jueves, 3 de febrero de 2011

A LA SOMBRA DEL SOL DE FRANCIA

Relato para el taller del Bremen, con el tema "el circo".


A LA SOMBRA DEL SOL DE FRANCIA


Cuando el concejal de cultura nos comunicó que aquel año no iban a contar con nosotros, Silvestre rugió en su jaula, anticipando el sonido de sus tripas ante las penurias que se avecinaban. Desde hacía veinte años, pasábamos el invierno afincados durante casi tres meses en el recinto ferial del pueblo, cabeza de partido lo suficientemente grande para atraer a público de los alrededores y con un alma lo bastante rural y cerril  para que a estas alturas del siglo nuestro circo les pareciera un espectáculo digno de ser contratado.

La arribada al pueblo suponía una auténtica puesta a punto. La gran carpa se convertía entre semana en un taller en el que se reparaban los materiales deteriorados y se ensayaban nuevos números ante la mirada impasible de los enanos, cuyo éxito estaba garantizado de nacimiento. Era aquel un periodo de tiempo lo suficientemente largo para que los niños de los artistas retomaran cierta normalidad escolar y algunos de los adultos gozaran de tiempo libre para ampliar su vida social.

Por mucho que trataran de disimularlo los payasos polacos, desde que el Circo Krosty empezó a frecuentar aquellas latitudes, el porcentaje de niños rubios nacidos en el pueblo había aumentado de forma sospechosa. Y es que bajo las bromas y el maquillaje, se escondía la atormentada condición de unos hombres condenados a vivir como nómadas de grandes zapatos, a estar en un eterno segundo plano, ya que las mujeres de la compañía sentían predilección por los forzudos y trapecistas.

Como recurso para aliviar su soledad y la ineludible tristeza del comediante, los payasos se encargaron de hacer correr por la población rumores acerca de la correspondencia entre la supuesta longitud de sus pies y la de partes muy específicas de su anatomía, de dimensiones no menos ficticias.

Hasta aquel invierno, la relación entre ambos mundos era cordial y discurría sin disputas. Los cetrinos hombres del pueblo acompañaban a sus sonrientes mujeres y rubicundos hijos a ver el mayor espectáculo del mundo y las gradas de la carpa se llenaban en cada función. En verdad, muchos de los asistentes repetían, porque era cosa inusual en aquellas latitudes encontrarse en presencia de artistas y las mujeres insistían en volver, para contemplar en emocionado silencio cómo sus hijos se reían de los payasos que los habían engendrado. Las oes que formaban los boquiabiertos espectadores eran sinceras, fruto de la fascinación que provocaban las piruetas de los acróbatas, gimnastas descartados en su juventud de los equipos olímpicos soviéticos; el sempiterno doble salto mortal del trapecista italiano que nunca se atrevía con un triple porque había visto a su padre morir en el intento; o las espantosas costillas del escuálido Silvestre, el león del circo con nombre de minino, convertido en un arpa de famélico rugido. No hubo problema alguno hasta la aparición de aquellos cursis franceses.

Pese a la aceptación que tenía nuestro espectáculo por aquellas tierras, la fama de la compañía francesa que había revolucionado el mundo del circo llegó a oídos de la corporación municipal, que ante la llegada de las elecciones, quiso gastar gran parte del presupuesto destinado a la reforma de la biblioteca en la contratación de un circo francés artístico, conceptual y de relumbrón.

Aquel iba a ser el acontecimiento cultural más relevante en la comarca desde la transformación de la piscina municipal en cine de verano. No importaba que la práctica totalidad de público fuera incapaz de asimilar el aparente mensaje simbólico de aquel carrusel de danzas y mallas resplandecientes, el cuidado detalle de ropajes y accesorios que pasaría desapercibido entre los ceños fruncidos de los lugareños. Ellos eran los galos, nosotros los malos.

El director de la compañía francesa se frotaba las manos. Lejos quedaba la noche en la que, tras haber visto la película Amelie y haber ingerido un kilo de scargots acompañados de un mal caldo provenzal, tuvo su particular epifanía al ver a su amante ruso evolucionar desnudo por la sala al compás de un viejo vinilo de Jean Michel Jarre. Fusionaría todas las artes y colores para dar al mundo el espectáculo que se merecía. Como polillas engañadas por una luz engañosa, público y crítica acordaron que aquello era arte, magia, belleza en movimiento.

La noche de la defenestración, nuestra compañía llevaba instalada casi una semana en el pueblo de al lado. Los nervios estaban a flor de piel y todos temíamos por nuestro destino, ya que los gastos de mantenimiento eran elevados y no podíamos desatender a Silvestre, que era el principal reclamo del espectáculo. A pesar de haber sido acogidos por la población rival como exiliados, a la hora de la verdad nuestra taquillera se pasaba las horas bostezando y no llenábamos siquiera la mitad del aforo.

Los enanos, de consabida naturaleza dictatorial, desempolvaron sus bigotes postizos y la casacas napoleónicas y fueron los primeros en quejarse por lo que consideraban una mala gestión de los recursos. Querían más protagonismo, así que entre el director y yo hicimos amago de aplacar el hambre del león con uno de ellos, un pequeño incidente que acabó con la dimisión de parte de la trouppe, escandalizada por nuestra política de control de costes.

Por suerte, la sangre no llegó al río, aunque sí el circo gabacho Los franceses no contaban con el insatisfecho furor de las féminas del pueblo, que rechinaban los dientes y cruzaban las piernas ante la ausencia de sus solícitos payasos. Justo en mitad de un número en el que un hombre disfrazado de luna plateada se contoneaba agitando su pelvis cornuda ante los espectadores, a la vez que un coro de sirenas cantaba con voz aflautada, una de las mujeres susurró al oído de su marido que aquella luna priápica le había guiñado el ojo. Fue más que suficiente.

Como encargado del cuidado de los animales,  o limpiador de la mierda de las jaulas, aquella noche me disponía a dar de beber al rucio pintado que utilizábamos como cebra africana, llevándolo hasta el río que pasaba junto a nuestras instalaciones. Entremezclado con el rumor de las aguas escuché unos sonidos guturales y afrancesados que no llegaban a grito, de tan delicados. Corrí hasta la orilla y contemplé cómo la corriente arrastraba los restos de lo que parecía una carpa destrozada. Un joven cubierto de purpurina trataba de evadirse de un saco en el que lo habían metido, agitando sus delgados brazos en busca de ayuda, mientras era arrastrado por la corriente. Fui listo en mi ignorancia y quise entender que aquello formaba parte de un espectáculo cuyo significado se me escapaba. Pura escenificación de las vicisitudes del artista en el transcurso de la vida. Nada al alcance de mi dura mollera. Así que sonreí para mis adentros y regresé para dar la buena nueva a los payasos, silbando La Marsellesa por el camino.

Robert Llopis +denuit revision

2 comentarios:

  1. ¡¡Por todos los trapecistas del mundo, Fleishman!!

    ¡Menudo triple salto narrativo has dibujado! Y lejos de ser mortal está lleno de vivas piruetas.

    Te felicito por él. (Y apuesto a que Fellini y Berlanga habrían aplaudido)

    Un saludo

    PD. Pagaría por ver cómo transformaron la piscina municipal en cine de verano. ¿Será tan barato como me imagino? XDD

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  2. Gracias, Juanra ;)

    Este relato ha tenido tres versiones, por distintos avatares. Me dedicaba a perderlo y al final tuve que escribir la mitad a mano, un escándalo en los tiempos que corren. Esta es la tercera, pero en la segunda citaba precisamente a Fellini y el final de 8 1/2, si no recuerdo malamente.

    Sobre la piscina, piensa mal y acertarás :D

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