viernes, 10 de mayo de 2013

DOLL



A Jilll le gusta imaginar que encoge hasta hacerse más pequeña de lo que ya es, para poder jugar de tú a tú con las amigas que imagina, las pequeñas habitantes de la casa de muñecas. Aunque nunca ha tomado té, conoce a la perfección el rito, las poses, las palabras breves y amables que ha ido pudiendo rescatar las pocas ocasiones en la que todo el mundo estaba en casa y aparentaban ser una familia.

Jill y su hermana mayor Margaret viven con su abuela en Brixton, un barrio obrero de Londres. Ella no entiende muy bien qué significa obrero, pero su padre siempre está con la palabra en la boca.  Al menos, cuando aparece por casa. Porque papá, según dice la abuela, tiene que trabajar para que ella crezca fuerte y sana y se convierta en toda una mujer. Por eso tiene que viajar a países de nombres extraños y pasa muchos meses fuera. Jill no quiere ser toda una mujer, quiere convertirse en muñeca y vivir en aquella hermosa casa en miniatura que tiene en la habitación que comparte con Margaret. Preferiría que papá dedicara menos tiempo al trabajo, que estuviera cerca y pudiera arroparla entre sus brazos, fuerte, bien fuerte hasta convertirla en un juguete de trapo. Margaret se ríe de sus ideas y le dice que eso no sucederá nunca. Se ríe, pero Jill a veces escucha por las noches cómo su hermana llora al poco de apagar la luz.

No siempre están solas en casa. Mamá a veces tiene que hacer compañía a los amigos de papá, para que no se enfaden con él por estar tan lejos. Jill no conoce el nombre de ninguno de ellos, pero no le importa, porque se quedan poco tiempo, algunos nada más que una noche. Margaret es maliciosa y no quiere a papá; le dijo una vez que él no estaba de viaje, que estaba en la cárcel por robar y que nunca más volvería a verle. Jill prefiere pensar que, si su padre ha robado algo, tal vez fuera la fantástica casa de muñecas que le regaló para su cumpleaños. Por eso parecía algo sucia y usada.


***

 A Jill le gusta imaginar que encoge hasta hacerse más pequeña de lo que ya es, para poder escurrirse como una salamandra, con suerte hacerse invisible a los ojos inquietos que a duras penas adivina bajo la luz de los focos. Algunas de sus compañeras se colocan con un a raya o dos antes de empezar el show, pero ella prefiere imaginar que está actuando en una película. Conoce las poses, las palabras suaves y amables de las comedias románticas que alquilan ella y Annie, su compañera de piso. Son películas pasadas de moda que las hacen llorar como tontas, no saben muy bien por qué.

Jill y Annie no pueden permitise un piso en Brixton, porque, por increíble que parezca, aquel barrio gris donde pasó su infancia se ha puesto de moda y los alquileres están por las nubes. Gentrificación, lo llamaban en un suplemento dominical, según le dice Jerome, su medio novio centroafricano que quiere siempre dárselas de listo y saber las palabras más raras, olvidando las sencillas. Jerome es un poco tonto, pero muy buena persona y la trata bien. Al menos siempre está en casa y la cuida como nadie nunca ha hecho, balanceándola entre sus fuertes brazos, como si no pesara nada, como si estuviera hecha de tela. No le importa que ella trabaje en el club, ni que se desnude delante de desconocidos porque, según él, el cuerpo no es más que la casa del alma y ella tiene alma de muñeca.

Jill sonríe cuando Jerome le dice estas cosas, pero llora cuando él no la ve y le oculta que hay meses que para pagar el alquiler tiene que irse a la cama con algún cliente. Por mucho que necesite ese dinero, siente que se está regalando, se siente sucia y usada, hueca y vacía como el recuerdo de aquella vieja casa de muñecas que arrastra como única herencia.