domingo, 28 de febrero de 2016

La nueva

Fue un error fatal fijarse sólo en su aspecto inocente. En un grupo de aficionados a la escritura, se presuponía que uno tenía que abstraerse de todo aquello que no fuera el gran acto de crear, la Literatura en mayúsculas que escribíamos con letra torcida en aquel taller de Malasaña. Pero no, era simpática, tenía ese maldito acento cautivador y cayó bien.

A ojos de las esquivas musas del escritor aficionado, éramos todos iguales. Pero nos hizo ilusión aceptar a una nueva participante del otro lado del charco, una chica argentina de mirada curiosa que apareció una noche cualquiera, sin saber muy bien de dónde, poco importaba. Se llamaba Laura.
Argentina siempre ha sido la prima culta y espabilada de Sudamérica, con el añadido de ese toque italiano que les da un atractivo especial. Y claro, aunque la arrogancia española se defienda afirmando que nadie va a hacerle sombra al Siglo de Oro español, había que reconocer que Argentina había sido una de las grandes dominadoras, sonrisa impecable, mágica frescura, de la literatura del siglo XX.

Para qué vamos a detenernos en absurdas rivalidades, cuando desde hace años pueden machacarnos, citando sólo a Borges y Cortázar. La erudición del cieguito le arrea un bastonazo justiciero a cualquier rival. Por no hablar del daño que ha hecho Cortázar. Bueno, no él, sino sus imitadores y los cientos de desequilibradas que han pretendido ser La Maga. Así que cómo no íbamos a aceptar con alborozo a una porteña en el taller y más teniendo en cuenta que éramos cuatro gatos, cansados ya de vernos las caras. Rece hasta aquí este remedo de justificación para tratar de eximirnos de todo lo que sucedió después.

Fue en el tercer o cuarto taller en el que participó. Hasta entonces, había alegado las habituales excusas para participar tan solo como oyente. Falta de tiempo o inspiración, la carga de trabajo que la absorbía, que éramos demasiado buenos y le daba vergüenza escribir. Patrañas. Ahora sé que nos estudiaba fríamente, que silenciaba sus intenciones tras esa sonrisa de Gioconda bonaerense cuando la animábamos a que escribiera algo para la próxima reunión. Nos halagaba, mientras tomaba nota mental de nuestros recursos de aficionado, de las erratas de principiante encalladas en nuestra torpeza, de las taras y defectos del estilo de cada uno.

Ojalá hubiera sido sólo eso. Como ya he dicho, tardó un poco en empezar a participar, pero cuando sacó de su bolso las cuartillas y empezó a leer, nos dejó a todos boquiabiertos. Su prosa te hacía olvidar que había sido escrita, las palabras empleadas lanzaban al aire un luminoso espectro de remembranzas, como si descubriéramos por primera vez las palabras. Nos olvidamos pronto de cuál había sido el tema propuesto, ni siquiera importaba lo que estaba contando, era el cómo. Era otra liga, era Maradona en sus mejores tiempos convertido en escritora. Cuando acabó de leer, se hizo un silencio ceremonial. Apuramos nuestras cervezas dirigiéndonos miradas nerviosas, sin saber qué decir, sospechando que habíamos muerto de alguna forma como escritores. Necesitaba un trago de algo más fuerte.

Por lo general, tomábamos algo al acabar el taller, pero todos dieron alguna excusa para retirarse antes de tiempo, salvo Laura y yo. Cenamos algo ligero en el bar en el que nos reuníamos y traté de desviar el tema de conversación a asuntos más triviales, temeroso de que me preguntara directamente que qué me había parecido su relato y no tener palabras para describirlo. Se excusó un momento para ir al baño y fue entonces cuando vi aquello que aún me horroriza recordar y tuve que reprimir un grito. De su bolso entreabierto, asomaba un dedo humano.

En el intervalo de tiempo en el que ella tardó en volver, mi cerebro se esforzó en crear una explicación lógica para aquel hallazgo tan macabro. Aquella a la que me hubiera gustado amarrarme, que se tratara de la mano de un maniquí que por alguna excéntrica razón portara con ella la escritora argentina, la tuve que desestimar, porque aquel dedo macilento parecía pertenecer a un hombre de cierta edad, con algo de vello canoso alrededor de los nudillos y una uña larga y amoratada que para nada respondía a los patrones de la moda, sino a los de la práctica forense.  Psicópata, sólo podía tratarse de una asesina psicópata que llevara consigo uno de sus atroces trofeos de asesina en serie. O quizá me había equivocado con la imagen culta y amble que ella trasmitía y se trataba de una acólita de celebraciones satánicas, de una hechicera austral que se hubiera infiltrado entre nosotros para arrancarme el corazón y entregárselo a los dioses de las letras.

Cuando regresó del baño, tuve que esforzarme por actuar con naturalidad, consciente en todo momento de la presencia de aquel dedo acusador, que parecía señalarme.  Ella no pareció percatarse del descuido y siguió hablando de una película que había visto hacía poco en casa de un amigo que hablaba del libre albedrío y del destino, temas que a mí en ese momento me interesaban solo a la hora de especular sobre qué cúmulo de circunstancias habían tenido que concurrir para que yo tuviera ante mí a aquella asesina que llevaba una mano en el bolso. Traté de rebatir débilmente la tesis que defendía la película, por distraer su atención, ya que la realidad me demostraba que no imperaba tanto el destino, como la mala suerte. Por hallar una escapatoria, se me ocurrió que hablar de lo que había escrito en el taller podría distraer su atención, apaciguarla y luego alegar cualquier excusa para huir.

―Me gustó mucho tu relato, ¿sabes?
―Pura basura ―me contestó, de forma brusca ―Vos sí que escribís de maravilla, me gustaría asimilar la habilidad que tenés con las palabras.


Ambos sabíamos que era mentira, jugábamos al consabido baile del halago invertido, tan en boga en el mundillo literario. Me di cuenta demasiado tarde de que en el taller anterior la había visto comentar los relatos con Rafa, que hoy no había venido. Esa mano ya tenía dueño. Tragué saliva. Por mucho que traté de dar muestras de la más sincera de las modestias, aunque argumenté con todas las razones habidas y por haber que mi prosa era endeble y así mostrarme servil y derrotado, ella tenía la mirada perdida en mis manos, decidiendo la vitrina en la que iba a colocar el último trofeo de su colección.  

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