jueves, 21 de febrero de 2013

AL MEJOR POSTOR




Xuang está apostado en la puerta de la diminuta tienda de venta de ropa al por mayor. Ha salido a fumar su trigésimo cuarto cigarro del día, que ha apurado con desesperación, como si con las hebras de tabaco pudiera arder también el aburrimiento que le adormece. A sus espaldas, se amontonan los fardos de ropa que ha recibido esta mañana, comprados  al peso y alineadas a ambos lados de la tienda, como un ejército de espectros adormecidos, hileras de perchas de las que cuelga una muestra de la peor moda de importación. Envolviéndolo todo, el aroma punzante y sintético del textil barato. Frente a él, la estatua de Cascorro, el héroe metálico detenido en su gallardo avance. Entre sus dedos, atrapada en la pinza de sus largas uñas, una bolita de moco.

A esas alturas del día ya no espera cerrar grandes ventas, pero cualquier negocio necesita mantenerse abierto el tiempo que sea necesario, por pequeño que sea el margen de ganancias que se pueda obtener en lo que queda de tarde. Los carretilleros ya han cargado en las furgonetas que aparcan en la plaza los pedidos más importantes, así que sólo tiene que esperar, un día más, a que sea la hora de bajar la persiana. Queda, como mucho, la posibilidad de que algún curioso despistado se atreva a entrar preguntando si venden al detalle.

Aunque las ventas de piezas sueltas no representan ni el uno por ciento de las ganancias del negocio, todo dinero es bien recibido, por escaso que sea. Un cinturón, una falda, siempre se logra colocar algo más de lo que busca el cazador de chollos de turno.  Además, conviene granjearse la amistad del vecindario. Desde la Operación Dragón, todos los comerciantes chinos se han vuelto más cuidadosos y sólo venden al detalle a gente que saben que es del barrio, por miedo a caer en alguna inspección trampa.

Xuang sabe que las ventas no son tan buenas como antes de la crisis, pero prefiere mil veces dejar pasar las horas muertas encerrado en la tienda, a apostarse por las zonas de ocio vendiendo cervezas a un euro. Lo hizo durante sus primeros meses en Madrid, hasta que aprendió los rudimentos básicos del lenguaje para poder llevar a cabo una transacción comercial que fuera más allá de intercambiar una lata por una moneda.

Por lo general, el trabajo está medio hecho y los compradores habituales, propietarios de tiendas de barrio y de puestos de mercadillos, acaban cayendo en la misma trampa, aunque les guste revolotear entre los distintos mayoristas que salpican el barrio. A Xuang le cuesta reprimir una carcajada cuando alguien rechaza su oferta y se mete en el establecimiento de al lado, que es también propiedad de su tío, como otras cinco que tiene repartidos en menos de cien metros a la redonda. Al final, los beneficios van a parar al mismo bolsillo, ya que los vendedores como él no son más que simples asalariados, que sólo están interesados en cumplir sus obligaciones con eficiencia, para seguir ahorrando con tenacidad.

Sólo echa de menos el periodo transcurrido entre las latas de cerveza y el textil, cuando trabajó en una verdulería. Aquel trabajo le recordaba al menos los tiempos en los que se ganaba la vida en el campo, al aire libre y además la tienda se llenaba de jovencitas vegetarianas de buen ver que le alegraban el día.


Domingo y su señora esposa están a la caza de nuevo género para su negocio de venta de ropa ambulante. Después de años dando tumbos por todos los mercadillos de la comunidad de Madrid, han conseguido instalarse en el Rastro y mantener un puesto fijo en la Plaza Vara del Rey. El negocio es redondo, porque ahorran en gasolina y además se relacionan con lo más florido de la raza calé, al menos en materia de venta de bragas, calzoncillos y calcetines. Saray, su mujer, es una experta en vocear las excelencias del género que venden, con una mezcla de salero y habilidad fenicia para el comercio que la convierte en el mejor reclamo para las amas de casa ávidas de gangas.

La pareja de gitanos entra en la tienda de Xuang como Pedro por su casa, toqueteando todo el género sin decir ni buenas, con un gesto de desagrado y escepticismo bien estudiado, como marcan los cánones del buen negociador. Nada de mostrar interés por lo expuesto, por mucho que les agrade. Entre ellos, se hacen señas para ponerse de acuerdo sobre lo que les interesa, pero sólo él lleva la voz cantante.

- Hola, Juan ¿a cuánto están las sudaderas?

Xuang, que no repara en la españolización de su nombre, contesta como un autómata, con una sonrisa a media asta.

- Seiselos, mínimo dies unidades.

- Claro, hombre, y yo soy la Duquesa de Alba – resopla Saray, que deja caer al suelo la enorme bolsa blanca cargada de género que arrastra como si fuera un satélite girando alrededor de su enorme corpachón.

- Anda Juan, no me jodas, te doy 50 euros si me llevo 20, ¿a que sí, payo chino?

- Seiselos, mínimo dies unidades.

Domingo estudia el rostro impertérrito del chino, enfadado por no poder interpretar el más leve atisbo de duda.

- Vámonos Saray, que seguro que encontramos algo mejor en la tienda de al lado.

En ese momento, entra en el diminuto establecimiento, ya hacinado por la rotunda presencia de los dos gitanos un joven delgaducho, luciendo la barba de rigor entre el sector masculino de Lavapiés. Se quita los auriculares del Ipod en el que está escuchando el último álbum de un grupo de trip-hop noruego y hace la pregunta de rigor.

- ¿Vendéis al detalle? ¿Qué valen estas sudaderas’ – pregunta, señalando las mismas que hasta hace un instante eran objeto de deseo.

Xuang de inmediato desvía la atención de Domingo y su esposa, para evaluar las probabilidades de vender al detalle a aquel sujeto. Le suena haberlo visto tomar cañas en la terraza de los Caracoles, con la suficiente asiduidad para considerarlo vecino de confianza.

- Quinseulos unidad.

- Genial, me quedo esa verde con la letra china estampada. ¿Qué significa?

- Dlagón – miente Xuang, que siempre responde lo mismo.

Domingo y el comerciante cruzan una mirada cómplice y guardan silencio, hasta que el joven sale a la calle.

- Venga, va, dame veinte sudaderas, aquí tienes cien euros y no se hable más, que seguro que las puedo vender a pardillos como ese.

Xuang asiente con la cabeza y, tras contar los billetes arrugados que le entrega el gitano, mete el pedido en una gran bolsa blanca que prepara para la satisfecha pareja, que piensa que ha hecho un buen negocio al rascar un euro a un chino. Cuando se queda solo en la tienda, sonríe por primera vez con ganas, mientras anota en la hoja de cuentas “20 sudaderas, 100 euros”. Sin soltar el dinero de la mano, pasa al almacén de al lado para encargar un nuevo fardo de 50 kg de sudaderas.

domingo, 10 de febrero de 2013

Puente

Escrito para el taller Bremen, con la premisa de escribir un relato sólo con diálogos y sin acotaciones.


―Otro cinco. Puente.
―¡Pues ya me estoy empezando a hartar de los puentecitos de los cojones!
―¿Y qué quieres que haga? Si saco un cinco, no puedo hacer otra cosa.
―¿Pero tú crees que tu madre se va a enterar de lo que has sacado? Ya no es que esté sorda, es que le tengo que mover yo las fichas, porque no ve ni los puntitos del dado.
―Tú a la tuya, a meterte con mi madre, que no tienes otra cosa mejor que hacer.
―Pues se me ocurren varias mejores que pasar la tarde del domingo jugando al parchís con una suegra medio muerta y con el pichafloja de mi marido.
―Paqui, no empecemos a faltar al respeto. Las reglas son las reglas y estoy obligado a sacar ficha de casa. A ver si ahora voy a tener yo la culpa de que sólo tengas una ficha en el tablero y que ahora te cierre yo el paso.
―La boca te voy a cerrar yo el día que me largue de casa, a ver si te vas a pensar yo que no tengo pretendientes, que aún me conservo bien, para mi edad.
―Claro que sí, te conservas mejor que el lomo de orza, perdona… que el lomo de lorza. Segurao que más de uno te iba a comer mojando pan.
―Mira, no digas más tonterías y dale el dado a tu madre. Pero por Dios, si se ha vuelto a dormir. ¡Maruja, despierte, que le toca!
―¡Ay, hija, estaba soñando con un novio que se me murió en la Batalla del Ebro!
―Usted ha tenido muchos novios y un hijo tonto. No se puede tener suerte en todo. Ea, tenga.
―Pero mamá, ¿qué haces? ¡Que no es un terrón de azúcar!
―Déjala, a ver si se atraganta y nos deja descansar en paz.
―Paqui, haz el favor de no faltarle al respeto a mi madre. Mamá, sácate el dado de la boca, déjame ver, abre. ¡Pero bueno!, ¿pues no se lo ha tragado?
―Capaz será, pero no te preocupes, que mientras no saque un cinco en el buche, no le hará tapón.
―Muy graciosa, pero ahora díme qué hacemos.
―Era un chico muy guapo, me dijeron que había muerto en el frente, pero luego me enteré de que le había caído un saco de arena en el cogote mientras montaban una trinchera y que se desnucó como si fuera un conejo. Con lo que me gustaba a mí el arroz caldoso con conejo y ahora no tengo buenos dientes para repelar la cabeza.
―¿Se puede?
―Mujer, Zuleida, ¡qué susto me has dado! Entra, entra, que a mi suegra se le ha ido la cabeza y es mejor que ver la novela de la tele.
―Ya será menos, si está fresca como una rosa… precisamente le traía a doña Maruja un encargo que me pidió.
―Muchas gracias, Zuleida, no sé que haríamos con mi madre si no fuera por ti. Si te apetece jugar un rato, a medio euro la partida.
―Gracias, Antonio, pero tengo el cocido en el fuego y me da miedo descuidarlo.
―Haces bien, el otro día salió en la tele que a una gitana le explotó la olla exprés y la encontraron con la cabeza abierta y llena de garbanzos. Y supongo que en el Caribe no estaréis acostumbrados a esos avances
―Pero qué bruta eres, cariño. ¿A qué viene asustar con esas historias a la pobre Zuleida? Quédate aunque sea un rato, que estas ollas modernas.
―¡Zule! No te había visto. Me has traído lo que te pedí?
―Sí, señora Maruja, no se preocupe que luego se lo doy.
―Anda, mira cómo resucita cuando le interesa. ¿Y a qué viene tanto misterio? Suegra, ¿se puede saber qué le has pedido que compre?
―Una cosa sin importancia, como un relicario. ¿Podemos seguir jugando, ¿hijo?
―Bueno, con el permiso de ustedes, yo me retiro. Aquí le dejo esto, doña Maruja…
―Gracias, cariño, le daré buen uso. ¿Está dentro de la cajita, verdad?
―Sí, tal y como me pidió. Que pasen una buena tarde, mañana vengo a repasar los baños.
***
―Oye, ¿seguro que a tu madre le has puesto descafeinado? Parece otra, mira cómo saca la lengua mientras mueve la ficha
―Mira que te tengo dicho que no me gusta que hables de ella como si no estuviera delante. Déjala jugar en paz.
―Y con este cuatro, te como la tercera ficha, y me cuento veinte, nuera. Yo de ti iría con cuidado, porque estoy en racha.
―Si es que parece otra. Ayer pensaba que íbamos a tener que sacar el testamento. Y hoy, ya ves. A mí me escama esa mucama, no me extrañaría que el diera buchitos de ron a escondidas, o vete a saber qué hierbas exóticas.
―Claro que sí, Paqui. Ahora resulta que Zuleida será una narcotraficante.
―Una bruja es lo que es, que me ha dicho la portera que todos los días preguntan por ella gente de su país, que se llena el portal de negritos y que un día uno de ellos llevaba hasta un gallo metido en un cesto.
―Serán familiares, mujer, a ver si no va a tener derecho a que la visiten. Bastante favor nos hace cobrándonos cuatro duros por limpiar la casa y entretener a mamá. ¿Verdad, que sí?
―A mi Zuleida no me la toquéis, que sabe lo que sufro en esta casa.
― Claro que sufre usted, porque ya no sabe cómo hacernos la vida imposible ¿Pero se puede saber qué tiene metido en el bolsillo de la bata que no saca la mano de dentro? Antonio, que yo creo que esta mujer nos toma el pelo.
―Mamá, venga, que te vuelve a tocar.
―¿Y ahora qué murmura? No entiendo lo que dice. Ya está, la embolia, le ha dado una embolia.
Muñumuñumuñumuñu... Un tres. Si saco un tres te como la última ficha…Todas las fichas reunidas en la casa de los muertos. ¡Tres!
― ¡No es justo, esta mujer va en mi contra, mírala como se ríe, será posi…
Muñumuñumuñumuñu.
― Paqui, ¿te ocurre algo? Estás blanca como la pared. ¡Paqui, que te caes!
― ¡Mamá, por favor, deja de reírte así, que me estás asustando! ¡Y deja ya de darle al cubilete!
― Que le dé recuerdos al soldadito desnucado, hijo. Yo cuento veinte y sigo jugando.