jueves, 18 de septiembre de 2014

LENGUA Y TORTILLA





― Inyéctale un pincho de tortilla y quédate fuera.

El compañero obedeció y salió a vigilar que nadie se acercara a la puerta que daba acceso al pasillo, no sin antes dirigir una mirada de desprecio al prisionero. Mientras mascaba nicotina sintetizada, Tarik Romero fantaseó con las medallas que se colgaría cuando el guiñapo que tenía ante sí confesara el sacrilegio. Los miembros del Comité estaban extremadamente nerviosos desde el  robo de la partitura del Himno Nacional, una grave ofesnsa que había desencadenado la revuelta. Habían logrado contratar a la mejor de las medusas canoras del planeta Murango para el acto refundacional de la nación, así que causó una  grave conmoción la desaparición de la partitura con la letra y los acordes que tenían que aunar a todo un pueblo.

Tarik, hijo de colombiano y senegalesa, tenía bien claro el concepto de patria. Consistía en una forma particular de cocinar, de hablar y de repartir hostias. Los casticistas como él se habían volcado con fanática dedicación a la ardua tarea de recuperar el español sin tener noción alguna de  de Etimología, Gramática Histórica e incluso caligrafía. Partían de una base fidedigna y cuya autenticidad había sido contrastada, eso sí. Los viejos manuales y diccionarios se habían perdido para siempre tras las leyes monolingües continentales, pero contaban con unos valiosos tesoros lingüísticos, rescatados de la basura acumulada en el sótano en el que ahora mismo se encontraban: la carta de un viejo restaurante de Carabanchel especializado en tapas, un catálogo del Corte Inglés y una copia holográfica de un partido de la Selección Española en el mundial de fútbol de Corea y Japón, que fascinaba a todos por la virilidad de Camacho, el entrenador. Durante meses, los insurgentes neoespañolistas habían registrado cada una de las palabras que encontraron en estos documentos, con una meticulosidad casi religiosa, propia de un lexicógrafo profesional.

Pero las palabras aprendidas se utilizaban caprichosamente. Se tenía más en cuenta su eufonía que razones estrictamente lingüísticas. Había sido una ardua tarea, secreta, silenciosa. Forjaron una nueva normativa desde la clandestinidad y la ignorancia. Los referentes que habían surgido desde la desaparición del español eran bautizados  por un comité de ociosos. Así, un convector de energía negra era un regate  o el material sintético con el que se elaboraban las sensuales cabinas sexuales era llamado callo con chorizo. Lo importante era recuperar una lengua genuina, aunque fuera deficitaria, porque detestaban el suomisajón, el idioma con el  que habían sido juzgados. No iban ahora a detenerse en nimiedades. Y si a una inyección había que llamarle pincho de tortilla, se hacía uso del término sin remilgos.

Rescatada la lengua y reinventada la bandera con una sábana bajera, todo parecía dispuesto para llevar a cabo la reinvención de la patria. Tras una dura y breve lucha contra el opresor, los insurgentes habían conseguido hacerse con el poder, gracias a un derramamiento de sangre provechoso y a la crueldad de rigor con el vencido. El siguiente paso era imponer una lengua, una bandera y un himno. Tarik  se veía ya con el rojo de la selección cubriendo su negra piel, como un togado senatorial de la antigua Roma. El Comité había decidido que los componentes del gobierno irían vestidos como los chicos de Camacho: furia, raza, entrega. A partir de esas tres ideas habían redactado entre todos el himno que ahora había desaparecido. Bajó de las nubes y se concentró de nuevo en el pelele que temblaba a su lado, víctima de la ira neoespañolista que buscaba merecido desahogo en las carnes del principal sospechoso.

El prisionero no hablaba  neoespañol, así que el interrogatorio se había limitado al monólogo de violencia propio de estas situaciones. Tenía el rostro hecho un mapa, después de tanto tortazo a  mano abierta y tantos chicles de nicotina aplastados sobre su piel. Estos no quemaban como los cigarrillos, pero tenían un efecto humillante. En el interrogatorio habían participado entusiastas rebeldes dispuestos a palpar la cara al cautivo, pero el que llevaba la voz cantante era el negro Romero. El pobre desdichado suplicaba  más que respondía en suomisajón. No entendía qué era aquello del pincho de tortilla, ni de qué himno le estaban hablando. Llevaba horas atado en un pequeño habitáculo de la base de operaciones de los conspiradores, el sótano de un viejo edificio en el centro de Madrid. Cuando Tarik consideró que el suero que le habían inyectado debería haber hecho su efecto, reanudó el interrogatorio. Lo que sigue, es una interpretación aproximada al nivel comprensivo del lector.

Sabemos que has robado la partitura del himno. Eso es un hecho. Otro es que vas a sufrir como no nos digas dónde está. Te sacaremos los callos y el chorizo.
No sé qué dice, por favor, desáteme. ¡No he hecho nada!
Quizás pensabas que podías huir en tu plato combinado o hacernos falta por la espalda con ese pincho moruno que escondías en tu Semana Fantástica. Pero de eso nada.
― ¿Eh?
¡Mierda de suero! Debería haberte hecho efecto ya. ¡Con dos cojones, con dos cojones! ¿Pero tú sabes lo que cuesta entrar en la selección, desgraciao? – le espetó mientras volvía a abofetearle.

En realidad, el supuesto suero de la verdad no era más que un laxante. No era de extrañar que la inyección no le hubiera soltado la lengua del interrogado, sino que relajara otras partes de su anatomía.

¡Yo sólo me ocupo de limpiar las habitaciones, déjeme en paz! gimoteó el prisionero antes de ponerse a llorar definitivamente.

Tarik salió de la habitación disgustado. Empezaba a oler mal allí. El resto del edificio mostraba las secuelas de la batalla que había tenido lugar horas antes. Restos de mobiliario destrozado, medicamentos esparcidos por el suelo, cristales rotos y sangre por doquier. Sus compañeros de rebelión le respetaban, pero en sus rostros se reflejaba el miedo que provoca adivinar la duda en la mirada del líder. Uno de ellos sostenía algo en las manos.

Tarik, no creo que cante.

La medusa canora, una sepia que habían encontrado en el congelador de la cocina, parecía poco dispuesta a esperar el hallazgo de la partitura para emitir su bello canto.  Sus tentáculos colgaban lacios de la mano del camarada. Tarik la cogió con aire circunspecto y se dirigió a sus compañeros.

Camaradas, sin himno ni diva no hay nada que hacer. No hay enemigo pequeño ni rebaja moral más sorprendente que esta. Pero será mejor que nos vayamos a dormir. Ya vendrá una nueva Primavera al Corte Inglés.

Cuando llegó la policía, no encontró resistencia alguna. Los alborotadores dormían relajados en sus habitaciones. El encargado de la limpieza fue hallado en la enfermería atado de pies y manos sobre un charco de heces y orina. No se supo nada del himno, ya que la partitura había sido arrojada a la basura como un papelucho más la semana anterior al limpiar las celdas.

Los encargados del hospital psiquiátrico nunca hubieran podido prever las consecuencias del hallazgo de material en español por parte de un interno con esquizofrenia paranoide. No se llegó a saber cómo un residente podía haber accedido al sótano, como nunca se alcanzaron a conocer los trapicheos entre Tarik y uno de los guardas a cambio de nicotina sintetizada. Por suerte, el adalid mestizo no se había agenciado el material más peligroso, una pila de revistas del corazón que llevaban años apiladas en uno de los rincones del subterráneo.

Las consecuencias podrían haber sido mucho peores.





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