lunes, 17 de diciembre de 2012

La eternidad dura tres cuartos de hora


Estoy convencida de que, entre zarpazo y zarpazo, he descartado a trescientos amores eternos por un balbuceo a destiempo, o un mal juego de palabras.



Ni soy exigente, ni presumida, ni aspiro a la perfección. Pero si no siento con un hombre la misma reverberación que me recorre la piel cuando pinto, esa sensación de estar jugueteando con la pajita rellena de azúcar que puede ser la vida si una se lo propone, no hay amor alguno que rascar.



A veces, hay que reconocerlo, el azar te roza la mejilla y te despierta y es por eso que siempre estoy atenta a un buen cambio de viento. Con Alfred todo empezó rodado. No me engañó su pose de bohemio de siete vidas, ni el pelo lacio y entrecano de cuarentón avanzado, canalla de mil portales y enemigo de puertos seguros. Supe en cuanto le vi, que estaba ante un niño grande en busca de afecto.



Nos conocimos en una de mis exposiciones. No era uno de los habituales y nadie de mi círculo le conocía. Me hizo gracia verle con esas trazas de poeta despistado, deambulando entre mis pesadillas enmarcadas, aquellas estampas de dolor azul mentolado colgadas de las paredes. Inspeccionaba la sala con mirada atenta, como si pudiera reconocer mis carencias, el porqué de los gritos atrapados tras los trazos. Cuando se acercó, di un simbólico paso atrás, marcando las distancias, tal vez porque aún me escocía la cicatriz de la huída de Marco a Catania con mi colección de flores secas.



Siempre he sido muy analítica con las primeras impresiones, casi rozando la superstición. En cualquier gesto soy capaz de ver la sombra deformada de un futuro defecto, o la promesa inefable de un placer que arrebatar a mordiscos. Había desestimado a demasiados hombres, al subirme a un podio que sólo yo sabía que era frágil, un parapeto de fingida altivez desde el que la artista concedía o no sus favores. Mi defecto siempre ha sido ser demasiado radical, o demasiado consciente para ser feliz.



Pero el día que me encontré con Alfred estaba en una de esas fases sensibles que luego detesto, pero de las que no puedo desligarme. Cuatro paradas de metro antes de bajarme en Tribunal, se había sentado delante de mí una pareja de viejecitos entrañables. En otras circunstancias, no hubiera visto en el rostro arrugado de la mujer nada más que sometimiento y resignación, una vida sexual limitada a la procreación y al silencio, a años luz de mi universo de rasgadora de esternones y creadora de ficciones esquinadas.



Alfred pisó fuerte desde el inicio, desde la humildad, desde el silencio con el que atendía a mis explicaciones.



―Creo que eres de los pocos que te has dado cuenta de que toda esta serie azul de galgos ahorcados no es una simple denuncia de las atrocidades que cometen los cazadores. Casi me da algo cuando has dicho que este de aquí tenía mi misma mirada. Y no porque piense que me has llamado perra, sino porque sólo un espíritu sensible es capaz de reconocer el sufrimiento ajeno y no girar la cabeza para mirar a otro lado.  



 Me contó que él escribía como colaborador en una revista de tirada nacional y tuve que disimular que ni siquiera me sonaba su nombre y que  apenas leía nada más que los poemas que escribían mis amigas, las mismas a las que en ese momento ignorábamos a hurtadillas mientras recitaban versos inspirados en mi obra pictórica. Ajenos a todo, entre susurros, nos entregamos a una complicidad sencilla, pausada.



―La verdad es que Carlota tiene una voz preciosa para recitar, a pesar de lo que fuma. Un poco a lo Chavela, pero creo que ninguna de sus composiciones ha logrado captar el mensaje de mis cuadros. La poesía es falsa por naturaleza. En cambio, la pintura permanece, es tal como la ves, expuesta, ardiente, desnuda.



Él empezó a decir algo demasiado aburrido sobre la relación entre la muerte y la pintura, pero supe enseguida que era la timidez la que le obligaba a escudarse detrás de aquel continuo enfrentamiento con todo lo que yo le decía. En realidad, no me importaba alargar aquel juego. Yo tenía la mente puesta en aquella pareja de ancianos del metro, que ahora se me antojaba la viva estampa del amor eterno. Cerré los ojos y me imaginé acompañada por Alfred en un medio de transporte futurista, viajando en una cápsula que viajaba a gran velocidad, como la sangre por mis venas, por un sistema de tubos comunicantes que conformaban el corazón de una ciudad sin cloacas, en las que no había cicatrices que trazaran la vía férrea de mis recuerdos



 Y aunque mi precoz carrera como pintora se caracterizaba por un obstinado solipsismo, que yo misma guardaba con celo, me lancé por la cuesta de la ilusión sin temer la caída. Empecé a desvelarle el significado de todos y cada uno de mis cuadros, los matices que diferenciaban unos de otros. Si bien todos ellos representaban galgos ahorcados, en realidad simbolizaban diferentes etapas de mi vida.



―Éste, por ejemplo, si te fijas, tiene un charco de sangre azul en el suelo. En realidad es la muerte de mi infancia, la primera sangre, la pérdida de la inocencia.



 Así, poco a poco, a lo largo de aquellas horas, le fui mostrando mi visión del mundo, el ángulo desde el que, con mi obra, deformaba una realidad que me era extraña, a la que temía pese a mi aparente seguridad.



Él callaba y asentía en silencio, paladeaba mis palabras al mismo tiempo que apuraba las copas que se iba tomando. Hice una broma acerca de la inconveniencia de abusar del alcohol a ciertas edades y me sonrió de forma enigmática  Calculé que me doblaría en la edad, pero no me importaba un detalle tan terrenal. Tenía ante mí a un auténtico padre redentor, alguien que me entregaría su corazón, que me mostraría el envés del mundo, la cara oculta de todas las lunas que los poetas han imaginado.



Le quería así, sencillo, atento a mi verdadera esencia, como aquel anciano del metro que amaba en silencio, ahora lo sabía, a su esposa.  No quise darle importancia a todo lo que empezó a decirme sobre su obra, a la relación que encontraba entre algunos de sus textos y mis pinturas. No era necesario que me demostrara nada, no teníamos por qué complicar lo que era un dejarse llevar, un entendernos a la primera.



Nunca he creído en los flechazos, pero me supe ensartada por su atractivo. No me hacía falta prestar atención a sus palabras para sentirme plena y, por qué no decirlo, enamorada. Por eso no entendí sus carcajadas cuando, al llevarme a su casa, lancé un grito de horror al descubrir aquellas horribles cabezas de animales colgadas por las paredes, como si fueran grotescas réplicas a mis cuadros. Me hirieron sus burlas, las bromas sobre lo que él llamaba pusilanimidad de capital. Me dolió que, como tantas otras veces, la eternidad hubiera sido ultrajada, que otro amor para siempre quedara en decepción de una noche y,  sobre todo, que tuviera los estantes llenos de libros de Delibes, tan rancio y poco moderno.