miércoles, 30 de noviembre de 2011

CASI LAVAPIÉS


Que no, que por mucho que trates de convencerme, no voy a salir del barrio. Mi idea es buscar piso por la zona. Tampoco en Lavapiés- Lavapiés, porque necesito que sea una calle tranquila y prefiero pagar algo más por una habitación en condiciones. Los caseros están flipados y tratan de colártela por un cuchitril que hace cien años estaría lleno de gallinas y que da a la típica corrala en la que hay casi tanta ropa tendida, como gente hablando a gritos. Y ya no es cuestión de acostumbrarse a la mierda, que la hay, sino que llega un momento en el que uno ha conseguido formar parte de la comunidad y puede empezar a elegir. Si es que llevo ya casi dos años en el barrio. Hace tiempo que no me miran mal por la calle, como al principio y he superado mis neuras, como cuando metía la mano cada dos por tres en el bolsillo para ver si la cartera seguía ahí, trataba de no pasar demasiado cerca de los negros que apostaban en un banco de Tirso u olfateaba el costo culero, para reconocer que los moros de la plaza me habían tangado otra vez. Pero eso era antes. Desde que me mudé al centro, mi objetivo era adaptarme, ser uno más y está claro que lo he conseguido. Supongo que sabes de qué hablo, porque vienes de un barrio obrero, aunque nadie lo diría, con esa carita que me tiene loco ¿Era Vallecas, o Carabanchel? Nunca me acuerdo, aunque al caso, viene a ser lo mismo. Porque supongo que cuando vivías por esos barrios habrás tenido que disimular tus inquietudes artísticas, hacerte la dura con los chicos y pintar algún que otro cercanías para no mostrarte débil. Pintar trenes, ya ves. Y ahora hasta has expuesto en el pub del Chato. Buen colega, El Chato. ¿Te dije que me dejó que expusieras a cambio de un par de entradas en un palco del Bernabeu que sisé a mi viejo? Ni se dio cuenta, con la ilusión que le hubiera hecho pensar que iba a ver una mierda de partido de fútbol con él. Ya ves que mi caso es distinto, sólo opuesto. Pero también soy un desarraigado, también tuve que renunciar a muchas cosas. Eh, no te rías. Mi padre casi se muere del disgusto cuando se enteró de que yo llevaba tres años sin pisar la Facultad de Medicina, y que compartía estudio con Laura en Lavapiés. ¿Te acuerdas de Laura, la que pintaba gatos mutilados? Cómo no te vas a acordar, si creo que llegasteis a coincidir alguna vez en La Tabacalera. Muy guapa, pero bipolar de verdad. No tanto como tú. De guapa, de guapa. Pues mi padre me dijo que la abuela había escupido en el suelo cuando dejó la casa de la calle del Olmo, que juró que nunca más iba a pisar aquel barrio. Y que qué disgusto le iba a dar a mi madre si se enteraba, así que trató de enderezarme como siempre ha hecho, con dinero. En vez de darme cariño, de dejar que yo me expresara. El viejo Vincent Price. Mira, creo que tengo una foto de él en el Ipad, ahora que caigo. ¿Ves? Clavao. Pues eso, que yo no hubiera aceptado aquel chantaje paterno, pero la pasta me vino genial para montar la instalación del año pasado en la plaza de Cabestreros. Que bueno, que al final no acabó cuajando porque los del taller de creación multicultural no acabaron de entender la ironía del mensaje, así que tuve que tragarme con patatas las antorchas, las cadenas y los putos capirotes. Menos mal que pude vender parte del material a una cofradía. No, de pescadores no, de las de Semana Santa. Perdona, se me va la pinza. Córtate un poco, que aquí hacen la vista gorda, pero tampoco es cuestión de dar el cante y que rule, que al final siempre soy yo el que compra y estás la mar de apalancada, que casi no hablas. ¿Otro tinto de verano, no? Solecito y buen rollo, cómo me mola Argumosa. Bueno, lo que decía, que no voy a dejar el barrio por nada del mundo. Justo ahora que el tendero paki de debajo de casa sabe mi nombre, o que los hassanes de la plaza me pasan mandanga de la buena o, joder, claro, eso también, justo ahora que te he conocido. Me daría palo volver al piso que me dejó mi abuela al palmar, el de Recoletos. Que sí, que está de puta madre la zona, pero sólo si vas con bastón. Me aplatanaría, acabaría siendo un pijo, como mis otros amigos. Seguro que acabaría trabajando en la clínica de Vincent Price. Mi vida se habría acabado, caput. En cambio, contigo me siento feliz, reconfortado. Nunca he tenido una novia tan natural. Casi podría decir que te… ¿Perdona? Sí, puedes coger los cacahuetes. Joder, es que uno no puede charlar cinco minutos seguidos sin que le interrumpa alguien vendiendo chorradas o pidiendo limosna. Qué palabra más fea, limosna. Suena a otra época, ¿verdad? Bueno, al menos éste tipo comerá algo con sustancia, aparte del brick de vino de turno. Te iba a decir que te quiero, pero mejor no, porque al final te lo vas a creer. No pongas esa cara, que es broma, mujer. Sabes que te aprecio. Me has ayudado mucho a meterme en el mundillo. Así que ahora no tiene sentido  que me digas que debería buscar algo lejos del barrio. Lo importante es que desarrollemos juntos nuestras ideas, que convirtamos nuestra relación en algo más profundo. Igual hay que dar otro paso, no sé qué te parece algo en plan estudio abuhardillado, lo decoraríamos a nuestro gusto. Y del alquiler, ni te preocupes. Has pillado un buen partido. Joder, no te pongas así, es coña. A medias, como quieras. ¿Pero cómo vas a preferir quedarte en esa mierda de habitación sin ventana? No seas tonta. Además, si La Latina es casi Lavapiés.

viernes, 18 de noviembre de 2011

HEADSHOT



No es necesario que me ponga a estas alturas en plan proselitista con The Wire. Accedí a la serie demasiado tarde, o tal vez en el momento justo para que se me bajaran los humos como narrador, y la mayor parte de vosotros la conocéis, aunque no seais íntimos de Vargas Llosa o no lleguéis a dominar el slang de los negratas de Baltimore.

Tampoco tengo ganas y memoria para empezar a analizar una serie que se da a conocer por si misma, como una medusa espatarrada sobre la arena, esperando a que alguien la pinche con un palo o recoja uno de sus tentáculos con unas pinzas de detective.

Tan solo vengo a decir que estoy fascinado por la estética del headshot, el tiro en la cabeza repentino que acaba con todo en un instante, como una aguja que pincha la precisa piel de globo que da forma a los personajes. Es el engranaje que ajusta la balanza en un ecosistema en el que los roles cambian para que nada cambie. El police work se compensa con la mordaza de las estadísticas, los peldaños muestran su juguetona ambivalencia y uno puede ascender o defenestrarse sin consecuencias funestas para el decorado que enmarca la escena. No hay héroes sobre pedestales, ni malvados sin corazón en West Baltimore y todo puede acabar con un tiro en la cabeza en una tienda con cristal acorazado o en una confesión redentora en una reunión de drogadictos. No hay más, la vida seguirá tragando el humo de los coches que pasan por una autovía demasiado atestada y no cabe más esperanza que la de buscar un momento de coherencia, una cabeza apoyada sobre el hombro, lejos del impostado libreto del drama.
La locura de Ajax arrojándose sobre su propia espada clavada en la arena no es más digna que el turbio desistimiento de los yonkis mordidos por sus agujas. 

jueves, 10 de noviembre de 2011

EL DESIERTO NO TIENE AUTOCINES



La culpa la tuvo aquella película, en la que dos locas se suicidaban en su coche, despeñándose sin motivo por el Gran Cañón. El cine nunca daba buenas ideas y nuestras mujeres empezaron a hacerse ilusiones, pensaron que podían pensar, que no estaban condenadas, como nosotros, a buscarse la vida en la carretera. Nadie en su sano juicio podía creerse la historia de aquellas dos bolleras reprimidas, pero a medida que nos acercábamos hacia el sur, me di cuenta de que aquella noche en el autocine las había cambiado de alguna forma. El sol parecía que les estaba agrietando la poca sensatez que les quedaba y no me hacía puñetera gracia sorprenderlas hablando de la película, cuchicheando a nuestras espaldas y soltando estúpidas risitas. Empecé a vigilarlas en silencio. El desayuno se quemaba sobre la sartén, la suciedad se acumulaba en los rincones y mientras ellas miraban al techo de las caravanas, tratando de descubrir en sus manchas aceitosas alguna señal que las empujara a dejarnos tirados.
 Yo trataba de advertir a mi hermano Herb, en las pocas ocasiones en las que nos quedábamos solos, del peligro que corríamos. El pobre pecaba de inocente, pero ahí estaba yo para cuidar de él. Porque yo era el único de los dos que había ido a escuela, el tiempo suficiente para reconocer que existía otra realidad y que todos estábamos jodidos en aquella tierra. Pero también para saber que aunque no podíamos aspirar a nada, nos quedaba aquel instinto primario de supervivencia, aquel echarse al asfalto y buscarse la vida como fuera. A ambos lados de la carretera, el desierto nos recordaba que nuestra vida no era como aquellas con las que trataban de engañarnos, aquellos espejismos que tanto fascinaban a nuestras mujeres, embobadas con la tele portátil que sintonizaban al llegar a un pueblo, con las novelas de mierda que releían una y otra vez, o las pocas películas que les llenaban la cabeza de pájaros. Ilusas. En el corazón de América no había personajes, ni historias, ni finales felices;  nos envolvía el hambre, la miseria y una ignorancia que nos libraba de soñar un futuro mejor.

Pero mi mujer y mi cuñada nunca se conformaban, echaban pestes de la estrechez de las caravanas, por tener que remendar la ropa y, sobre todo, por no tener una casa en la que poder anclarse y criar  un hijo. No entendían nada, no les entraba en la cabeza que nuestra función era recoger las migas y rogar que no nos faltara trabajo como jornaleros. Me daba rabia que no valoraran lo que habíamos hecho por ellas, sacándolas del pueblo de mala muerte en el que todos nos habíamos criado, aquella tierra de polvo, sol y borrachos deambulando como muertos vivientes. Les habíamos dado la oportunidad de salir del fango, de traspasar el mapa recortado que nos daban al nacer. Eran unas desagradecidas que se montaban sus putas historias de princesitas de manos delicadas, en vez de admitir que al final del viaje no había puestas de sol en la playa, que nos esperaba trabajar todo el día, hasta deslomarnos, como temporeros en los campos de naranjos de Florida, para tener al menos una oportunidad.

Herb pecaba de confiado y me decía que ninguna de las dos podía arreglárselas sin nosotros, que no sabían hacer nada más que cocinar, trabajar en el campo y abrir las piernas cuando nos podían las ganas. Yo me reía, para disimular que hacía mucho tiempo que Lu y yo no lo hacíamos, porque me daba asco ver la desgana en su cara y porque se había abandonado y parecía una vieja de treinta años. Ya no era la jovencita incauta que había desvirgado, a fuerza de prometerle una vida llena de viajes, lejos del pueblo perdido en el corazón de Arizona, en el que habíamos aprendido a huir.
Cuando las enviábamos a comprar cerveza y algo de comida o cuando les decíamos que esperaran vigilando los trastos hasta que volviéramos de algún bar de carretera, trataba de convencer a Herb del peligro que corríamos. Cualquier noche en la que nos emborracháramos más de la cuenta, podían aprovechar para huir con todo y dejarnos tirados en medio del desierto.

Maldita la hora en las que se nos ocurrió darles el capricho de entrar en aquel autocine, donde vieron la peli de las bolleras. Mi hermano y yo  pensamos que podría ser divertido, que sería como volver a los viejos tiempos, en los que ellas trataban de ver la película y nosotros de acceder a sus bragas, bajo el chorro de luz del proyector. Hacía tiempo que habíamos perdido la vergüenza, a fuerza de vivir en un espacio tan reducido y yo tuve que conformarme con mirar de reojo cómo la mano de Herb se hundía bajo la falda de su Mary, mientras ella miraba absorta la pantalla, indiferente a sus caricias. Lu ni siquiera me dejó que le pasara el brazo por encima de los hombros. Más tarde, me tuve que quedar a solas con mi rabia excitada, escuchando los gemidos al fondo de la caravana, tras la cortina que nos separaba de los otros dos, tumbado espalda contra espalda junto a Lu, sabiendo que se hacía la dormida.

Por mucho que me doliera, tuve que mentir a Herb. Se pasó varios días llorando, pero al final le pude convencer de que era mejor así, que los dos solos nos las apañaríamos mejor, que en el fondo las dos eran un lastre y que no valía la pena perder el tiempo buscándolas. En cierto modo, habían tomado una decisión y había que respetarla, porque tenían tanto derecho como nosotros a decidir qué hacer con sus vidas. Y sí, era una mala jugarreta que se hubieran largado en mitad de la noche, aprovechando que los dos dormíamos la borrachera, aparcados a las afueras de aquel pueblo fronterizo. Y que  de nada servía salir en su busca, porque a esas alturas debían estar a bordo del primer autobús que las hubiera llevado lejos de nosotros, abrazaditas, las muy putas. Que yo lo veía venir, pero que no debía preocuparse, que no valía la pena. Y trataba de disimular que yo no había bebido tanto como él, que había aprovechado la ocasión para ahorrarnos un disgusto, que le había dado buen uso a aquella pala oxidada que nos habíamos encontrado un día junto a la cuneta. Un trasto que no servía para nada, dijeron ellas, sin entender que aquel desprecio marcaba su final. Fue entonces cuando supe que tenía que darles lo que pedían, cavar un hoyo en el desierto y dejarlas atrás. Al fin y al cabo, las dos soñaban en caer por un precipicio y acabar de una vez con todo.