jueves, 13 de noviembre de 2014

El periquito

Como despedida, nos regalamos un acuerdo, una forma de afrontar la ruptura como personas adultas, educadas, con las ideas lo suficientemente claras como para sofocar con humor o sentido común los rescoldos de dolor que pudieran asomar en cada frase: por ejemplo ese guiño cinéfilo,  sutil ironía,  de decir que éramos como Woody Allen y Mia Farrow, identificándonos con una relación complicada pero madura, lejos de las convenciones, de la opinión de la gente. Estábamos a años luz de cualquier drama, disfrazamos el fin de la relación como un ensayo acordado y decidimos que podíamos vernos de vez en cuando para tomar un café y reírnos de todo. 

―Porque en el fondo no ha pasado nada.
―Se ha acabado, sin más, estas cosas pasan.
―Podemos seguir siendo amigos.
―La gente no entiende la relación tan especial que tenemos.
Y todo el forraje de frases vacías que hiciera falta para engañarnos.
Pero de nada valía alargar el discurso, cuando la venda era ya lo bastante larga como para cegarnos a los dos y tratar de olvidarnos de lo sucedido y seguir nuestras vidas.

Zanjado el ritual de la ruptura civilizada, no me quedó otro consuelo que aprovechar para lanzarme en brazos de la lujuria, así que acometí la tarea con el brío acostumbrado de quien se siente capaz de todo. Gozaba del respaldo que a mi confianza proporcionaba el  recuerdo reciente de lo que era un cuerpo ajeno bajo las sábanas. Fue vano el intento, porque tres años de relación me habían llevado a un completo abandono de mi físico, que había que reconocer que estaba poco presto a acometer lides carnales con desconocidas.
La inicial seguridad se fue desvaneciendo a medida que las sábanas se enfriaban y yo me estrellaba contra las barras de los bares, desubicado ante tantos competidores, mucho más jóvenes y ágiles en el regate sexual.  Me engañaba fantaseando con que alguna noche encontraría a esa chica prototípica que deseara desplazar las ensoñaciones freudianas con el padre ausente que pagaba su estudio en el centro de Madrid con el primer maduro interesante que le prestara algo de atención. Pero volvía sólo a casa todas las noches, o como mucho acompañado por algún amigo gorrón que se empeñaba en meterse en mi taxi y dar un rodeo inverosímil hasta su casa, para ahorrarse la carrera.

Pasados un par de meses, la rutina laboral y el alivio que proporcionaba a mi subconsciente el hecho de haber dejado de soñar que Carmencita me había dejado por un señor con un bigote tan recio como el que había tenido mi bisabuelo, hicieron que mi vida volviera al tono beige que siempre había tenido. Me entretenía cocinando, haciendo mío el piso del extrarradio al que me había mudado, e incluso me atreví a empezar a decorar la casa a mi gusto. La madurez adquirida tras una corta pero intensa relación impidió que llenara la casa de pósters de mis artistas preferidos, así que compré un par de plantas, toallas buenas para el caso de tener una hipotética invitada, perchas de madera, recias e impecables, con las que orienté todas las camisas en dirección este-oeste, según los consejos sobre feng shui que me dictó una amiga y metí en la casa un periquito.
Carmencita siempre se había opuesto a tener animales en casa, porque ya tenía suficiente conmigo, como le gustaba remarcar cada vez que encontraba un calcetín en el hueco del sofá o me desperezaba apoyándome en las paredes del pasillo hasta sentir una sacudida cervical que me paralizaba con un doloroso y eléctrico placer.  Un perro suponía demasiadas obligaciones y temía no tener tiempo suficiente para sacarlo, sometiendo a la pobre criatura a demasiadas horas de soledad. A los gatos les tenía alergia, no tanto por los pelos como por el cariño desmesurado que le profesaban algunas de mis amigas, expertas en colgar fotos de sus  mininos en las redes sociales, ocultando su rostro con los gatos a modo de velo o embozo.
El periquito, de nombre Pocholo, me lo regaló la portera de la finca, alegando que precisamente el gato que tenía había intentado emular en alguna ocasión a Silvestre, el de los dibujos animados. Aunque el nombre era ridículo, decidí conservarlo para evitar traumas a la criatura y que reconociera de forma más efectiva a su padre adoptivo. Sabía, además de su nombre, decir hala Madrid y joputa, grosería sobre cuyo origen la portera se desvinculaba, alegando que las paredes eran de papel, que era culpa de los vecinos del bajo, que siempre estaban de gresca y que el pobre pajarito carecía de maldad alguna.

El bicho me hizo gracia desde un primer momento. Estaba loco como una cabra y dedicaba la mayor parte del tiempo a darse picotazos contra los barrotes y un pequeño espejo ante el que ejecutaba una suerte de ritual de la locura, o reaggeton aviar, balanceando la cabeza y chocando el pico con su alter ego reflejado. Aunque muchos hubieran juzgado que era demasiado escandaloso, fuera por la luz tenue que utilizaba para leer, o porque el animal intuía que yo necesitaba algo de tranquilidad, cesaba su parloteo en el momento en el que yo me repantigaba en el sofá para leer. No eran estas largas sesiones de lectura fruto de la ausencia de televisión y de la exasperante lentitud con la que mi proveedor de ADSL estaba gestionando el cambio de domicilio, sino una necesidad de evadirme de la realidad. Me gustaba sumergirme de nuevo en los clásicos, reencontrarme con aquellos viejos amigos,  gracias al placer de la relectura, con aquellos autores cuya obra habíamos discutido Carmencita y yo en aquellas largas noches de vino y tertulia. Leía unas pocas páginas y sin querer me acordaba de lo mucho que nos gustaba tal o cual capítulo de aquella novela de aquel autor que uno de los dos había recomendado al otro. Y volvía sin querer a mi mente la imagen de ella, abandonaba la trama, el mundo de las ideas y pensaba en la forma despreocupada en la que se recogía el cabello en una coleta, en cómo ese gesto tan inocente hacía que su pecho, ya de por si voluminoso, se transformaba en un ariete que vencía mis defensas.
Me fastidiaba pensar en ella justo cuando estaba empezando a sentirme libre de cualquier atadura, aunque no fuera como ejercicio nostálgico del pasado, sino como mero objeto de deseo. No echaba de menos la parte intelectual de la relación, sino su culo y sus tetas y eso era algo que no convenía a mi salud mental, y que no concordaba precisamente con la imagen de persona erudita y contenida que tantos años me había costado conseguir. Dejé el libro de Henry James sobre el suelo y contemplé la involuntaria tumescencia que había surgido bajo el pantalón del pijama. Sin acceso a Internet, no tenía a mano el alivio burdo pero eficazdel porno y tampoco me apetecía fantasear con Carmencita. Un ruidito junto a mi oído, me hizo dar un respingo. Levanté la cabeza sofocando un grito y escuché un aleteo, que se detuvo tras unos segundos. Dirigí la mirada a la jaula y mis sospechas se confirmaron: la puerta estaba entreabierta y Pocholo se había escapado.
Por suerte todas las ventanas estaban cerradas, así que no había posibilidad de fuga. Un brochazo azul revoloteó ante mí, para detenerse en el extremo opuesto del sofá, entre mis pies. Pocholo me observaba con su mirada psicótica, círculos concéntricos de locura animal, tan propia de los periquitos. No iba a ser fácil atraparlo sin que su integridad física corriera peligro, así que decidí ignorarle, a expensas de que regresara a la jaula en busca de comida o bebida. Pero el bicho seguía impertérrito, observándome fascinado, sin emitir un solo sonido. Cogí el libro y lo usé como parapeto para espiarle a hurtadillas, pero emitió lo que me pareció un leve sonido de disgusto. Deposité el libro de nuevo sobre mi pecho y empezó a mover la cabeza alborozado, mientras avanzaba por mi pierna izquierda. Volví a usar el libro a modo de barrera y se detuvo a la altura de mi rodilla. Las gafas, al parecer lo que reclamaba su atención eran las gafas; el brillo vítreo le atraía igual que el espejo de su jaula. Reprimí una carcajada, porque el libro actuaba a modo de mando a distancia, deteniendo o avanzando el avance del periquito según mostrara u ocultara mi rostro. Por un error de cálculo, o tal vez por la tendencia de estos animales a posarse en lo alto, Pocholo se detuvo sobre mi entrepierna, que mantenía el volumen de su promontorio para mi sorpresa, pese a lo cómico de la situación. Fue entonces cuando todo se desencadenó. Noté un leve pinchazo en aquella zona tan delicada. Pocholo había estado a punto de caerse por el súbito vaivén provocado por el volumen creciente del bulto en el que se había posado y las garritas con las que se aferró para mantener la posición me provocaron un cosquilleo agradable. A medida que aquello crecía, el pájaro iba clavándose con más y más fuerza y empezó a mover la cabeza de forma acompasada. Sin pensar en nada, morbosamente excitado, provoqué la danza del pájaro moviendo mis gafas sobre el puente de la nariz, enloqueciendo a la criatura con el brillo de los lentes, los mismos con los que tan delicadas lecturas me habían congraciado con el amor desde mi juventud.
En el momento final, lancé un grito sin pensar en lo finas que pudieran ser las paredes, en las cruces que pudiera hacerse la portera o en nada que no fuera carne y dolor, sexo y laceración. Pocholo me soltó un picotazo que provocó el clímax y desplegó las alas, cruzando la sala mientras soltaba  una ristra enloquecida de joputas que abrieron la simbólica puerta de la jaula en la que yo tenía encerrada mi yo más salvaje, esa bestia primigenia que nos hace danzar a todos, como fieras seducidas por brillos ajenos, en busca de un fuego que nos haga sentir vivos.