domingo, 3 de diciembre de 2017

El señor

El señor

Hoy hace justo un año que el señor de bigote se presentó en casa. Recuerdo que al principio pensé que era un comercial de seguros, uno de esos vendedores a puerta fría que provocan un inmediato fastidio en la cotidianidad interrumpida. Su aspecto era impecable, traje y corbata, permítame usted un momento, no quisiera molestar, pelo entrecano engominado, tosecilla nerviosa y nudo que se ajustaba de vez en cuando de forma compulsiva, para acto seguido acariciarse el bigote antes de proseguir su discurso. Tenía, eso sí, la frente perlada de sudor, así que le ofrecí un vaso de agua. Si no le importa, se lo agradecería mucho y ya estaba en la cocina, sonriéndome con los labios finos muy apretados. Como le decía, no es mi intención importunarle, no crea usted que hago yo esto todos los días, pero es que al levantarme esta mañana para ir al trabajo, he sentido la necesidad de desviar mi ruta habitual, que sigo con puntualidad prusiana desde hace cuarenta años y llamar a su puerta.
En un principio, pensé que estaría aquejado por algún tipo de mal pasajero que le ofuscaba la mente y que le había incitado el impulso repentino que le había llevado a nuestra casa, pero me di cuenta en seguida que aquel señor no sólo regía perfectamente, sino que daba clara muestra de una gran lucidez. Hábil conversador y en extremo educado, durante las tres horas que transcurrieron hasta la hora de la cena, me habló de un abanico de temas de lo más variopinto, divagando con la mayor precisión, si es que a eso se le puede llamar divagar, sobre temas artísticos, históricos y filosóficos de la ciudad. Cuando le pregunté si acaso se trataba del cronista municipal, se encogió de hombros y soltó lo más parecido a una risilla de lo que le oí nunca, apenas un graznido amortiguado bajo la cortina de su bigote. Los libros, los libros son la auténtica crónica, sólo hay que saber encontrarlos, para encontrarse a uno mismo. Y en esta casa hay un libro que me interesa en especial. Quiso excusarse en ese momento, pero no pude más que ofrecerle quedarse a cenar, para saciar mi curiosidad. Como sospechaba, era de apetito frugal y apenas probó el puré de verduras y la pechuga de pollo, agradeciendo mi hospitalidad, eso sí, a cada bocado. En cuanto pude, saqué a colación el tema del libro, alegando que, para mi vergüenza, pocos eran los ejemplares de los que disponía, ya que me había habituado al formato electrónico y apenas había dejado como decoración, los que encontré al adquirir la vivienda, además de unos pocos míos, principalmente ensayos de medicina. Rematamos a los postres la botella de vino que había descorchado y que sí apuró con fruición y le acompañé a la vieja biblioteca, que hacía las veces de estudio. Para mi sorpresa, el interés que hubiera podido suscitar su visita, parecía haberse disipado de golpe justo cuando lo tenía a la mano. A duras penas echó un vistazo huidizo a los lomos de los libros y se apoltronó en el sillón orejero junto al radiador de la sala, quedándose casi al instante roque. No quise despertarlo, así que busqué una manta y lo tapé, confiando en que al despertarse tuviera la prudencia de marcharse sin hacer ruido. Eran ya las dos de la madrugada y el vino  también me había adormecido, por lo que me acosté.

   A la mañana siguiente, tras ir al baño, lo primero que hice fue dirigirme al despacho. Encontré la manta perfectamente doblada sobre el sillón y el hueco de un libro desaparecido en la estantería. Me maldije para mis adentros, por haber sido tan confiado. Me molestaba no tanto el hurto, como haber sido engañado por alguien que había resultado ser un frescales disfrazado de señor. Hasta que sentí el aroma a café.
A la luz del día, parecía más pálido y demacrado, con ese aire espectral que desmentía la fruición con la que mojaba en el café las rosquillas que saqué para desayunar. No quise incomodarle de momento con premuras fingidas, ya que aquel día no me tocaba trabajar en la clínica hasta bien entrada la tarde. Cuando centré la mirada en el libro que había dejado sobre el taburete de la cocina, me comentó que se había equivocado, que no se trababa de ese. Dejando de lado que el principal misterio era cómo estaba tan convencido de que yo poseyera el libro que buscaba, me empezó a hablar sobre los orígenes del edificio, que había sido antigua casa de bomberos, a principios del siglo XX. Siempre tenía una historia interesante que contar y lo hacía de forma tal que el tiempo pasaba volando y uno apenas intervenía, enredado por completo en sus palabras. Aún no sé cómo fue que me ofreció sus servicios, de forma casi sibilina, con medias palabras, ligeramente avergonzado y apelando a sus penurias económicas, entre narración y narración. El caso es que, movido por la curiosidad de conocer más a fondo a aquel personaje, acepté. Para un observador externo, podría llegarse a la conclusión de que acababa de contratar a un mayordomo, un cargo desfasado, obsoleto y pretencioso para alguien con mis necesidades y posición social. Pero en ningún momento surgió esa palabra entre nosotros, no había relación de empleador y contratado, sino la de acompañante. De forma tácita, llegamos al acuerdo de que él seguiría contándome sus historias a cambio de techo y manutención. Sellamos el acuerdo compartiendo la última rosquilla.

   Supongo que lo del libro fue una excusa para justificar su presencia. Tal vez fue la única mentira que utilizó en su beneficio, esa y sospecho que su nombre, que no revelaré, porque me negué desde un inicio a contrastar la veracidad de todas las historias e ideaciones con las que me regalaba a diario. Pero si el libro nunca existió, se dispone a enmendarlo. Ya le he sorprendido varias veces escribiendo. En cuando me ve, esconde las cuartillas y finge no haber estado haciendo nada. Con los años, me he acostumbrado a no hacerle preguntas, a aceptar sin más su presencia, pero no puedo dejar de pensar en qué estará escribiendo, en si esa su última historia empezará con alguien llamando a la puerta de una casa cualquiera.

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