miércoles, 28 de julio de 2010

TEOLOGÍA CALLEJERA

En el barrio de Lavapiés la agitación cultural va más allá de los movimientos laicoperrifláuticos. También hay disquisiciones teológicas en las paredes, que plasman la eterna inquietud del ser humano por su devenir. Y que provocan una evidente inquietud ortográfica. ¿Provocación? ¿Algún evangelista enajenado? El caso es que primero apareció la de Dios y a las pocas horas, la del Infierno.

En todo caso, sed buenos y no acabéis en el Lades (clic en las imágenes para ampliar).

domingo, 25 de julio de 2010

PARADOJA

Cercanías Madrid homenajeando a Lewis Carroll.

viernes, 23 de julio de 2010

AL OTRO LADO

El chico aguanta la respiración, y su atención se centra por un instante en la nube invertida que forma el desconchado azul en la pintura blanca del techo de su habitación. Luego desvía la mirada, receloso, hacia la persiana que acaba de echar, como si temiera que algún vecino curioso del bloque de enfrente pudiera sorprenderle a través de sus diminutos resquicios. Trata de evitar que el más leve sonido advierta a la pareja del piso de al lado de su presencia al otro lado del tabique y se mantiene casi inmóvil, como un lagarto aletargado por el sol, sintiendo cómo la excitación empieza a vencer a la prudencia.

Se encuentra tendido de lado sobre la cama del dormitorio que hasta hace poco ha compartido con su hermano pequeño. Sobre las sábanas, en ropa interior, con los calzoncillos abultados por la intrusión de su mano derecha, que se mueve como una araña bajo aquella ridícula prenda de algodón con dibujos infantiles que le ha comprado su madre en el mercadillo del barrio. Se decide, pega aún más la oreja derecha a la pared, y se estremece por el quejido delator de su colchón al moverse de forma tan brusca. El cuello empieza a dolerle, pero el esfuerzo empieza a valer la pena. Cada vez que está a punto de desistir, consciente de la ridícula desesperación que le domina, o temiendo una posible irrupción de su madre, se otorga una nueva oportunidad, cuenta hasta treinta, y espera. Siempre acaba captando algún sonido alentador proveniente del piso vecino que reaviva su libido. Su imaginación transforma cada murmullo en gemido, convierte en obscenas todas y cada una de las palabras de aquellas dos voces que atraviesan a duras penas la pared. El sonido de su propio corazón acelerado se entremezcla con el de algún que otro coche nocturno que pasa por la calle y que parece no tener otra intención que estorbarle.

***

Esa misma mañana, se ha encontrado por primera vez con los nuevos vecinos en el rellano de la escalera. Una pareja joven, con aspecto de haber salido por primera vez de su casa, y que apenas ha reparado en su presencia mientras intercambiaba las fórmulas de cortesía de rigor con su madre. La vieja bruja ni siquiera ha sido capaz de arrancarles si estaban casados o no. Todos sonreían complacidos, con la afabilidad que se demuestra en un primer contacto que no pretende llegar a ser más que el inicio de una relación que se limite, con suerte, a encuentros casuales en el ascensor, o a peticiones puntuales de condimentos.

El niño, pues así lo había presentado su madre a la pareja, salpicaba con su mirada las largas y delgadas piernas de la chica y se esforzaba en reprimir las ganas de intervenir en la conversación, sabedor de que cualquier cosa que dijera iba a sonar torpe y fuera de lugar. Ella le caló casi al instante y le dirigió una mirada que no supo interpretar, a medio camino entre el enfado y la complacencia. Si necesitáis algo, ya sabéis dónde estamos, concluyó su madre. Ni se os ocurra, si no queréis adoptar a una lapa con rulos, pensó él.

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Ella sabe que irse a vivir juntos ha sido un error. Él ni siquiera lo sospecha, está siempre demasiado puesto como para darse cuenta.

Ella se entretiene abriendo y cerrando el cajón de la mesita, de forma mecánica, sin cesar. Un pequeño ataúd, o una caja de sorpresas. Todo aquello dentro, no hay vuelta atrás.

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Ha habido suerte. Está convencido de que no han cambiado la disposición de las habitaciones, y de que junto a la suya está la cama de matrimonio, la misma en la que hasta hace poco roncaba el señor Antonio. Menudo cambio. Tienen cara y cuerpo de follar a todo trapo y no pueden tardar en empezar. Los murmullos van en aumento, así que empieza a acelerar el vaivén de su mano. Su polla parece estar a punto de estallarle. El roce del gotelé. Un momento, debe ser cauto, poco a poco, hay que esperar a lo mejor. Bajará el ritmo hasta que ella empiece a gritar como una auténtica zorra. Y entonces se sentirá como si estuviera al otro lado, sentado, mirándoles. Como si pudiera atravesar las paredes y participar de la fiesta.

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Suele ir tan puesto que debe haber olvidado qué significa echarle un buen polvo. No se lo reprocha. En realidad, nada les importa mientras quede algo. Porque si no queda, o queda poco, empiezan los nervios, las llamadas y las prisas. Por eso, se han puesto hasta las trancas antes de estrenar el piso, porque esa va a ser su luna de hiel particular. Él duerme profundamente sobre la alfombra. Ella sentada en la cama, con la espalda apoyada en la pared, jugueteando con el mando a distancia del vídeo.

Se conocieron en una fiesta de matriculados que nunca iban a acabar la carrera, y en aquel año de la bendita inocencia perdida era un lugar común hablar de Polansky y de aquella película tan morbosa. Los gustos de los presuntos entendidos eran los mismos y todos ellos acordaban un juicio estético lo suficientemente sencillo como para convertirse en gregario. Cuellos de cisne.

La pose requería cierto sacrificio. Alguien propuso y ambos estuvieron de acuerdo en dar un paseo por el lado salvaje, se creyeron capaces de ahogar el pasado por el sumidero de una huída hacia delante que les haría estar de vuelta de todo. Luego descubrieron que no había nada salvaje en aquello, sino una simple necesidad que tenía que ser satisfecha a toda costa. Pillar, ponerse, ponerse, y ponerse hasta tener que volver a pillar.

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El chico que no se siente nada niño oye con total claridad los gemidos de placer de la vecina, desbocada hacia el orgasmo, sus obscenas peticiones al compás del sonido del colchón. Piensa en ella, se imagina su mirada clara, mirada anzuelo acusadora, enturbiada por la lujuria, por las ganas de más, recuerda la blancura entrevista de sus muslos, se da la vuelta y lanza al aire un enorme chorro que parece querer tapar el inalcanzable desconchado .

***

Ella baja el volumen del televisor. No quiere despertar a su novio, que sigue tendido sobre la alfombra y mucho menos llamar la atención de los vecinos. De hecho, le ha parecido oír algo al otro lado de la pared.

No le ha excitado nada ver aquellas primeras grabaciones, en las que los dos daban rienda suelta a una pasión que aún no estaba narcotizada. Puede más la melancolía. Lo que iniciaron como un juego con la vieja videocámara de segunda mano acabó en costumbre, pero algo se ha perdido en el camino. Antes les gustaba verse follando, les daba ideas para la siguiente vez, se reían mientras conjuraban nuevos placeres.

Y ahora que han dado el paso de vivir juntos, se siente más sola que nunca. Deja el mando a un lado de la cama, y desliza distraída una mano entre sus piernas, mientras que con la otra abre el cajón de la mesita y busca una pastilla de éxtasis. Justo en el momento en el que aprieta el rostro sobre la almohada, se corre pensando en la mirada que le ha echado el chico de al lado, que duerme satisfecho sin llegar a escuchar el sonido del placer.

Robert Llopis, Julio 2010

lunes, 19 de julio de 2010

Aquí me quedo

Nada más y nada menos que uno de esos momentos en los que uno pone una marca en el camino o dobla la esquina de un libro, un aquí estuve, aquí me quedo, de la forma más frívola y gratuita posible: la mirada del miope adherida a los objetos más cercanos, limpia de cristales turbios, el verde hirsuto del césped convertido en un pequeño bosque por el que lanzar la mirada en pos de una liana con la que cortar este caldo que no viento de calendas y distraerse en las mil y una burbujas de la cerveza más fría del mundo, mientras ella habla de saltos y piruetas que no son nunca demasiado complicadas, de viejas historias en blanco y negro con un guión imposible de dictar, aquí se conocieron y el agua de la piscina a mis espaldas parece reposar la tarde, queriendo ser espejo o testimonio, o espalda varada sobre la cama, mientras deseo ser hervíboro, trasegar todo ese color verde por la garganta, quedar en paz con la tierra, husmear los caminos en busca del rastro del Gran Circo, y volver a trabajar como enano borracho para Lynch, en aquel gran espectáculo en el que no son necesarias las redes, donde todos los buenos trapecistas guardamos un vuelo bajo la manga.

viernes, 2 de julio de 2010

EL RASTRO DEL CARACOL


Escrito para el taller del Bremen, con el tema "un paseo".

Julián se considera una persona limpia y escrupulosa, menos los domingos. A sus setenta y tres años se las ve y se las desea para meterse en la bañera, una operación semanal que realiza con la cautela de un gato escaldado. Considera preferible asearse solo, asumir el riesgo de desnucarse contra el borde de la bañera y sufrir una muerte torpe y estúpida a soportar la humillación de de ver la cara de asco de su hija mientras le frota las carnes flácidas con guantes y esponja.

Y es que los domingos Julián no puede perderse su paseo por el Rastro, salvo diluvio, entierro o enfermedad. Nada más salir del portal, encopetado con el porte que le da su viejo sombrero de fieltro y el sempiterno traje de tantos domingos, fantasea con que alguien preste atención a las quejas que masculla nada más atravesar el viejo portal de la corrala donde ha pasado toda su vida, en plena Plaza de Cascorro.

- Esto no es lo que era.

La raya de planchado que surca las perneras de sus pantalones de pinza, trazada con minuciosa precisión por la joven asistenta que la familia le ha encasquetado para la limpieza y cuidado de la casa, se transforma en la picuda proa de cada uno de sus pasos, pausados pero fieles a una trayectoria de caracol que lleva repitiendo desde hace décadas.  

Su paseo dominical por el Rastro tiene un orden invariable. Deja para el final la parte más populosa, la que más detesta, el marasmo de Ribera de Curtidores, el paraíso de las bragas de gitana, como le gusta llamarlo. Así que empieza por aquellos establecimientos umbríos y cargados del polvo plomizo de las lustros, en los que tiene la seguridad de que será reconocido y escuchado. Las librerías de viejo del ala derecha del rastro, un galimatías que da fe de la excesiva producción editorial del siglo XX, en las que uno puede encontrar desde un ejemplar ilustrado de El Quijote, a un manual de cocina de la Sección Femenina, con ilustraciones de jovencitas tan sumisas y afanosas como sonrientes, o si uno sabe buscar bien, alguna que otra novela picante con sus páginas arrugadas.

 Julián nunca compra un libro, pero manosea todos los que puede, sin tener el más mínimo reparo en doblarlos, sopesarlos y despreciarlos tanto física como literariamente. Todos sus juicios son peyorativos, con la finalidad no sólo de sacar de quicio a los libreros que le tienen más que calado, sino de justificarse como alguien cuyas lecturas le han enseñado que libros buenos hay dos o tres, sin mencionar cuáles.

Abandonado el caos de las letras, se sumerge en la certeza de la religión. Tallas, rosarios, iconos, biblias y cuadros oscurecidos por el paso del tiempo, falsos Caravaggios ahumados por centenares de cirios votivos. Como antiguo maestro salesiano, no puede evitar estremecerse ante la visión de tantos mártires en pleno sufrimiento, vírgenes que nunca dan el pecho o cruces que hace mucho que han sido descolgadas. En ese tipo de tiendas, Julián no hace comentario alguno, se muestra contrito, reflexionando para sus adentros sobre la proximidad de su muerte y las expectativas de acceso a una vida eterna entre laúdes angelicales.

Cuando llega a su tienda de antigüedades preferida, en la calle Carlos Arniches, Julián empieza a mostrar ciertos síntomas de premura: allí la cita es obligada. Todas las semanas entra en el establecimiento para comprobar que nadie ha comprado una antigua caja de galletas que el vendió allí hace un par de años, temeroso de que sus hijos la descubrieran a su muerte, donde el adolescente que fue guardaba estampillas eróticas. Estuvo a punto de tirar el viejo recipiente metálico a la basura, pero no pudo desprenderse del todo de ellas. Así que se dedicaba a comprobar que nadie había adquirido la caja para usarla como decoración. Incluso en alguna de sus visitas, Julián se había atrevido a esconderla un poco entre tanto cachivache, para asegurarse de que a la semana siguiente la volvería a encontrar. Notaba una sensación de alivio, una leve tibieza en el pecho cada vez que sus dedos artríticos y arrugados recorrían las curvas bidimensionales de aquellas ilustraciones picantonas, que  tantas alegrías le habían proporcionado, y que ahora no harían sonrojar ni a un niño de nueve años. La enfermera, la secretaria, la torera, incluso una monja pechugona, formaban una baraja concupiscente, dispuestas para jugar la mejor de las manos.

Animado por el recuerdo de tiempos mejores, el viejo maestro se veía con fuerzas y ganas de remontar la cuesta de Ribera de Curtidores, atestada de turistas acalorados, la mayoría de los cuales ni siquiera se detenía en ninguno de los numerosos puestos de venta, sino que se dedicaban a avanzar con ritmo procesional a base de leves empellones. Julián sabía que iba a tardar más de media hora en recorrer los quinientos empinados metros que distaban desde la Ronda de Embajadores a su casa, pero no le importaba en absoluto. Como si hubieran cobrado vida en virtud de su reavivada fantasía, numerosas jovencitas con más carne  al aire que ropa sobre ella le rodeaban sin apenas reparar en su presencia. Al fin y al cabo, no era más que un simple viejo que lucía un sombrero extravagante, tal vez un poco torpe, que las empujaba para abrirse paso, que empezaba a oler a sudado, y que hasta el próximo domingo no iba a ducharse, olvidando a conciencia la ropa interior perfectamente doblada en el cajón de la mesita.

Robert Llopis, 30/06/10