jueves, 28 de enero de 2010

NUBES


A Ernest siempre le fascinaron las nubes. Cuando era pequeño, subía a la terraza y se pasaba horas contemplando su paso. Maldecía los días despejados, o aquellos otros plomizos ,entoldados con un gris monocorde y en los que los perfiles de su pasión se diluían. Con el paso del tiempo, intentó plasmar el cielo en forma de cuadros, pero descubrió que no había nacido para la pintura. Se veía incapaz de fijar bajo los trazos del pincel el lento movimiento de las masas de vapor de agua. La fotografía podría haber sido una opción, pero ésta tenía la asepsia y la frialdad del momento que se guarda en formol. No había nada como aquellas tardes de primavera en las que podía sentir el simple goce de la contemplación, de la soledad, el sol calentando su rostro, las nubes desfilando juguetonas. Pero eran tan intensas como efímeras y huidizas.

Sus pocos amigos le consideraban un misántropo sin cura. Para él, las personas eran como las nubes, demasiado distantes y volubles cuando se las quería alcanzar y demasiado cercanas y amenazantes cuando uno menos se lo esperaba. 

Aprendió a fijar en sueños la expresión de un rostro, la forma caprichosa de la blancura cincelada por el viento. Y poco a poco descubrió que las palabras le ayudaban. La poesía puso a su alcance lo  que no pudo conseguir con la pintura. De los versos, torpes y cargados de dudas en sus inicios, colgaba ideas, imágenes deshilachadas que se dejaban arrastrar por el prisma de cada lectura. Se creó amores bajo unas nubes perfectas, estáticas, con formas bellas y acogedoras. Acabó cayendo enfermo, por un exceso de melancolía. Se desvivía tanto por atrapar la belleza de las formas en sus versos, que descuidó la propia salud. Su madre descubrió una noche la obra que guardaba con celo en su habitación, mientras él deliraba por la fiebre. Aficionada a los clásicos románticos, descubrió alborozada la belleza de los versos que escribía su hijo. En secreto, hizo llevar los poemas a un editor que conocía en la capital, viejo amigo de su difunto marido. La acogida fue estupenda. Mientras el poeta se debatía entre la vida y la muerte en la cama, su futuro éxito se fraguaba en una modesta editorial a unos pocos kilómetros de distancia. 

Cuando se recuperó, acabó dándose cuenta de que sus poemas habían desaparecido. Ciego de rabia, le preguntó a su madre por los manuscritos. Ésta le explicó la situación, que el editor al que se los había enviado le había contestado con una carta en la que mostraba su satisfacción por la calidad de la obra. Con un mínimo de promoción, se haría un hueco en el mundillo literario. 

La idea no era muy del gusto de Ernest. El mero hecho de que leyeran sus poemas le parecía obsceno, un ejercicio de exhibicionismo innecesario. Además, ¿quién podría estar interesado en la forma en la que él miraba al cielo? Ignoraba que en el país reinaba por aquella época una corriente de neorromanticismo exacerbado. La moda, la música, la literatura, pretendían recuperar el espíritu desgarrado del artista que se sabe incomprendido y que busca la evasión y la juventud ardía en deseos de encontrar aquello que consideraban el sentimiento puro. Una obra tan hermética y elevada como la de Ernest mostraba para la crítica y el público las tribulaciones de un espíritu atormentado. Interpretaban como sufrimiento aquello que para él en realidad era plasmación del placer estético. Pero no les sacó del engaño. Por mucho que se dedicara a mirar al cielo y a escribir versos infumables, el ego de cualquier escritor es una esponja sedienta que ansía la humedad que le proporciona el halago en forma de lametones serviles. Además, las ofertas económicas que le ofrecían por las ediciones de libros que ni siquiera había escrito y la posibilidad de viajar para dar conferencias a lo largo del país era demasiado tentador. Se dejó llevar, arrastrado por un nuevo viento. 

Pasados unos meses, el mundo se le presentó por primera vez ante los ojos y la mirada se le cargó de tierra. Tenía cada vez menos tiempo para la soledad y a duras penas podía reservarse un mínimo espacio en la agenda para seguir observando el cielo. Al fin y al cabo, seguía siendo aún su principal fuente de inspiración.  Poco a poco, empezó a escribir poemas sobre sus numerosas amantes. Le vencieron nuevas pasiones, más al alcance de la mano y de los labios. Las nubes ahora cobraban para él un valor utilitario. Sabía que tenía que seguir escribiendo sobre ellas porque era lo que los lectores esperaban de él. Le resultaba una paradoja que algo que desde siempre había sido tan etéreo, le proporcionara, fama, dinero y sexo. Le encantaba acostarse con las jovencitas admiradoras que llegaban a su casa en busca de un autógrafo. Venían cargadas de idealismo, de una especie de admiración estúpida por la figura del artista. Él se aprovechaba de la situación, las seducía con unas pocas frases que colgaba alrededor de su cuello, lentamente, como si se tratara de collares hechos de besos y de falsas promesas. Pocas se resistían. Luego, en la cama, se dejaba de galanterías y se aprovechaba de su carne tersa, de la obediencia con la que le agasajaban. Se sentía como un sátiro que engatusaba a bellas nínfulas con la más falsa de las liras. Porque era falsedad lo que destilaba su pluma. Acabó por perder el interés por el cielo y las nubes, aunque guardaba las apariencias. Su poesía era cada vez más ensalzada y se rodeó de objetos simbólicos, para aumentar la leyenda de una idiosincrasia tan particular como admirada. Hizo pintar todas las habitaciones de azul cielo, sobre el que dibujar infinidad de nubes y mandó construir grandes ventanales desde los que se suponía que observaba el firmamento durante horas todos los días. Estas excentricidades no hacían sino aumentar su fama. En realidad, llevaba una vida tranquila, se dedicaba a escribir como un autómata y a recibir a sus amantes. No tenía queja ni de sus editores ni de las mujeres que pasaban por sus manos. Todas se sentían especiales, pero lo que decía sentir por ellas era tan falso como cada uno de los versos que componía. Lejos quedaban aquellos años de soledad voluntaria y de una estúpida admiración estética por algo que en realidad no era sino el reflejo de sus ansias de amar. Y ahora el amor le parecía un sentimiento tan inútil como la pretensión de escribir sobre conceptos tan abstractos como la belleza. Le quedaba, eso sí, el convencimiento de manejar los hilos, de saber usar las palabras en beneficio propio.

Pero le esperaba una paradoja final, aquella que le dejaría de nuevo a solas con las nubes. Con los años, las modas cambiaron. Volvió con fuerza el realismo y la gente pedía historias relacionadas con los problemas del día a día. Ernest había vivido demasiado absorto en su propio universo, tanto literario como social. No le había importado nunca el mundo, teniendo a la mano las herramientas necesarias con las que conseguir aquello que quería. Pero ahora las nubes, el cielo, las bellas metáforas que habían horadado en los corazones de los lectores, no interesaban a nadie. Poco a poco, fue relegado a un segundo plano. Dejó de dar conferencias y se encerró de nuevo en su vieja casa, rodeado por las estáticas nubes de las paredes. Su madre había muerto hacía años, así que sólo le acompañaba una vieja sirvienta de la casa. Todos los días le preguntaba si había llegado alguna carta o si se esperaba visita y la respuesta era siempre negativa. Fue entonces, ya viejo, cuando empezó a perder la vista. El glaucoma apareció de forma paulatina, en silencio, como si una niebla implacable se hubiera agazapado para velar sus ojos. No se pudo hacer nada. Acabó ciego,  deambulando bajo una noche nublada, sin estrellas. Y supo al fin apreciar, en su ausencia, el exacto valor de la belleza.



6 comentarios:

  1. Sólo le faltó alguien que se la pelara, como a Borges las nueces, para que fuera feliz del todo.

    Que conste que reniego de muchas cosas de este relato (lo escribí en 2003, cuando aún me consideraba poeta, y tiene demasiado de programático).

    Prometo no volver a colgar refritos.

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  2. Y yo prometo darte la vara para que incumplas tus promesas. Por mi propio bien y el de la agüela (más el de todos los ojos sanos de los mancos que pasan por aquí sin teclear nada).

    El palabro es "firresco". Creo que un adjetivo así merece un nuevo estilo litarario. Desde hoy hablaré de tu firresquismo (por el hierro que contienen tus palabras, aparentemente suaves).

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  3. Diste en el clavo, NáN, me gusta el conceto. :D

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  4. La "niebla implacable agazapada para velar sus ojos"... ¿no sería una nube? ¿una nube en un ojo? Ya sabes, de tanto mirarlas :-))))
    Creo recordar este relatillo de tus tiempos de ehl, ¿puede ser? O tal vez me confunda con otro que alguien tituló 'El fotógrafo de nubes' ¡Ay, esta cabeza!
    En todo caso, Fleish, qué joven se te nota.

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  5. Viejos tiempos y candor narrativo, Sap, jeje. Me parece que ese relato que mencionas era de Alba-roth, aunque por otro lado, Bucéfalo (o sea, Eloy M. Cebrían) publicó una novela llamada El fotógrafo que hacía belenes. Entre nubes y fotógrafos, me salió esa nube que me sabe un poco ahora a gominola.

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