lunes, 16 de noviembre de 2009

RECICLAJE, HAY QUE COLABORAR

 Para Marga



La lata de salesa traza dos vueltas sobre su eje, antes de impactar contra el suelo soltando un chorro espumoso por su pequeño ano, confirmando que la cagada ecológica y social no tiene marcha atrás. El homínido, enfundado en un chaquetón negro de pana, es consciente de que no va a superar la prueba de acceso y siente como el escándalo metálico del impacto de la lata se le clava en el pecho como un dedo acusador. No hay marcha atrás: la lata ha saltado como un insecto, impulsada por su propia inconsciencia, girando como un hueso odisaico de Kubrick que le llevará en este caso a una involución social.

En el breve lapso de tiempo transcurrido desde que ha dejado caer el recipiente al suelo, ha visto un powerpoint de su vida repleto de fotos en color sepia. Y el pobre desdichado se ve con siete años, en una época en la que sólo había un canal  de televisión y una bolsa de basura. Sin contenedores de colores, una época gris, con basureros displicentes con una colilla colgando de la comisura de sus bocas torcidas. Se ve de adolescente arrojando un chicle Cosmos al suelo, sin considerar que acaba de disponer una trampa mortal para las palomas urbanas. Se ve ya de adulto dudando una y otra vez en la cocina, con una huevera de cartón en la mano, mientras se pega la tortilla, mientras el cubo de los envases parece guiñar el ojo al del papel.

Y cuando vuelve en sí, no ve sino la mirada pétrea, el gesto despectivo del mismo encargado de seguridad que le había advertido sobre la prohibición de entrar bebidas al local, y que había dado por sentado que él iba a ser cívico y correcto, que iba a depositar aquella lata en el correspondiente contenedor amarillo Piolín, un contenedor que el puertas conoce desde su nacimiento, porque ha nacido con el oficio en la sangre, por de pequeño sus padres le enseñaron a reciclar, a separar lo útil de lo desechable, a clasificar, a escoger.

Tú sí, tú no...

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