martes, 5 de julio de 2011

SEPIA

Aquella mañana, su madre tomó una de sus acostumbradas decisiones irrefutables: irían a comer a una fonda de la vecina población pesquera. No había lugar para pataletas o lloriqueos. Una infancia encorsetada por la disciplina y el sometimiento le había enseñado que no servirían de nada, así que se ahorró cualquier muestra de descontento. Mientras se dejaba vestir como un pelele de tres años, intentaba convencerse de que la idea no era del todo mala.

Al fin y al cabo, le apetecía salir de la oscuridad de la casa, de aquel denso silencio surcado por el frufrú de los faldones maternos atravesando las aguas estancadas de su juventud. Su espíritu era tan romántico como cohibido, y trataba de evadirse imaginando viajes imposibles. Pero la realidad era otra. Aquella misma noche había soñado que se ahogaba en los senos perfumados de su madre, mientras su padre, muerto hacía ya más de ocho años, les observaba indiferente, tumbado en un butacón. Era un sueño recurrente y familiar en todos los sentidos, que le dejaba un regusto dulzón en la garganta que parecía perdurar unos instantes tras despertar. Era el empalagoso sabor de la sumisión. Así pues, aquella mañana no le quedaba más remedio que obedecer a su madre, y hoy se le había antojado comer en el puerto.

La principal amenaza de la inopinada excursión era que el pescado le resultaba repugnante. Pero su madre se aferraba a los tópicos alimenticios: insistía en que tenía que comer de todo y que el pescado era bueno para mantenerse ágil y despierto. El pobre desdichado tenía el firme convencimiento de que su madre se deleitaba torturándole, consciente del pavor que le provocaba la ingesta de cualquier ser dotado de espinas. A los seis años, creyó cruzar el umbral de la muerte tras sufrir el ataque de una traidora espina de bacalao en el gaznate. Los años habían pasado y la venganza se aproximaba. Aún tenía dieciséis años, pero pronto la abandonaría, como a un mueble viejo.


Pasaron el día en el pueblo, de tienda en tienda y visitando a los pocos familiares que tenían allí. Al mediodía, estaban hambrientos y cansados. Como era de esperar, acabaron yendo a una posada con vistas al puerto, coronada por un rótulo que anunciaba con orgullo que servían el pescado más fresco de la región.


El joven palideció. ¡Con el hambre que tenía y le esperaba el temido y aborrecido pescado! Una vez dentro, intentó convencer a su madre de que le pidiera un filete de ternera poco hecho, pero ésta se mostraba ágil en el uso de los esperados argumentos. Fue entonces cuando la camarera le sugirió a su madre algo que él no llegó a oír. La que era la sombra de sus días asintió con la cabeza con una media sonrisa en los labios. ¿Habría cambiado de opinión?


- Está bien, hijo. No quieres espinas, pues no las tendrás. – inquietante sonrisa


-Gracias, madre. – murmullo desconfiado


No se lo podía creer. ¡Por fin había cedido! ¿Se estaría dando cuenta de que había crecido, de que ya no era ningún niño? La respuesta llegó emplatada. Unas rodajas de salmón con guarnición de patatas para su madre, y para él….


-¿Qué es esto?


Sobre un plato de borde mellado, se disponía un ser blancuzco, de estructura oval, que se curvaba sobre si mismo, dejando una obscena oquedad en el centro. Uno de los extremos terminaba en un racimo de pequeños tentáculos ennegrecidos, que parecían retorcerse agarrotados por la muerte.


- ¿Me he de comer esto? ¡Madre, se lo suplico! En la vida he visto algo tan repugnante.

- Es sepia a la plancha, no seas tonto. ¿No querías algo sin espinas? Pues aquí tienes. Y quiero ver como no dejas ni una sola pata. – le contestó mientras iba cortando finas tiras de monstruo,  con la ayuda del cuchillo y el tenedor. – Anda, cómete esto


Pese a las protestas, ella misma le obligó a tomar del tenedor que enarbolaba amenazadoramente medio manojo de patas, introduciéndoselo de forma brusca en la boca. Casi al instante supo que iba a vomitar. No pudo hacer nada por evitarlo. Se levantó tan apresuradamente que estuvo a punto de tumbar la mesa, ante la estupefacción de todos los comensales del local. Cuando el joven salió a la calle, no llegó a dar ni dos pasos, antes de arrojar lo poco que había engullido. Aún tenía la cabeza agachada cuando oyó a sus espaldas la voz de su madre.


- ¡Howard Phillips Lovecraft, vuelve inmediatamente y acábate el resto del plato!

Aquella noche, soñó que unos tentáculos le envolvían en un olor dulzón.

3 comentarios:

  1. Ja. ¡Un retrato en sepia de Lovecraft ! Pero este hombre seguro que agradeció la suerte de madre que le cayó en gracia para semejante inspiración, jaja.

    Y tú, Fleischman, ¿le haces ascos a pulpos, sepias y/o calamares?

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  2. Me encantan en todas sus manifestaciones y tamaños, preferiblemente a la plancha (incluído el calamar, por mucho que viva en Madrid). La paella, me sale mejor si es de carne y verduras. Un abrazo tentaculado.

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