sábado, 18 de octubre de 2014

Postureo

La librería, situada en una esquina estratégica del barrio de Malasaña, está flanqueada por una tienda de ropa para niños forzosamente alternativos y un hipermercado chino que abastece de algas y litronas al vecindario. Está recién reformada, impoluta, y tan sólo la diminuta mancha que ha dejado una nariz curiosa en el cristal desluce el espectacular escaparate desde el que los viandantes pueden observar el interior, en un ejercicio de vouyerismo que viene dado por el afán exhibicionista de los ocupantes del establecimiento. 

En posición privilegiada, orgullosas y luciendo portada, las novedades editoriales recomendadas por la revista virtual más puntera, aquella cuyo criterio nadie se atreve a rebatir, bien por desconocimiento, bien por simple comodidad. La tipografía de estos ejemplares es menos chillona y burda que la de sus hermanos bastardos, los best-sellers de supermercado y se contenta con mantener un tono más apagado y discreto, que compensa con una elevada carga conceptual en las ilustraciones o fotografías que la acompañan. 

Más allá de la almena de libros del mostrador, unas mesitas redondas, blancas, de madera lacada, sirven de proscenio desenfadado o dentadura dispersa al banquete literario que se celebra a diario en el recinto. Dispuestas de forma caprichosa, esparcidas al servicio de los acólitos como diminutos hongos iniciáticos, se encuentran casi todas ellas ocupadas por los habituales del lugar que, fieles a unas reglas territoriales innatas, se reparten el espacio entre miradas recelosas. 

En el rincón más cercano a la barra mostrador en la que el librero oficia el evangelio del descorche y las recomendaciones, dos jóvenes se estudian con disimulo desde la invisible frontera de timidez que separa sus dos mesitas contiguas. 

Ella viste por completo de negro, un riguroso luto intelectual que contrasta con la palidez de su piel, el rojo furibundo del carmín de sus labios y el negro azabache de su melenita a lo garçon. Un ligero temblor de la cucharilla con la que remueve el té ya frío, que reposa hace media hora junto al libro que ha comprado, denota que no se encuentra del todo a gusto. Balancea de forma nerviosa el pie derecho, convertido en un metrónomo de su desazón. Apenas se le ha visto pasar dos páginas en todo el tiempo que lleva sentada en la librería, más atenta a su móvil y a fantasear con miradas furtivas que pueda lanzarle el librero, que a la lectura. Podría decirse que es hermosa en su hieratismo y compensa la falta de curvas en los lugares estratégicos con una expresión entre lunática y desvergonzada que es anzuelo infalible para cautivar a los cazadores de musas.

Él lleva tiempo tratando de adivinar lo que está leyendo ella pero, por increíble que parezca en un lugar como aquel, la chica mantiene el libro en un ángulo tan obtuso que resulta imposible leer el título. Cada poco, se pasa la palma sudorosa de las manos por las perneras de los vaqueros, asustado por la cercanía de la chica, pero adoptando una pose firme y de un estudiado desinterés, tal y como le han inculcado las innumerables amigas sin derecho a roce que orbitan alrededor de su errática vida sexual. 

Cualquier observador externo consideraría, siendo benevolente, que la situación es ridícula. La aparente frialdad de ella, concentrada en un libro al que no hace caso y la torpeza destilada en sudor de él, contrastan con la desenvoltura casi profesional del resto de clientes, que parecen protagonistas de un anuncio de Fanta. Todo vira en inesperada tragedia cuando el librero anuncia que en unos minutos dará comienzo la presentación del libro, cuyo autor es amigo de la mitad de los presentes, y que pueden acceder ya al sótano. Las prisas por ocupar una silla en primera fila en la que dejarse ver, motiva un pequeño tropel. El chico, casi por inercia, se levanta sin despegar la mirada de la chica y al recoger el libro que tenía sobre la mesa, deja caer inadvertidamente un papelito que ella, agradecida por desentumecer los músculos tras mantener la misma pose de forma prolongada, recoge en un santiamén. 

Ambos enrojecen. Él murmura un agradecimiento ininteligible, antes de salir de forma apresurada de la librería sin recoger la hojita que servía de marcador y ella vuelve a leer lo que hay escrito en ella, un anuncio en el que con grandes letras y una fotografía que parece rescatada de los años ochenta, una señorita de nombre ruso ofrece servicios a domicilio.  


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