martes, 21 de julio de 2020

Caballo de Troya

Isabel llevaba toda la mañana dando vueltas por la casa, afanada en limpiar los rincones que por lo general la pereza le hacía olvidar, ordenando los cajones, murmurando en voz baja, resoplando de cansancio a modo de queja y evitando cruzarse ante un espejo. No quería verse como se adivinaba: pálida, con el labio inferior que se le torcía ligeramente cuando estaba nerviosa y con la mirada huidiza. Se conocía lo suficiente como para saber que toda aquella hiperactividad era una forma de postergar el momento en el que acabaría decidiendo abrir el paquete que había recibido el día anterior por la tarde. Del tamaño de una caja de zapatos, envuelto en papel de estraza, con un sobre pegado en uno de los laterales y tan imprevisto como poco deseado.  Por supuesto, el primer impulso había sido tirarlo a la basura sin más, pero un hilo de culpa que ella misma reconocía como paradójico le había impedido hacerlo.  Y de nuevo el quizás, el igual ahora, los tal vez, y el nunca se sabe si revolotearon a su alrededor y la convencieron de abrir la caja tras leer la nota en las que ignoró que nuevas palabras venían a decir lo mismo de siempre.  En el interior, fotografías de cuando tenían veinte años, la pulsera con las iniciales de los dos grabadas que ella le había arrojado a la cara la última vez, viejas cartas de amor ordenadas por fecha, como un viejo acordeón que periódicamente parecía inflarse de nuevo. Restos de un naufragio. Al mediodía, el timbre la cogió desprevenida y con el ánimo agitado por los recuerdos de tiempos mejores. Abrió la puerta de forma instintiva, quien sabe si esperanzada, y supo que había cometido un error fatal cuando él metió el pie en el quicio de la puerta  con la misma rapidez con la que Isabel reconoció la oscuridad embrutecida en la mirada del otro.

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