jueves, 17 de junio de 2010

MADRID, AÑO CERO.

Relato para el taller del Bremen de ayer, con el tema "La primera vez".


Llegué a Madrid por primera vez a los tres años de vivir en la ciudad.

Un año cero se lo inventa uno más cuando quiere que cuando puede, así que tras marcarme las consignas adecuadas, harto del tiempo perdido en una rutina demasiado acomodaticia, elegí una entrada en escena casual, un momento para el recuerdo construido con plena conciencia de estar troquelando una foto que nacía vieja. A la salida del taller de relatos en el que trataba desde hacía meses de congraciarme con la literatura y con mis ganas de todo, Jota el Escribiente me ofreció volver a casa en su moto.

Rehusé la propuesta en un inicio, aunque la idea me parecía tentadora. No sólo por ahorrarme el consabido viaje en metro desde Tribunal, con la segura compañía de una recua de adolescentes cargados de hormonas y alcohol, que ignorarían sin ninguna duda la portada del libro que iba a esgrimirles a modo de inútil escudo y carta de presentación, sino porque la última vez que había subido a una moto, había sido en la Puch Cóndor de mi padre, cuando yo tenía doce años. Y me acojonaba la idea.

Habría aquí que detenerse un instante y montar caballete y lienzo para hacer un rápido esbozo de Jota. Cordobés de pura cepa, empapado en barrio, espigado en nervio y verbo, tenía el don de convertir todos los caminos en atajos y todas las dudas en palabras marcadas por las precisas dentelladas de platino de quien sabe de qué va la vida. Como poco.

Y allí estaba yo, la Hormiga Atómica a punto de derribar la moto con la torpeza de su peso analfabeto en elasticidad al tratar de encaramarse al sillín, con su cabeza ensanchando las paredes del casco hasta dejarlo inservible, y el temor ahogado de quien simula crecerse.

No fue sólo la renovada experiencia de viajar en moto, los recuerdos que se entremezclaban con aquella nueva perspectiva de la ciudad, sobre la calzada, sino más bien las palabras de Jota sobre su experiencia en la capital, en su barrio, con su gente, las que me transportaron a un nivel de consciencia en el que me reconocí resucitado. Lázaro, levántate y anda, pero haz algo más: escribe, bebe, disfruta, ama. Menos fotosíntesis y más polinizar.

Mientras hablaba a gritos con Jota, aleccionado por su discurso entusiasta y vitalista, y por la seguridad que ya a esas alturas del viaje me imponía su zigzaguear de abejorro avezado, me pude relajar, dedicándome a captar con la mirada escenas de la noche de Madrid. Nada de alardes o euforias: necesitaba cierto distanciamiento para disfrutar al completo de aquel viaje iniciático.

Una marica esquelética le enseñaba una cicatriz justo al lado del ombligo a su anabolizada Ana Bolena en un banco de la plaza de Chueca, un grupo de adolescentes con sus cencerros, las inconfundibles bolsas color verde chino cargadas de botellas, atravesaban un paso de cebra con arrogante parsimonia, un perro de marca cagaba en la acera mientras su dueña parloteaba por el móvil, tratando de hacerse la despistada, y de frente, el arco voltaico en el que se reflejaban todas las luces de la ciudad, la superficie del casco de Jota, atravesaba la calle Alcalá, las candilejas corredizas de la ciudad que nos abocaban en brazos de la noche, o de algún escote.


Cuando llegamos a La Latina, hogar y guarida de mi barbudo camarada, Jota me reconvino por mi obstinada reticencia a abandonar la maraña de Lavapiés, su mezcla de cruda realidad y escondite para artistas por descubrir y olvidar, el lugar donde la basura desparramada sobre la acera de un cubo de basura se transformaba al instante en una performance, para adictos a la sopa boba. Consciente del abismo tan estrecho como profundo que nos separaba, di un salto y me puse de su lado a la tercera caña, casi convencido de acabar cambiando de barrio, y pasar a mejor vida.

Un simple viaje en moto me había puesto sobre el circuito adecuado, presto a dar vueltas de nuevo, pero con un estilo mejorado, o al menos distinto.

Cuando llegué a casa, sentía la imperiosa necesidad de escribir la experiencia arrebatadora que había tenido, ese éxtasis kármico que me iba a llevar a mejores puertos, a desarrollar de una vez por todas mi innegable potencial como escritor y, mejor aún, como persona. Sí, todo iba a cambiar, notaba la inminencia del destino.

Al mes de aquel chispazo de euforia, escribí la primera frase de este relato y la metí en un cajón de mi habitación sin ventanas. La tortuga empezaba a moverse.