sábado, 12 de abril de 2014

GALLINAS Y CARAMELOS




Giovanni Sorensen sabía que no tenía que meter las narices en los asuntos de los payasos del circo. El director del circo se lo había dejado bien claro el día que lo contrató.

— Son gente extraña. De tanto reír se les ha secado el alma. Mejor no te acerques a ellos.

La especialidad de Gigi eran los juegos malabares, aunque trabajaba limpiando las jaulas y dando de comer a los leones a la espera de una oportunidad para debutar. Practicaba una especialidad muy poco conocida, pero que había tenido su aceptación en los años de la posguerra europea.

 Su padre, un malabarista y funambulista danés casado con una contorsionista italiana, le había instruido en el difícil arte de voltear gallinas en el aire. Nada de cajas, mazas, pelotas o aros: plumas, picos y crestas. El espectáculo triunfaba entre el asombrado público, ya que nadie se explicaba que las gallinas adoptaran una postura tan rígida, con las patas y el cuello totalmente estirados. Si no fuera porque al finalizar el show daban una vuelta de honor alrededor de la pista agitando la alita derecha a manera de saludo aristocrático, cualquiera apostaría que se trataba de simples gallináceas disecadas.

La forma de amaestrar a las gallinas había sido transmitida en secreto de Sorensen a Sorensen, a pesar de no entrañar misterio alguno. El arte consistía básicamente en emborrachar a las gallinas a base de cerveza y darles el suficiente amor por las noches para que le obedecieran a uno con aviar fidelidad. Aunque Gigi ya no era un niño y se veía capaz de enfrentarse ya al gran público, el dueño del circo insistía en que tuviera tanta paciencia como esmero en la limpieza de las deposiciones de las fieras.

— Tu debut llegará el día menos pensado, así que tienes estar listo y entrenar fuerte. Ya encontraré un hueco para ti.

Gigi tenía un carácter nervioso e inquieto y la que consideraba caprichosa voluntad del empresario le sacaba de quicio. Todas las mañanas, cuando despertaba por los dulces picotazos en la entrepierna de su gallina favorita, se preguntaba si sería el día de su estreno como malabarista.

Mientras tanto, deambulaba por aquel hogar ambulante en el que había crecido, curioseando y molestando a todo el mundo,  como un ratoncillo entre las piernas de los elefantes. Una de las adivinas de la feria que solía acompañar a la compañía diagnosticó a sus padres que el carácter inquieto del crío se debía a la postura inverosímil que ambos mantuvieron en la cama la noche en la que fue concebido.

— Eso pasa por poner los pies donde deberían estar los brazos, y las posaderas donde la cabeza. — les espetó — ¡Yaced al modo humano!

Entre el cambio de hábitos sexuales y el riesgo a tener más hijos hiperactivos como Gigi, sus padres optaron por la vasectomía. No iban a renunciar al placer de los saltos acrobáticos y a los nudos carnales de tan difícil como grata ejecución en el lecho.

La atención que merecía como primogénito, hizo de Gigi un experto en los malabares con gallinas. Tuvo al mejor maestro en su padre, que le enseñó todos los trucos del oficio, como abrir una botella de cerveza con el pico de una gallina y emborracharse con las aves para lograr un mayor nivel de empatía. Beber con las gallinas pasó pronto de ser un oficio a un hábito, en el vano intento de olvidar que su mujer le había abandonado por otra contorsionista. Contra otra mujer, tan flexible como la voluntad de su esposa, no podía hacer nada.

Pasados meses y años entre gallinas y boñigas,  llegó el momento del bautismo en la pista para Gigi. Su padre había sufrido la semana anterior un grave accidente en los ensayos sobre la cuerda floja. Inexplicablemente, ésta se había roto por la mitad y el veterano equilibrista no había muerto de milagro. Así que tocaba cubrir el hueco que la actuación de su padre cubría en el programa del circo. Acababa de recibir un mensaje en el móvil del dueño del circo. A pesar de que los lamentos alcoholizados que llegaban desde la caravana en la que vivían le estremecían, Gigi estaba entusiasmado y parloteaba con las gallinas sobre el éxito que iban a tener. Atrás quedaban las artísticas deposiciones fecales de los hipopótamos, los tirones de pelo de los monos y algún que otro susto amoroso provocado por Leoncio, el león mariquita del circo.

Gigi se encontraba en su camerino acicalándose para la ocasión. Lo tenía todo calculado. Las gallinas reposaban adormecidas en sus jaulas, el chaleco de lentejuelas que iba a ponerse relucía como el diente de oro de un zíngaro, las cervezas estaban... ¿dónde estaban las cervezas? ¡Faltaba sólo un par de horas para la actuación!

Tras registrar sin suerte el camerino, salió en dirección al almacén. A esa hora estaba casi todo el mundo vistiéndose y preparándose para su número, así que no se tropezó con nadie hasta llegar allí. Estaba oscuro. Cuando estaba a punto de encender la luz, se detuvo al oír unas voces sospechosas en el interior. Le pudo más la curiosidad que las prisas y se quedó pegado a la pared, evitando hacer el menor ruido. Pudo reconocer el marcado acento siciliano de Bambini, uno de los payasos del circo.

— ¿Están listos los caramelos?

— Tal y como acordamos— le respondió una voz desconocida en voz baja. A duras penas podía escuchar lo que decían, pero adivinó algo relacionado con unos jóvenes, los autos de choque y una cantidad de dinero que tenía que ser entregada.

—Descuida que así lo haremos. ¿Y lo nuestro?— susurró el payaso — Perfecto.

Gigi oyó unos pasos que se acercaban a la puerta donde se encontraba agazapado y se refugió tras unas cajas. Vio salir a Bambini acompañado de un tipo de aspecto siniestro, bajito y cejijunto. Cuando se alejaron, entró en el almacén en busca de alguna caja de cerveza, pero no encontró nada. En cambio, observó que en el suelo, cerca de donde estaban los bártulos de los payasos, había unos cuantos caramelos esparcidos por el suelo. Seguramente habían caído al suelo inadvertidamente. Se metió unos cuantos en el bolsillo del pantalón y salió escopetado.

Al final pudo conseguir un poco de alcohol que le prestó la mujer barbuda. No tenía muy claro si se trataba de coñac o de una loción crecepelo, pero no tenía  tiempo para detenerse en esos detalles. Moderó las dosis de bebida para no matar a las gallinas. El mejunje surtió efecto. Pronunciadas las palabras rituales para hipnotizarlas, palabras inútiles, pero estipuladas por la tradición de los Sorensen, cogió a todas y cada una de ellas por las patas y el cuello y las estiró hasta que quedaron más rígidas que un paraguas olvidado sobre el banco de una iglesia. Satisfecho, se metió en la boca unos cuantos caramelos de forma distraída.

Ya entre bambalinas, todos los artistas se sorprendieron por su presencia y los que apreciaban a su padre, o aquellos a los que no debía dinero, le dieron la enhorabuena. Estaba atenazado por los nervios, por su estreno inminente y porque el grupo de payasos no dejaba de mirarle con inquina. Notaba cómo el pulso le iba a mil por hora y se encontraba acalorado y sediento. Momentos antes de saltar a la pista, bebió un largo trago de agua fresca. Notaba un regusto amargo en la garganta que se le hacía insoportable, pero al mismo tiempo tenía más ganas de actuar que nunca, a pesar del temblor que notaba en las manos. Se metió un par de caramelos más en la boca.

Fue su primera y última actuación como malabarista. Las asociaciones de defensa de los animales no daban crédito a lo que les contaron los espectadores que se dirigieron a ellos de forma indignada. Había saltado a la pista con la camisa entreabierta, la mandíbula desencajada y zarandeando de forma brutal a las gallinas mientras reía sin parar. Empezó a arrojar contra el público a las desdichadas aves, cogiéndolas por las patas como si fueran dardos plumíferos. Le dio tiempo, antes de desmayarse, a impactar tres gallinas contra varios espectadores ante el espanto general y a dejar a su favorita colgada como un jamón puesto a secar en la red los equilibristas, tal era la fuerza con la que las proyectaba.

Cuando lo retiraron de la pista, notó cómo el doctor del circo le apuntaba directamente a los ojos con una pequeña linterna mientras unos zapatones de colores le rodeaban. Alguien le estaba registrando los bolsillos. Pudo escuchar el ruido del envoltorio de los caramelos al ser encontrados y la voz de Bambini susurrándole al oído.

— Ya sabes qué hacer si no quieres acabar como tu padre. Ni una palabra. Lo que te ha pasado ha sido por culpa de los nervios, no de los caramelos. Capisci?

Luego, el desmayo, la oscuridad y un sudor frío que lo envolvió en  un carrusel de pesadillas en las que las gallinas hacían con él increíbles piruetas sobre el trapecio.