lunes, 28 de octubre de 2019

De rodillas



No quiero recurrir a los tópicos, pero he hecho todo lo posible por no caer en la tentación. Que me juzgue el único que puede hacerlo, pues con toda seguridad no será tan severo su juicio  como el que emana de mi propia conciencia. Me reconozco como el peor de los pecadores, uno más entre las reses condenadas de antemano que se balancean día a día hacia un destino conocido. Pero no soy solo la sombra que se agita por las noches entre sudor y temblores, el insomne  que se revuelve y amenaza con la mirada al cielo estrellado. Iluso, anhelo con equilibrar la balanza con la redención que otorgue mi buen hacer. Mi carácter se ha conformado en base a la disciplina y a la dedicación al prójimo. Humildad, sacrificio, bondad.

La tentación es diaria  y no conoce fiestas o  sacramentos, pero al margen del día a día, hay experiencias que dejan una huella indeleble pese al transcurrir de los años. El primer anzuelo es el que se clava de forma más firme en la carne y acaba integrándose en ella, como un huesecillo infecto y metálico que me recuerda una y otra vez el error cometido, ese primer momento en el que cedí a la tentación.

Fue un verano más de los que pasaba mi familia en un pequeño pueblo de Zamora que había visto nacer a mi madre. Apenas tendría yo trece años, pero me consideraba plenamente adulto y responsable. No caía en las diabluras propias de mi edad y ya mostraba querencia por la lectura y las disquisiciones filosóficas y religiosas, por lo que mis padres y los de mis amigos delegaban en mí la responsabilidad de cuidar de los más chicos que conformaban la pandilla estival. No era tarea complicada en aquellos tiempos de despreocupada felicidad, de un asueto rutinario en el que nos veíamos inmersos, como si el tiempo se hubiera detenido y no hubiera más existencia que la de bañarse en el río y jugar todo el día. Era bueno inventando historias, tramas heroicas o fantásticas en las que asignaba a cada uno el personaje que iba a interpretar.

Juan era mi mano derecha. Dos años menor que yo, andaba siempre con el pelo negro revuelto y con un gesto de pícaro robagallinas. Parecía estar tramando alguna travesura en todo momento, aunque estuviera simplemente sentado bajo la sombra de un pino. Aunque estuviera callado, tras los dos carboncillos inquietos de su mirada le adivinaba alguna fechoría. Me pasaba el día reprobando su lenguaje soez, cargado de vulgarismos y palabrotas. Aun y así, o tal vez por ello, era mi mejor amigo. 
Aquella tarde en la que subimos todos al viejo molino de agua a jugar a quijotes de río, empezó a girar para mí la maldición a la que sigo amarrado. Juan insistió en encaramarse a la vieja rueda de madera, sin más motivo que probar a todos que era el más ágil y fuerte. Era algo habitual en él, pero no contó con que la madera cedería bajo sus pies y acabó cayendo de bruces desde un par de metros de altura. Un susto, apenas unos rasguños y unas risas, pero me enfurecí de veras con él, porque podría haber sido mucho peor.

Mira cómo te has puesto. Como te vea tu madre, se lo dirá a la mía y no nos van a dejar salir en una semana. Ya, claro, no te has hecho nada, siempre dices lo mismo. Venga, vamos a la orilla, mejor te limpias esa herida.

Tenía un corte en la rodilla, por el que empezaba a manar la sangre. Poca cosa, pero era mejor limpiarla. Cojeaba un poco y se apoyó en mi hombro en dirección al río. Los otros quedaron atrás, inspeccionando el molino.

Ya ves, íbamos a jugar a quijotes y me da que esto va a parecerse al final a un bautismo. San Juan Bautista bautizado, San Juan el de la rodilla pelada. Aunque tú de santo tienes poco. Mira que estás loco, pero deja que lo haga yo, te va a doler, pero es mejor que te limpie esa sangre. Así, suave.  Ves como ya no te duele.

Y luego un silencio incómodo que me despertó de mis ensoñaciones, como si una puerta se cerrara de golpe. Un silencio que decía qué estás haciendo, déjalo ya, estoy bien, ya me curo yo la herida, deja de tocarme. Un silencio a punto de estallar en mi cabeza, un sofoco y unas ganas de seguir acariciando, hasta que Juan me apartó de un empujón y aquella orilla nos separó para siempre.

Aquel niño que fui yo sigue aquí, mirándote a los ojos, a ese tú que es mi espejo, que es conciencia del pecado. Yo que ahora absuelvo, que impongo penitencias, que sigo rodeado de niños, que imparto el más sagrado sacramento sobre sus lenguas temblorosas, sigo siendo aquel crío en la orilla del río, bautismo de sangre y tentación, pasado que vuelve una y otra vez. Yo te absuelvo, hijo, dos padrenuestros y un avemaría, que vuelva a girar la noria. Puedes levantarte, te acaricio el pelo y desvío la mirada, a mi pesar, hacia esas dos pequeñas rodillas enrojecidas por la genuflexión.

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