viernes, 28 de septiembre de 2012

Pasado el archipiélago





Kolia Vasilievich salió en silencio del enorme edificio de ladrillos amarillos y dirigió una mirada desorientada a la plaza de la Lubianka. El rostro era inexpresivo, de facciones demacradas, pero sus ojos brillaban mientras echaba mano al bolsillo remendado de los  pantalones, en busca de un pellizco de tabaco.

A pesar de conocerla desde que era un niño, la plaza le parecía extraña e infinita. Acostumbrado al hacinamiento y a la oscuridad, se sentía desprotegido bajo el cielo vítreo del invierno moscovita.  Era ya mediodía y todo el mundo pasaba presuroso ante él, como si el vaho que salía de sus bocas fuera un anzuelo que los arrastrara a sus quehaceres. Kolia observaba a los transeúntes como si asistiera a una función que le era ajena. Tal vez se acercaba la hora de la comida para aquellos más afortunados y querían llegar cuanto antes a sus hogares. O quizás trataban de eludir la sombra del edificio, pasar deprisa y corriendo, sin atreverse a levantar la mirada.

Era más probable lo segundo. En aquellos tiempos, no era aconsejable prestar atención a los desconocidos. Mucho menos, dado el aspecto andrajoso de Kolia, apenas un armazón de huesos al que habían colgado unos harapos. Hasta el más idiota o borracho hubiera reconocido que aquel desecho humano acababa de ser escupido por los engranajes del GULAG.

Una veintena por ser un héroe de guerra, sin posibilidad de esgrimir condecoraciones o vítores al poder de los soviets. La única ventaja de haber sido un combatiente veterano era que ya se había curtido en el campo de concentración alemán. Se estremecía con sólo evocar las largas noches de estrellas enjauladas. A pocos metros, los prisioneros ingleses y americanos recibían la ayuda de La Cruz Roja y eran tratados con el respeto que merecía su rango.

A él, sin embargo, de nada le valieron los galones de capitán. Era otro animal abandonado a su suerte, indigno de recibir ayuda de su gobierno, por el hecho ignominioso de haberse rendido al enemigo. El Ejército Rojo nunca se doblegaba y cualquier prisionero de guerra era sospechoso de traición a la patria.

Cuando la guerra acabó, Kolia regresó a su Moscú natal con ganas de olvidar todo el horror que se le había calado en los huesos. Podría conocer por fin a su hijo, que tendría ya dos años, y trataría de recuperar la paz en brazos de su Natasha. La capital bullía enfervorizada por la victoria y todo el mundo se preguntaba qué iba a pasar a partir de ese momento. La guerra llevaba años siendo la única realidad de los ciudadanos, así que se rellenó el silencio de las bombas con la férrea consolidación del modelo que les había llevado a todos hasta la victoria. No era un buen momento para incertidumbres o disidencias, sino la hora de ensalzar al Gran Padre.

Al llegar al barrio, Kolia encontró el vacío de una casa abandonada y noticias imprecisas sobre el paradero de su mujer. Una de las vecinas se limitó a decirle, antes de cerrar la puerta, que se olvidara de todo, que por lo que ella sabía, llevaban ella y el niño meses bajo tierra. El militar no quiso resignarse a la soledad, necesitaba pruebas más sólidas que las palabras de una vieja loca sobre la suerte que habían corrido los suyos.

Le costó varias semanas encontrar a Natasha. No le extrañó que le hubiera dado por muerto, que estuviera casada con otro hombre, ni siquiera le afectó la noticia de la muerte del  pequeño Nikolai. Al fin y al cabo, ella merecía vivir y él tenía la sensación de haberse ahogado en el barro mezclado con heces del campo de concentración de Polonia, por mucho que después hubiera sido liberado, que hubiera estado de nuevo bajo el pabellón de las tropas victoriosas, persiguiendo como perros a los que habían sido sus captores. Durante su cautiverio le habían arrebatado la dignidad, el orgullo, la palabra.

Regresó a su casa y esperó. No ofreció resistencia alguna cuando fue detenido. Sabía que muchos de sus compañeros de armas habían desaparecido y que cualquier día podía tocarle a él. La detención podía suceder en cualquier momento y no valían de nada las justificaciones ni los porqués. Ni siquiera era necesario demostrar culpabilidad alguna: el tiempo y los métodos adecuados harían el papel de juez y verdugo. Unos días sin dormir, o alojado en una celda tan estrecha en la que ni siquiera podía uno sentarse, obraban milagros. No fue tan estúpido como para confesar lo que querían oír a las primeras de cambio. Sabía que eso no agradaba a los jueces de instrucción. Fingió cierta resistencia, para luego acatar con indiferencia los veinte años en un campo de trabajo siberiano.

Un carraspeo a sus espaldas le sacó de sus divagaciones. Lárgate, más vale que no te veamos de nuevo por aquí, le dijeron, obligándole a alejarse. Con las rodillas temblando, empezó a cruzar la plaza, sin saber a dónde encaminar sus pasos. El mismo oficial que había entrado en Berlín subido a lo alto de un tanque, se veía ahora incapaz de inventar una nueva vida que no había pedido a nadie.

domingo, 23 de septiembre de 2012

YOUFEST, LA TIGRESA, WENDY SULCA Y LA MADRE QUE LOS TRUJO

Vuelvo a escribir una entrada al viejo estilo, como cuando mis sueños se veían perturbados por la presencia de seres entonces desconocidos para el gran público:  Wendy Sulca, Delfín Quispe o La Tigresa del Oriente.

Como muchos sabéis, dentro de poco se celebra en Madrid el YouFest, un encuentro demencial que va a mezclar a los antes mencionados con Rick Astley o Chimo Bayo, por citar dos ingredientes de esta macedonia delirante. Aquí, más información del cónclave satánico: Youfest

Y no, por mucho que hayan insistido mis amistades, no voy a asistir a ese festival. Reconozco que les dediqué varias entradas en su momento y estuve tan enfermo que llegué a analizar los vídeos de Wendy Sulca o Delfín Quispe. Pero aunque podría llegar a  ser divertido, no me hace gracia la crueldad subyacente del concierto, el lanzamiento de tomates cínicos desde nuestra supuesta superioridad cultural.

 No sé hasta qué punto La Tigresa o Wendy Sulca saben que merecen ser lapidadas y ascender a los altares del evangelismo andino. Tienen cierto aire de candor, una inocencia que me provoca  ternura, aunque sean unas sionistas maquiavélicas que nos están lavando nuestros cerebros europeos de neurona plana.

Que no, que no voy a ir al Youfest. Paso de ver a un rebaño de hipsters  (esa taxonomía de nuevo cuño que es menos definitoria que la de gafapasta malasañalavapiesinus) burlándose, de forma más o menos velada, de la parada de monstruos que se ha orquestado.

Espero haber resultado convincente, porque la razón real por la que no voy a ir es que mis neuronas tienen un límite y la sinapsis de horrores que se establece cuando uno empieza a picotear en Youtube me ha llevado hasta este horror sin nombre:


El mensaje del vídeo en cuestión me ha llegado hasta el tuétano: TRABAJA, FLOJO, TRABAJA. Dedícate a cosas más serias. No entres a describir el paso de baile del señor con un tocado de plumas que evoluciona frente a los aldeanos, en los colores que adornan el arco que enarbola la Tigresa, en la cara de acojone de ese cerdo salvaje acorralado que aparece al inicio de la canción, en la falta de correspondencia entre la letra y los movimientos de los labios (¡oh, los labios!) de la cantante simpar. O, sobre todo, ese momento en el que el revolucionado editor del videoclip, recorta la cara de la Tigresa en forma de corazón y la va moviendo por la pantalla, para volvernos turulatos del todo. No, no voy a perder el tiempo en eso, porque uno se hace mayor y tiene que asumir otras responsabilidades, hablar de cosas serias, joder.

P.S.: al finalizar esta entrada, me percato de que el vídeo oficial de la canción, mucho más coherente, es este, con la aparición de un señor muy flojo, recriminado por la Tigresa. Dejo ya a al buen juicio del lector valorar la calidad de uno y otro: