar.
Me sentía satisfecha, reconfortada por haber introducido una novedad en su vida. Tuvo que reconocer que aquella superficie plana y sin recovecos era mucho más práctica que la vieja cocina de gas. Me relajé. Poco a poco, empecé a espaciar las visitas de nuevo y acabaron siendo de nuevo semanales. Parecía haberle pillado el punto a la vitro y volvió a guisar como antes. Alberto, aunque era de buen comer,  iba un poco a regañadientes, cansado de que mi madre siempre nos preguntara que cuándo la íbamos a hacer abuela, que se sentía sola y ella se encargaría sin problema de cuidar de la criatura cuando estuviéramos trabajando. Hacía mucho que lo estábamos intentando y era un tema delicado, así que Alberto empezó a excusarse y, por no dejarle sola, acabamos yendo una vez al mes.
No fue un cambio repentino, pero al verla menos a menudo, noté que se estaba dejando llevar de nuevo. Se notaba en la cocina, mi obsesión adquirida. Olía de nuevo a frito requemado y los círculos blancos eran cada vez menos visibles y se iban ennegreciendo poco a poco. En cada visita, un poco más, hasta que se volvieron indistinguibles. Yo se lo reprochaba y Alberto me decía que la dejara en paz, que ya era mayor y que lo mejor era que contratara a una mujer que le limpiara una vez por semana. Ni siquiera cocinaba cuando íbamos a comer y encargaba un pollo asado.

Hemos decidido alquilar la casa.  Nadie va a querer comprarla y no tenemos suficiente dinero para reformarla de arriba abajo. Vendrá una chica a hacer la limpieza a fondo, antes de poner el anuncio, pero de la cocina quiero encargarme yo por última vez. Por mucho que ventile, no logro que el olor a refrito se desprenda de las paredes.  Mientras froto la placa con la rasqueta, sudando, enfurecida sin saber muy bien por qué, me parece ver el reflejo de mi madre en la negrura del vidrio, reprochándome por última vez que, aunque parezca lo contrario, hay recuerdos que no son tan fáciles de borrar. 

sábado, 10 de junio de 2017

Promoción


Julián Camarillo, oficinista vocacional,  no ha roto un plato en su vida. Hombre prudente y apocado, cuarentón de los de madre en casa y novia inexistente, se distingue por no distinguirse. Por eso, cuando su responsable le comunica que va a prejubilarse y que ha pensado en él para sustituirle, no puede evitar una mezcla de sorpresa y de disimulada satisfacción por lo que piensa que es la merecida recompensa por su gris pero impecable trayectoria profesional.

—Un puesto de esta responsabilidad debe desempeñarlo alguien que sepa discernir lo personal de lo laboral y creo que siempre has sabido mantenerte al margen de cualquier circunstancia ajena al trabajo.

Desde luego, Julián mantiene las distancias con sus compañeros, si bien no tanto por mérito suyo, como por decisión ajena, ya que siempre había sido considerado un bicho raro al que nadie se le ocurría hablar de nada que no fuera trabajo. No tiene afiliación política, deportiva o sexual conocida. Se limita a cumplir de forma escrupulosa sus tareas y no se le conoce ni una ausencia, ni un mísero retraso que eche a perder su impoluto expediente laboral. Ante todo, su actitud se debe a una educación a la vieja usanza, austera, basada en la importancia del cumplimiento del deber, del respeto a la autoridad, a sus superiores, en el sentido estricto de la palabra. Se siente inferior en un mundo en el que gente que no conoce su nombre puede un día tomar la decisión de borrarle, de mandarlo al pozo oscuro que supone el desempleo para alguien de su edad.
            Todo esto, que pudiera parecer el  retrato preciso de un individuo, no es más que el patrón de uno de tantos prototipos en los que se acomoda el ser humano, un marco en el que encajaba a la perfección una personalidad cincelada a base de necesidades y rutinas. Reconozcamos que Julián no es nadie especial y que apenas merece dos brochazos para esbozar el garabato de su avatar. Partiendo de esta premisa, nos podremos ahorrar detalles intrascendentes de su historia y centrarnos en la gradación del gris al negro, del anonimato laboral, al miedo a estar en el punto de mira y pasar de repente a la oscuridad por una mala decisión. Y es que, sin necesidad de caer en tópicos moralistas, la metamorfosis que sufrirá Julián es de una previsibilidad y rigor casi científicos. Inicialmente a su pesar, y de la mano de un innegable temor disfrazado de prudencia por el poco tiempo que lleva desempeñando sus nuevas funciones, acatará sin rechistar las directrices de sus superiores, aunque le parezcan ridículas. En una segunda fase, se acostumbra a la insensatez y evalúa tan solo las consecuencias de sus acciones en los sumatorios contables. Más tarde, se refina. Aprende rápido a tergiversar el lenguaje, llamando optimización a los recortes y plena disposición a la explotación. Espolvorea sus correos electrónicos con términos empresariales en inglés, aprendidos en formaciones de gente que asiente con la cabeza mientras dormita. Se complace al percibir cierto temblor en el tono de voz de sus hasta ahora compañeros cuando los llama a su despacho y los pone a prueba para comprobar sus capacidades, camuflando de urgencia y prioridad tareas del todo dispensables. Julián ya no es Julián, es el responsable, un cargo, una firma autorizada. El hombre promocionado, que ha pasado del gris al gris, se cree letra mayúscula en un mundo de números prescindibles.