domingo, 31 de enero de 2016

ÓCULOS


No quiero alargarme en demasía, porque mis allegados conocen de sobra mi condición y no creo que este escrito llegue a manos de ningún extraño. Empezaré con una declaración: desde lo que el todo el mundo viene a denominar tierna infancia, conservo claros recuerdos de tener cuatro ojos. No en el sentido anatómico, ni en el figurado. Mi madre me abandonó nada más nacer en un convento,  así que, de haber sido un monstruo deforme, me hubiera arrojado con toda la seguridad a la basura o me hubiera vendido a un circo.

Tampoco uso lentes correctivas. Tengo un par de globos oculares de lo más corrientes, ensombrecidos por la notable presencia de una nariz que emerge de mi rostro como la aleta de un tiburón varado, pero sin tara alguna. Castaños, pequeños y brillantes, tuve la temprana desgracia de ser bautizado como El Rata por algún niño cruel del orfanato a quien no puedo guardar rencor por no acordarme de él y porque no hizo nada más que seguir el natural y profiláctico impulso de discriminar al raro o al débil. Obviemos la anécdota, mi aspecto físico no importa.

No, yo lo que tengo son dos ojos de poeta y dos ojos de prosista. Ambos en sentido plenamente figurado, porque ni me dedico a la escritura, ni mucho menos tengo aspiraciones artísticas. Esta afirmación, que parece contradecirse con el estilo algo ampuloso del presente escrito, quiero que le quede bien clara al lector. Aprendí a escribir leyendo a hurtadillas novelas románticas que a su vez escondían las monjas de la furia inquisitiva de la Madre Superiora y no puedo desprenderme cuando redacto del lenguaje decimonónico, empalagoso y sin fuste de aquellos librillos calientabeatas.

No hablo, pues, de dos facetas literarias, sino de dos formas de ver la realidad coincidentes en el tiempo, pero totalmente divergentes, que me han llevado a las puertas de la locura y que me suponen una desazón constante. Por evitar enojosas reiteraciones en el texto, distinguiré entre óculos (poéticos) y ojos (prosaicos).
A modo de ejemplo, imaginemos una escena de lo más sencilla. Yo, sentado a la mesa, me dispongo a comer una manzana. Lo que para cualquier persona sería un acto rutinario, se convierte en una auténtica tortura.

Con mis óculos veo un corazón expectante que espera el mordisco certero, la más primitiva de las religiones iniciando una y otra vez el rito de la destrucción, un símbolo del amor que siento por una mujer que evoco, que ni siquiera conozco, que me ofrenda la pura imagen de una fruta en la que aún resuena el gemido que nació bajo la sierpe, el placer primigenio de Eva.

Con mis ojos, sin embargo, veo la piel arrugada de la manzana, sopeso los días que quedan para acabar el mes, paso lista a los alimentos que me quedan en la nevera y puedo sentir el escaso vacío que llenará la fruta en mi estómago, que apenas engañará el hambre que siento.

Valga esta simple escena para que el lector pueda hacerse una idea de la constante tortura que supone cualquier actividad rutinaria que trate de llevar a cabo. El más simple acto se convierte en sublime por culpa de mis oculos y es por ello que he sido denostado por mis semejantes, al estar dotado de un carácter extravagante, pero de posibles o de la influencia necesaria para conseguir aprobación. Puede que, de haber nacido en una familia de alta alcurnia y despreocupado, por tanto, de cuestiones pecuniarias, mi naturaleza me hubiera llevado, en una grácil pirueta, de la carne mortal al arte inmarcesible. Hubiera llegado a ser, sin duda alguna, un Lord Byron redivivo, capaz de convertir mi propia vida en una constante lucha por la poesía en todas sus formas.

Pero como ya he dicho, me arrojaron al fango de la pobreza desde el momento de nacer, un lastre del que nunca he sido capaz de desprenderme. Acaso debería haberme arrancado los ojos hace tiempo, como un Edipo desconcertado que descubre que es el hijo bastardo de unos padres que le dan la espalda. Verso y Prosa, imaginación y realidad, óculos espirales y ojos poliédricos. Entiéndase la manida referencia clásica, pues mi único amigo es ciego, cree entender mi auténtica naturaleza y se preocupa por las consecuencias derivadas de ella.

Conocí a Germán en un recital de poesía, uno de tantos que se celebraban por aquel entonces en… Pero no, he dicho ya que no quiero hacer perder el tiempo al lector. De nada vale ahora describir el cuándo y el dónde, simples coordenadas del encuentro de dos personas que descubrieron necesitarse. Valga decir que yo asistía a aquellas sesiones porque me producía un vago placer enfrentarme a los versos ajenos con mis ojos, despellejarlos y mostrar su hueca estructura. Al contrario de lo que cabía esperar, mis óculos  parecían oscurecerse ante versos y estrofas, tal vez por un innato mecanismo de defensa, por protección ante lo que no era sino un remedo de la auténtica poesía, aquella que sólo yo conozco. No veía más que toscos brochazos, palabras encadenadas a un sentido deslavazado, meros gimoteos en torno a los temas de siempre. Divago.

A Germán le gusta decirme que soy tan ciego como él, que daría el brazo que sujeta su bastón por poder tener mis ojos, que no tengo más que dos y un corazón demasiado grande como para no ver más allá de la realidad. Sé que sus palabras son bienintencionadas, pero sospecho que en el fondo me envidia, porque escribe unos versos que, aunque se aproximan bastante, no llegan a atisbar el escenario que contemplan mis oculos. Al final, acabamos riendo y haciendo elementales paralelismos entre nuestra amistad y el libro aquel del portugués, obvio decir cuál.

A estas alturas, el improbable lector de estas palabras puede que haya enarcado una ceja de forma cómica, no tenga claro en qué época vive este narrador tetraoculado. La referencia al abandono en un convento, tan de novela decimonúnica (nun  es monja en inglés, tomémoslo como apunte para una gracia de salón de té), parece contrastar con la referencia a Saramago.  Edipo, Saramago: presupongo cierto nivel cultural, de juego de mesa y disfraz de sabio. Tampoco creo que haya pasado inadvertida la torpe patraña de introducir a un ciego a modo de simbólico partenaire. Símbolos, óculos, bazofia.

La falacia de escribir al principio que no creo que esto lo lea nadie. Necesito que alguien lo lea, que me entienda.

 Soy incapaz de escribir nada auténtico. Tengo hambre, me siento solo. 

Apenas dos frases como un enorme S.O.S al final de mi relato y me veo al instante impelido al adorno, a encadenar mi desesperación, mi realidad, con ocurrencias, sugerencias, florescencias, excrecencias.

Ni una palabra más.








No hay comentarios:

Publicar un comentario