sábado, 29 de enero de 2011

TU CAJÓN DESASTRE

Esmarelda Villalobos, los ojos de la taxista requiriendo la muerte a lametones sobre la piel del boxeador. Me llevé esa imagen atrapada entre acordes de Depeche Mode, aquella noche de conciertos y desconciertos, o del sublime acierto de empezar a conocerte.  Y luego la música, siempre la música como banda sonora de una película que no acaba de proyectarse, o de aquella otra que, tantas veces expuesta, arde cansada de girar sobre el mismo eje.

Tom Waits puede lamentar no alcanzar el terreno más alto con su voz trepanada sólo porque existe como alegre contraste alguien que es tan solo una chica que quiere ser adorada por unas rosas de piedra. Y no hay espinas sin fragilidad en esta tierra de confusión.

Sabedora de que no hay recuerdo sin melodía, la nostalgia es una anciana de sonrisa engañosa que sabe abrir las cancelas adecuadas. Gracias a la música, los corazones de barro volverán a gestar la primera palabra, sus primeras ensoñaciones, aquellos anhelos balbuceantes, bajo una melodía que aún es capaz de desnudar la piel cuarteada que los recubre.

martes, 25 de enero de 2011

DICEN QUE ESTÁS MUERTA, de María Zaragoza



Por mucho que pretenda afirmar lo contrario, siempre me ha resultado difícil criticar con objetividad las creaciones de personas a las que, por suerte, conozco. O me puede la absoluta confianza y acabo cayendo en una frivolidad que puede resultar hiriente, o me invade un pudor ceremonial al descubrir en el texto los intrincados mecanismos que mueven sus resortes internos.

Desprender autor y obra, un ejercicio que suele ser tan sano como recomendable por regla general, se me antojaba harto difícil cuando encaré la lectura de la novela de María Zaragoza. He coincidido con ella  en demasiadas pocas ocasiones, pero siempre a resguardo de una simpatía mútua que nació bajo extrañas circunstancias. Y pese a conocer sólo de pasada sus andanzas, venturas y desventuras, no pude dejar de ligar la historia narrada con el particular universo de su autora.

Como ella mismo insiste en recordarnos, a poco que prestemos atención, estamos ante una falsa novela negra. La trama policial,  las circunstancias del crimen y su resolución, importan poco o nada a la autora, al menos en su armazón. La explicación del crimen puede o no resultar satisfactoria para el amante del género negro, pero lo que importa en esta obra es el mensaje que subyace: que todos y cada uno de nosotros escondemos una bestia (o habría que decir un tigre) en nuestro interior, una fiera que pasea a la sombra del fantasma del amor.

El carácter simbólico de algunos personajes, los juegos de réplica y duplicación, de espejos y moscas a uno y otro lado del cristal, nos hablan de los mecanismos básicos que rigen el amor y el odio,  la vida y la muerte. Unas reglas a los que todos estamos sujetos invariablemente. Y una de ellas es que para construir, suele ser necesario destruir, conformar una tábula rasa desde la que empezar alejando los fantasmas del pasado, asesinándolos si hace falta.

jueves, 20 de enero de 2011

POR FIN UNA IDEA PARA TENER SIEMPRE UN CONEJO A MANO

Si los hombres lucieran el mismo plumaje que un pavo real, no existiría el arte. Les bastaría con contonearse alrededor de la hembra pretendida y jugar a encontrar una combinación idónea de viento e iluminación para seducirla con su abanico festoneado.

Por arte o magia, el lector deberá entender cualquier manipulación creativa de la realidad con fines reproductivos. No pretendo teorizar al respecto. Es mi realidad y la asumo como tal.

Cómo traté de forma infructuosa de aprender a halagar a una mujer a través de la escritura, la pintura, el canto o la cocina y acabé mirando de nuevo a los ojos de la serpiente edénica, es una historia tan larga como aburrida, y que exige esforzarme en lograr cierta concisión, para no poner a prueba la paciencia del lector. Así que empezaré por el final.

Aunque ya hace tiempo que mi rostro y mi nombre han dejado de ser anunciados en los carteles de los principales circos de Europa, o en salas de nombre francés, aún hay quien recuerda la fama que llegué a alcanzar como mago.

Y he dicho mago, que no ilusionista. Después de recorrer el mundo aprendiendo los trucos de los mejores maestros en el arte de la prestidigitación, e incluso tras haber aprendido a pronunciar esta palabra sin rubor ni atropello ante las damas más exquisitas de la época, encontré que mi destino me llevaba, desgraciadamente, a conseguir aquello que había anhelado desde mi poco tierna pubertad.

Porque yo, habiendo dominado todas las artes, y llegando a la conclusión de que la única verdad es la que uno se crea a base de ficciones, consideré que la mejor forma de poseer el corazón de una mujer era a través de la magia. Ríase el lector, o juzgue demencial mi propósito, pero me enamoré sin remedio de una rubia beldad germana que por aquel entonces servía como modelo y de Venus mejorada a los más renombrados pintores.

Sabedor de la fría indisposición de la alemana con todos y cada uno de sus pretendientes, por muy ricos, bien dotados o poderosos en todos los sentidos que fueran, indagué en su círculo más cercano, hasta hallar la saeta que pudiera llegar a acertar, si no en su corazón, al menos en su delicado talón de Aquiles.  Y no fue esta sino la magia. Era una entusiasta seguidora de cualquier espectáculo que la retornara a su infancia, en la que había trabajado como ayudante de uno de los primeros ilusionistas que serraron a una mujer en dos. 

Tras un leve accidente, que acabó con el mentor de la rubia modelo en prisión por mutilación sin eximente de gangrena de una de sus colaboradoras, ésta acabó abandonando el mundo del espectáculo y entregando su cuerpo a la dura tarea de ser musa pictórica.  Un halo de nostalgia tiñó desde entonces su mirada, y sabedora de que el truco había sido descubierto, la magia desapareció de su vida.

Pero no de la mía. Aprovechando mi sólida formación en los arcanos de la magia, no fui tan insensato como para desperdiciar mis habilidades en otras carnes. Así que inicié sin dilación una cuidadosa selección de las que iban a ser mis ayudantes en el truco de la mujer viviseccionada. Desarrollaba mis actividades por aquel entonces en las inmediaciones de Londres, ganándome la vida con los trucos de carta y aprovechando mis conocimientos en medicina para obtener un suplemento como dentista. La ignorancia y mala dentadura de aquellos buenos ingleses hicieron que conociera a las suficientes mujeres como para hacer una primera prospección.

Acabé contratando a dos hermanas, que tenían la innegable ventaja de ser huérfanas.  Ninguna indignada familia me perseguiría, si es que se daba el improbable percance de que me temblara la mano con el serrucho.

Como hoy saben hasta los niños de teta, para realizar el truco de la mujer partida son necesarias dos colaboradoras con la suficiente elasticidad y delgadez para caber plegadas en un espacio pequeño. Cuando el asombrado público veía mover de forma independiente las extremidades de la mujer partida en dos, no veían sino dos brazos y dos piernas pertenecientes a mujeres distintas. En este caso hermanas: Virginia y Justina.

Aunque de físico y talante muy dispares, no puse reparo alguno en tratar de obtener los favores de ambas. Virginia gozaba de una inteligencia y un candor tan admirables como poco agraciado era su rostro. Su cuerpo y sus ademanes carecían de la delicadeza que lucía su corazón.  En cambio Justina era un animal hecho a la medida del deseo de cualquier hombre, siempre solícita a mis apetencias entre bambalinas.

Pero como quiera que el destino del ser humano es la contradicción, me hastié pronto de la lasciva solicitud de Justina, cuya verborrea no hacía sino camuflar su falta de inteligencia y sentido del humor y vine a enamorarme de la impoluta Virginia, con la cual empecé a preferir pasar las noches, discurriendo sobre lo más variados temas y riéndonos de nuestras respectivas ocurrencias.

Empecé a huir de los continuos requerimientos carnales de Justina, por pasar más tiempo con Virginia, de quien ya no dudaba estar perdidamente enamorado. Tal era así, que sus rasgos abruptos y pilosos empezaban a matizarse, hasta alcanzar un grado de aceptabilidad que podía rayar la condición de belleza en condiciones de penumbra.  Un solo obstáculo me impedía alcanzar la felicidad suprema: la natural inclinación de Virginia a cerrar en banda sus piernas cuando me acercaba a ella con fines amatorios, justo al contrario que su hermana. Y por mucho que yo estuviera enamorado sin reservas de su mente, necesitaba a la vez sosegar mi carne. Lo que no hallaba en una, buscaba en la otra, y viceversa, por lo que antes de caer en brazos de la locura, imploré a oscuras divinidades para encontrar solución y consuelo. Mientras tanto, aliviaba el infierno bígamo en el que vivía gracias a la mentira, y aseguraba a ambas que las amaba por partes iguales, mientras trataba de averiguar cómo no renunciar a lo mejor de cada una de ellas.

Recuerdo que aquella noche actuamos en una taberna de mala muerte en la que se realizaban de vez en cuando espectáculos musicales y teatrales para entretener a la parroquia. Tras una parte introductoria con los trucos habituales, (pañuelos, conejos y monedas aparecidas tras las orejas de los asombrados espectadores), llegó el momento de serrar a mi ayudante, que por supuesto, de cara al público, era la bella Justina. Virginia esperaba replegada en su fealdad dentro de la caja, para sacar los pies en el momento justo y simular aquel sacrificio incruento.

Todo salió a la perfección, y nadie se percató de que yo variaba ligeramente el número, musitando unas palabras ininteligibles mientras daba vueltas alrededor de aquella especie de ataúd con ruedas partido en dos. Al abrir de nuevo el receptáculo, el público aplaudió a rabiar. Justina saludaba al respetable,  un tanto desorientada, pero íntegra y escultural.

Nadie reparó en la desaparición de la casta Virginia, el mejor número que he realizado jamás y el de más lamentables consecuencias. Al finalizar la velada, me dirigí a mi ayudante, ansioso de comprobar si el conjuro realizado había surtido efecto: unir cuerpo y alma de ambas hermanas en una sola persona, con la belleza de una y la inteligencia de otra.

Pero Justina no parecía haber asimilado la inteligencia de su hermana desaparecida. Seguía con la misma conversación estúpida y ni siquiera tenía la mínima sensibilidad para preguntar por el paradero de Virginia. Se mostraba satisfecha por volver a ser el objeto de mis atenciones y no cesaba de parlotear sobre la necesidad de poner unas cortinas en mi camerino.

Cuando harto de tanta cháchara la tendí sobre la cama y me abalancé sobre ella, chocó las rodillas con un gesto instintivo e inusual en ella, cerrándose en banda a cualquier envite y abriendo los ojos con perplejidad. Ambos entendimos al instante dónde había acabado su hermana, o al menos la mitad de ella.

Robert Llopis 19 de enero de 2011

viernes, 7 de enero de 2011

Y se hizo la luz

Escribo con el reconfortante sonido de la lavadora, ya no irritante, dando merecida cuenta de la suciedad de mi ropa, que amenazaba con obligarme a tener una primera vez en una lavandería. Una de esas que salen en las películas, en las que la gente traba amistad dependiendo de la afinidad cromática de su ropa interior. Igual, entre aquellas grandes lavadoras, me esperaba un guiño inesperado y una boda fulminante, pero ha vuelto la luz a mi casa.

Gracias, Unión Fenosa, por hacerme valorar la importancia de Edison, por aumentar mi aureola de falso bohemio, por perfilar mi figura contra la pared, recortada por la luz de las velas.

Gracias, Policía Local de Madrid, por hacerme vivir una escena digna de una película de Berlanga. El portero negándose a abrir el cuarto de los contadores, huyendo luego despavorido a encerrarse en la mercería del portal vecino, llamando a la autoridad, acojonado por la ira del sardo más amable e iracundo que existe bajo la luz (del sol). Su mujer llorando, yo en pijama en la calle, los chinos mayoristas dándonos la razón.

Y gracias, porque ya puedo seguir poniendo tonterías en el blog y, como quien no quiere la cosa, empezar a revisar el borrador de la novela que acabo de terminar.

2011 promete.