domingo, 22 de marzo de 2015

PARACITY


Empecé a expoliar viajes al poco de llegar a Madrid. Era el boom de los vuelos lowcost y, para pasmo de mi naturaleza sedentaria, no había conversación en la que alguien dejara de relucir que había estado en tal o cual destino de un exotismo que ya empezaba a ser dudoso.  Aquel 2007, por ejemplo, fue el de Tailandia y el de la bipolaridad. Un país y un concepto tan manoseados, que se convirtieron, en mi particular imaginario de bicho raro, en unos claros referentes de la estupidez.

Fiel a mi naturaleza callada, me dedicaba a escuchar y a trasegar alcohol con la parsimonia de un hipopótamo, a la espera de que alguien cambiara de tema.  El problema era que la gente no tenía nada interesante que decir y los viajes ofrecían la oportunidad de hacer una puesta en común sobre experiencias ligeramente discordantes en las que cada gurú de La Experiencia Única ponía su particular guinda sobre el pastel o pastiche elaboraban sobre un país que había n visitado como turistas y del que se atrevían a pontificar. Consejos, tips, dónde se comía mejor, qué rutas eran las menos transitadas por los turistas (categoría de la que se autoexcluían con total desfachatez), o cómo regatear con nativos que no tenían dinero ni para calzarse.

Pasado el tiempo, tal vez por mero aburrimiento o por simple dejadez, empecé a integrarme, sobre todo cuando me presentaban a alguien. Tenía material de sobra y la dosis necesaria de prudencia para resultar medianamente convincente, sin que se descubriera mi impostura. Bastaba con realizar comentarios vagos y generales, con los que todo el mundo parecía estar de acuerdo, sobre esas ciudades en las que nunca había estado, ni pensaba visitar.

Por regla general, la gente es demasiado cobarde o educada, según se mire, como para empezar a contradecir los argumentos de alguien a quien se acaba de conocer. Y en caso de encontrarme con alguna de esas personas que se empeñan en refutar cualquier opinión ajena, me limitaba a darles la razón y a tomar nota mental de las tonterías que pudieran decir, en caso de que fueran provechosas para mis futuros fingimientos.

Así, era fácil afirmar que Berlín era la capital europea más vanguardista, que en Budapest uno podía sentirse embriagado por una gris melancolía, que Nueva York te transporta a una película de Woody Allen o de Scorsese, según gustos y ganas de hacerse el duro de postal, o que la monumentalidad de París ridiculizaba al resto de capitales europeas.

 Eran generalidades de manual que cumplían la misma función que hablar del tiempo en un ascensor, así que empecé a perfeccionar la técnica recabando información en Internet y rebuscando en las páginas especializadas en viajes las opiniones más peregrinas, que enriquecía caprichosamente. Así, me sorprendía a mí mismo hablando de aquel diminuto restaurante del Trastevere que sólo está abierto a determinadas horas de los días en los que le apetece abrir a Massimo, el cocinero gordinflón que es un fanático empedernido de la Lazio, una persona a la que en mi vida conoceré, pero a la que soy capaz de poner por las nubes y, ya puestos, inventar que tiene un bigote inverosímil con pelos enormes como  tagliatelle.

Poco a poco, mi popularidad fue creciendo de la mano de la desfachatez con la que inventaba anécdotas viajeras imposibles de verificar, pero adornadas con la suficiente dosis de verismo que las convertía en irrefutables. Una de las historias que captaba más atención era la de mi viaje a París la semana pasada, siempre era la semana pasada para dármelas de cosmopolita, en la que había entablado amistad con uno de los encargados de la gestión de la Torre Eiffel, que me había invitado a comer en su casa tras resolver unos asuntos de trabajo que no venían al caso, y que me había asegurado en la sobremesa que la famosa construcción había empezado a inclinarse ligeramente y que pronto habría que limitar el número de turistas que la visitaban a diario. Estaba previsto que en unos años la torre tuviera el suficiente grado de inclinación para empezar a competir con la de Pisa que, por otro lado, estaba destinada acabar revestida de un enorme corsé metálico que evitara su derrumbe. La rivalidad entre italianos y franceses en materia turística dependía en gran medida de esa puja entre las dos construcciones.

Aunque no era raro encontrar a algún aguafiestas que tratara de desdecirme, asegurando que era imposible que la torre francesa se inclinara debido a su sus sólidos cimientos y a su particular estructura, me las arreglaba para mencionar estudios geológicos inexistentes que habían estado en manos de mi amigo francés y que aseguraban que, aunque aún de forma imperceptible, la famosa antena iba a acabar torciéndose de forma inexorable. Aprovechaba estas invectivas para atacar la cerrazón del carácter español, tendente al escepticismo como argumento de inicio y acababa colapsando a mi oponente con un discurso tan vacío como profuso. Estuve tentado de hacer carrera política, pero de buen seguro que me hubieran hecho viajar y pudo más la pereza.

He de reconocer que la vida me ha ido tratando bien y a mis casi setenta y cinco años puedo enorgullecerme de no haber salido del suelo patrio, sin que nadie se haya percatado de mi impostura. A mi juicio, esta proeza dice mucho de las falsas atribuciones que se le conceden al hecho de viajar, ya que se me considera una persona tolerante, de mente abierta y capaz de adaptarme a cualquier situación, enfoque cultural o punto de vista. Y todo esto, por haber conocido mundo. Soltero empedernido, disfruté de la compañía de mujeres que cayeron fascinadas por las historias que les contaba un auténtico hombre de mundo y por suerte tuve familia que me empujara a viajar tras mi jubilación. No puedo evitar fantasear con hacer un primer viaje, tal vez el último, a París, resignarme a hacer una larga cola, como el ganado esperando turno en el matadero, y tocar con mis propias manos el inclinado cuerpo de metal al que mi torcida imaginación pareció condenar.



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