jueves, 13 de marzo de 2014

De tenebris

No sé a cuento de qué, pero a la mínima oportunidad me dio por meter con calzador en cualquier conversación la anécdota familiar, aquella historia sobre  cómo se habían conocido mis padres. Daba igual que me encontrara en medio de un corrillo formado al finalizar el enésimo sarao literario al que asistía, trasegando cañas y tapas aceitosas en un bar de Lavapiés, o absorbido por la estridencia de algún garito nocturno en el que las sílabas se diluyeran en mi aliento casi tangible de alcohol barato.


Tal vez lo hacía, no me voy ahora a esconder,  por invocar la faceta protectora de las mujeres, siguiendo una lógica retorcida que serpenteaba entre mi timidez y la inevitable tendencia del ser humano a aparentar que se es especial. El caso es que exponer de forma tan gratuita la intimidad familiar, aun estando fuera de lugar, obtenía una respuesta inmediata, un interés que si bien no iba más allá del morbo o de un romanticismo decimonónico mal entendido, me valía para embozarme en un misterio que no tenía nada particular.

- En el fondo, soy hijo de la muerte.

Me despachaba a gusto esconder aquella frase aparente, digna de ser garabateada en la carpeta de un adolescente granujiento. O de un gilipollas. Porque de la muerte no nace nada, es huera y casi siempre absurda. Tiene el tiempo justo que dedicarnos y no reconoce vínculo alguno con los humanos, por mucho que queramos personificarla.


Yo, como mi hermana, era hijo de dos personas que se quisieron y por mucho que a la gente le llamara la atención cómo llegaron a conocerse, ahora entiendo que de nada sirve presentarse como una caricatura.

Bien sabe quien me conoce que no respondo al perfil de torturado o melancólico. Y si caigo en esos estados, como todo hijo de vecino, respondo al humor como la llave que abre todas las cerraduras. Pero hay que reconocer que la historia surtía efecto y en numerosas ocasiones me decían que tenía que escribirla algún día: dos muertes prematuras y dos viudos jóvenes que se conocen en el cementerio del pueblo, arreglando las tumbas de las personas que han perdido, las segundas nupcias, las ganas de vivir de empezar de nuevo, una nueva familia, el descubrimiento infantil de los álbumes de fotografías en las que los padres aparecían casándose con unos desconocidos, aquella rosa dejándose secar entre las páginas entre las Rimas de Bécquer, la naturalidad con la que uno aceptaba haber llegado a tener ocho abuelos, finalmente aquellas visitas al cementerio, los rostros jóvenes de los consortes difuntos en las fotografías de las lápidas, que nos observaban a mi hermana y a mí añorando a los hijos que no llegaron a tener, aquellos hijos que no éramos nosotros, cuyo lugar en el mundo tal vez usurpamos.


5 comentarios:

  1. Esperava altra cosa, m'ha sorprés favorablement.
    Per a mi, esta història i tantes altres, son una valuosa lliçó de vida i una desmitificació de la mort. Tot junt, un gran aprenentatge.

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  2. A veure què opina el senyor de la pipa...

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  3. La pulsión de Eros venciendo a la pulsión del Tánatos .


    Laesme

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  4. Molt bonic,Robert,i molt emocionat per a mi que conec la historia de primera ma,un record per a ta mare,sempre en el nostre cor.Besaetes.

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  5. Fleischmann, es una historia tan hermosa que parece inventada.
    Pero, sobre todo, me gusta cómo me la has contado.
    Un abrazo enorme.

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