jueves, 10 de noviembre de 2011

EL DESIERTO NO TIENE AUTOCINES



La culpa la tuvo aquella película, en la que dos locas se suicidaban en su coche, despeñándose sin motivo por el Gran Cañón. El cine nunca daba buenas ideas y nuestras mujeres empezaron a hacerse ilusiones, pensaron que podían pensar, que no estaban condenadas, como nosotros, a buscarse la vida en la carretera. Nadie en su sano juicio podía creerse la historia de aquellas dos bolleras reprimidas, pero a medida que nos acercábamos hacia el sur, me di cuenta de que aquella noche en el autocine las había cambiado de alguna forma. El sol parecía que les estaba agrietando la poca sensatez que les quedaba y no me hacía puñetera gracia sorprenderlas hablando de la película, cuchicheando a nuestras espaldas y soltando estúpidas risitas. Empecé a vigilarlas en silencio. El desayuno se quemaba sobre la sartén, la suciedad se acumulaba en los rincones y mientras ellas miraban al techo de las caravanas, tratando de descubrir en sus manchas aceitosas alguna señal que las empujara a dejarnos tirados.
 Yo trataba de advertir a mi hermano Herb, en las pocas ocasiones en las que nos quedábamos solos, del peligro que corríamos. El pobre pecaba de inocente, pero ahí estaba yo para cuidar de él. Porque yo era el único de los dos que había ido a escuela, el tiempo suficiente para reconocer que existía otra realidad y que todos estábamos jodidos en aquella tierra. Pero también para saber que aunque no podíamos aspirar a nada, nos quedaba aquel instinto primario de supervivencia, aquel echarse al asfalto y buscarse la vida como fuera. A ambos lados de la carretera, el desierto nos recordaba que nuestra vida no era como aquellas con las que trataban de engañarnos, aquellos espejismos que tanto fascinaban a nuestras mujeres, embobadas con la tele portátil que sintonizaban al llegar a un pueblo, con las novelas de mierda que releían una y otra vez, o las pocas películas que les llenaban la cabeza de pájaros. Ilusas. En el corazón de América no había personajes, ni historias, ni finales felices;  nos envolvía el hambre, la miseria y una ignorancia que nos libraba de soñar un futuro mejor.

Pero mi mujer y mi cuñada nunca se conformaban, echaban pestes de la estrechez de las caravanas, por tener que remendar la ropa y, sobre todo, por no tener una casa en la que poder anclarse y criar  un hijo. No entendían nada, no les entraba en la cabeza que nuestra función era recoger las migas y rogar que no nos faltara trabajo como jornaleros. Me daba rabia que no valoraran lo que habíamos hecho por ellas, sacándolas del pueblo de mala muerte en el que todos nos habíamos criado, aquella tierra de polvo, sol y borrachos deambulando como muertos vivientes. Les habíamos dado la oportunidad de salir del fango, de traspasar el mapa recortado que nos daban al nacer. Eran unas desagradecidas que se montaban sus putas historias de princesitas de manos delicadas, en vez de admitir que al final del viaje no había puestas de sol en la playa, que nos esperaba trabajar todo el día, hasta deslomarnos, como temporeros en los campos de naranjos de Florida, para tener al menos una oportunidad.

Herb pecaba de confiado y me decía que ninguna de las dos podía arreglárselas sin nosotros, que no sabían hacer nada más que cocinar, trabajar en el campo y abrir las piernas cuando nos podían las ganas. Yo me reía, para disimular que hacía mucho tiempo que Lu y yo no lo hacíamos, porque me daba asco ver la desgana en su cara y porque se había abandonado y parecía una vieja de treinta años. Ya no era la jovencita incauta que había desvirgado, a fuerza de prometerle una vida llena de viajes, lejos del pueblo perdido en el corazón de Arizona, en el que habíamos aprendido a huir.
Cuando las enviábamos a comprar cerveza y algo de comida o cuando les decíamos que esperaran vigilando los trastos hasta que volviéramos de algún bar de carretera, trataba de convencer a Herb del peligro que corríamos. Cualquier noche en la que nos emborracháramos más de la cuenta, podían aprovechar para huir con todo y dejarnos tirados en medio del desierto.

Maldita la hora en las que se nos ocurrió darles el capricho de entrar en aquel autocine, donde vieron la peli de las bolleras. Mi hermano y yo  pensamos que podría ser divertido, que sería como volver a los viejos tiempos, en los que ellas trataban de ver la película y nosotros de acceder a sus bragas, bajo el chorro de luz del proyector. Hacía tiempo que habíamos perdido la vergüenza, a fuerza de vivir en un espacio tan reducido y yo tuve que conformarme con mirar de reojo cómo la mano de Herb se hundía bajo la falda de su Mary, mientras ella miraba absorta la pantalla, indiferente a sus caricias. Lu ni siquiera me dejó que le pasara el brazo por encima de los hombros. Más tarde, me tuve que quedar a solas con mi rabia excitada, escuchando los gemidos al fondo de la caravana, tras la cortina que nos separaba de los otros dos, tumbado espalda contra espalda junto a Lu, sabiendo que se hacía la dormida.

Por mucho que me doliera, tuve que mentir a Herb. Se pasó varios días llorando, pero al final le pude convencer de que era mejor así, que los dos solos nos las apañaríamos mejor, que en el fondo las dos eran un lastre y que no valía la pena perder el tiempo buscándolas. En cierto modo, habían tomado una decisión y había que respetarla, porque tenían tanto derecho como nosotros a decidir qué hacer con sus vidas. Y sí, era una mala jugarreta que se hubieran largado en mitad de la noche, aprovechando que los dos dormíamos la borrachera, aparcados a las afueras de aquel pueblo fronterizo. Y que  de nada servía salir en su busca, porque a esas alturas debían estar a bordo del primer autobús que las hubiera llevado lejos de nosotros, abrazaditas, las muy putas. Que yo lo veía venir, pero que no debía preocuparse, que no valía la pena. Y trataba de disimular que yo no había bebido tanto como él, que había aprovechado la ocasión para ahorrarnos un disgusto, que le había dado buen uso a aquella pala oxidada que nos habíamos encontrado un día junto a la cuneta. Un trasto que no servía para nada, dijeron ellas, sin entender que aquel desprecio marcaba su final. Fue entonces cuando supe que tenía que darles lo que pedían, cavar un hoyo en el desierto y dejarlas atrás. Al fin y al cabo, las dos soñaban en caer por un precipicio y acabar de una vez con todo.

1 comentario:

  1. Demasiadas comas. Los comentarios positivos me los callo, ya sé que no te gustna :p
    Walter Fego

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