viernes, 21 de mayo de 2010

ONLY THE LONELY

(potadita bremenauta)

Han cerrado las fronteras. El rastro de pelos rasurados sobre la pila del baño confirma este extremo. Los contemplo distraído, jugando a adivinar alguna forma, mientras trato de restar importancia a la abundancia de canas y pienso en el absorbente abismo de los andenes, en la absurda épica del abandono.

El mapa plegado de un país que nunca visitaré atraviesa mi estómago, absorbe un grito mal digerido. De norte a sur, la cordillera de los cobardes sueña con incendios redentores, y las paredes de mi habitación se pliegan hasta conformar montes que devoran el horizonte, que planean sepultarme mientras cuchichean a mis espaldas.

La certeza que me acechaba desde hace tiempo sopla sobre mi nuca, y no me queda sino reconocer que renunciar para siempre al viaje tal vez sea la mejor de las soluciones. No más vida especular. Giro la llave del agua con un gesto mecánico y el agua arrastra los restos de jabón y suciedad hacia la oscuridad.

sábado, 8 de mayo de 2010

CRIMEN Y CASTIGO (relato bremenauta)


...un hombre sólo muere cuando ha hecho lo que debe o cuando es absolutamente imposible que lo haga ya...y esa es la diferencia entre el cielo y el infierno...." Gaón de Vilna
 
La bicicleta plegable de Belo, que tanto le gusta lucir en las terrazas de Lavapiés,  baja a una velocidad endiablada trazando una trayectoria no contaminante por la cuesta de la calle Calvario, y tan afecto a la nostalgia televisiva como es, se cree por un instante el Indurain del 92, oliendo el culo a Claudio Chiapucci en el descenso de un puerto de montaña, rumbo a Sestrières. Satisfecho por la precisión visual de este recuerdo, pero tardo al freno, su estúpida sonrisa y los mil euros de fibra de vidrio por los que ha renunciado a tantas cosas atraviesan, cual caballo azuzado con guindilla, el cristal del escaparate de la frutería pakistaní de la esquina, y entran de forma sorprendente por la puerta entreabierta de la trastienda, hasta colisionar contra unas cajas repletas de cartones de tabaco de marcas variadas.
Un fuerte olor le despierta, y siente el escozor del humo de un cigarro al abrir los ojos. y el frío de las baldosas bajo su espalda. Un hombre alto y delgado, con una barba cuidada y tupida, a ambos lados de la cual se despliegan dos grandes orejas, le observa mientras fuma, con una expresión marcada por la sorprendente separación entre sus dos ojos. Al principio, Belo cree reconocer en él al dueño del establecimiento, hombre barbudo y cetrino al que tantas veces ha recurrido en sus largas noches de insomnio creativo para abastecerse de víveres, pero su salvador tiene la piel blanca y sus gestos son precisos y delicados, así como sus palabras, que suenan con un acento que resulta a la vez argentino y afrancesado.
–  Y ahora vos me dirás qué carajo hacés en mi departamento, boludo.
El hombre le tiende la mano, presto a ayudarle a levantarse, pero Belo prefiere permanecer tendido en el suelo, observando a su alrededor, receloso por las palabras del extraño, y reclamando con  su mirada una ayuda más cualificada y comprensiva que sepa valorar el alcance de sus más que probables lesiones cerebrales. Y es que no se encuentra en la trastienda del economato pakistaní, sino en lo que parece ser una buhardilla decorada de forma austera, repleta de libros y legajos, y con un único ventanuco al fondo, a través del cual se filtra la luz amarillenta de las farolas.  Esté donde esté, es de noche. Con toda seguridad, debe haberse desmayado a consecuencia del golpe y alguien ha aprovechado su desgraciado accidente para secuestrarlo, conocedor de su valía como...
El desconocido le atiza en la frente con un pesado libro que ocultaba tras la espalda. No le da tiempo a fijarse en el título. El golpe resuena en su cabeza con un bloom.
… como futura promesa de las letras, y ahora que navega entre las vibraciones de su propia cabeza, que el libro con el que le ha golpeado aquel extraño barbudo parece haber sacudido con un toque preciso el cóctel, lo ve todo claro, las palabras cobran un nuevo sentido, se diluyen unas en otras como bronce fundido sobre el molde de todo aquello que tiene ganas de gritar al mundo: su talento será reconocido, llegará el día en el que alguien advierta su valía, su básica valía, su bahía evadida, su bacía vacía, vanidad balida…
– ¡Beeeee!
Una oveja mordisquea las nutritivas rastas de Belo, desparramadas sobre su rostro. Su nariz aguileña corre el riesgo de ser seccionada y aparta con un gesto brusco al lanudo rumiante. La luz del sol le ciega y no distingue a su alrededor más que una casa de adobe, auténtica en su pobreza y austeridad, la misma en la que se alojó en su viaje iniciático y auténtico de quince días por el norte de África. Sólo que esta vez no se encuentra en ella el amable anciano que le ofreció un té auténtico con una sonrisa falsa, y cuyo nombre olvidó al quemarse la lengua con el primer sorbo. 
El hombre que le contempla de cuclillas bajo la sombra del toldo de la entrada, le ofrece un gesto conmiserativo, pero no hace el mínimo ademán para ayudarle a levantarse. Está concentrado dibujando una figura con tiza sobre el suelo de la calle. Belo se incorpora con dificultad y cubre sus ojos con la mano, a modo de visera, para protegerse de la intensa luz, mientras se acerca al hombre, que ha retomado su actividad, ignorándole por completo. 
La sombra de la joven promesa de la literatura underground se proyecta sobre la espalda del dibujante, que le dirige una mirada iracunda y abandona su tarea. Se incorpora con agilidad, y Belo puede por fin contemplar la obra pictórica: una extraña cruz compuesta de cuadriláteros. En el extremo superior del brazo vertical del símbolo de tiza, dos únicas letras: JC. El hombre que ha dibujado la cruz retira la capucha que cubre su rostro, y Belo reconoce facciones al instante. Es el mismo que le ha golpeado con el libro. La barba, la extraviada expresión de aquellos ojos de camaleón son inconfundibles, pero esta vez no tiene dudas sobre su identidad.
– ¿Je… Jesús?
¡Julio, boludo, Julio! – grita el enfurecido berebere, al mismo tiempo que le arroja un puñado de tierra a los ojos.
Belo, cegado por completo, recuerda las dos clases de Aikido a las que ha asistido hace un mes, y pone en práctica las técnicas aprendidas en ellas, tratando de golpear al así llamado Julio a base de agitar los brazos con la mayor velocidad y menor de las precisiones, con el fin de impactar por pura suerte a su agresor o al menos arrancarle las barbas. No obtiene sino un severo encontronazo contra el muro de adobe, que resquebraja en parte con su testuz, antes de caer de nuevo desmayado.
 Cuando recobra el conocimiento, lo primero que ve es una cajetilla de Marlboro sin sello, desparramada ante sus narices. Aunque hace dos años que ha dejado de fumar, coge un cigarro, se lo planta en la oreja, se incorpora con calma, y sale de la tienda haciendo caso omiso a los gritos enfurecidos del dueño de la frutería. Entra sin decir una sola palabra en el pub de la esquina de enfrente, uno de los centros neurálgicos de la intelectualidad lavapiesina, pide un tercio bien frío de cerveza, y confiesa a la camarera que nunca ha leído Rayuela.
 
Robert Llopis 05/05/2010