jueves, 21 de octubre de 2010

El 121


Las dos mujeres están sentadas cara a cara, en el interior del autobús. No se conocen, son dos extrañas en un medio de transporte público. Pura normalidad. Evitan cruzar la mirada, establecer cualquier vínculo personal que pueda resultar incómodo, pero se observan con disimulo.

Una de ellas, sentada en sentido opuesto al de la marcha del vehículo, tiene cuarenta y tantos años. Aparenta muchos más. No está maquillada y lleva el pelo mal recogido en un moño descuidado, propio de una anciana. Se encuentra ligeramente mareada, pero no se atreve a pedirle a la otra que le cambie el asiento. El autobús está repleto de gente, pero a todos los efectos, sólo nos interesan ellas dos.

La otra mujer es una chica de unos quince años. También aparenta más edad, pero no por las mismas razones. Está muy maquillada, y a todas luces intenta camuflar una cara que aún es de niña. Va vestida con ropa deportiva, masca chicle de forma nerviosa, y un chasquido rítmico se escapa de los auriculares con los que escucha música.

La mujer mayor tiene la sensación de ser escupida por la ciudad. Siente que nada contracorriente. Los edificios se alejan de ella, la apartan del barrio en el que ha pasado toda su vida.

La chica joven tiene prisa por llegar a su destino. En su mente, divide el trayecto, que ya conoce de memoria, por edificios y tiendas que reconoce. Ya queda menos. Pasan por una de esas fronteras invisibles que cuartean las ciudades.

La mujer no tiene ganas de llegar. Cualquier distracción le sirve. Se fija en la medalla dorada que luce la chica, cuyo brillo aletea sobre su cuello, impulsado por el traqueteo del autobús. Su hija tiene una muy parecida. De hecho, aquella chica se le parece bastante. Un poco más joven, quizás, pero similar en los gestos nerviosos: un bicho travieso, un culo inquieto. Las miradas de ambas se cruzan por un instante. Las dos tienen los ojos enrojecidos.

La chica oculta la medalla, con un rápido gesto, bajo la camiseta interior. No le gusta la forma en la que la está mirando aquella vieja. Sólo tiene ganas bajar del autobús, de ver a su chico, de seguir fumando. De lo que caiga.

La mujer mayor, incómoda por haber sido sorprendida espiando, vuelve a fijar la atención en la calle. Han parado en un semáforo, ante una farmacia. Odia el olor de las farmacias, de los hospitales, de todo aquello. No quiere llegar, tener que forzar la sonrisa al ver de nuevo a su hija, comprobar cómo se degrada día a día, o alegrarse por los espejismos de cura de esos días en los que la encuentra con mejor aspecto.

La chica no puede aguantar la risa. Le duele el estómago por haber reprimido tanto la carcajada que se le acaba de escapar. Ahora está hablando por el móvil, y eso le ayuda a disimular. Cuando pueda contárselo a Josito, se van a reír de lo lindo. Aquella vieja que no deja de mirarla, que seguramente la critica en silencio por la ropa que lleva, tiene un moco, un moco asqueroso y reseco colgando de la nariz. Qué asco. Su pequeña venganza va a ser no decirle nada, dejar que vaya por la calle con aquello pegado.

La mujer se estremece al oír la risa de la joven. Le recuerda otra que hace meses que no escucha. El mismo tono, la misma alegría. Una risa que ahora mismo no tiene precio.

Ambas bajan en la misma parada, Doce de Octubre. Se dirigen al hospital, algo habitual en usuarios de una línea como aquella. En la entrada principal, un joven recibe a la adolescente, la besa en los labios. Va vestido de celador.

 La mujer pasa al lado de ambos y echa una última mirada a la chica. Ve cómo su novio desliza una caja en el bolso de ella. Se extraña un poco, pero prosigue su camino. Cuando atraviesa las puertas automáticas, el sonido de las carcajadas de ambos le llega con claridad. Su corazón se estremece al pulsar el número siete del ascensor.

10 comentarios:

  1. Me ha gustado.
    La mujer me ha dado pena.
    Y a la chica me ha sacado de quicio...

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  2. Entonces efecto conseguido, molinos. Las chonis suelen ser desquiciantes. Me imagino un encuentro imposible: Virginia Woolf conoce a una choni. Tremendo. Se me va la pinza.

    Gracias por la lectura ;)

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  3. A las chonis aquí las llamamos canis (y algunas llegan a perturbar bastante las lujurias de cada uno con su exuberante horterez.)
    El escenario 'transporte urbano' es una apuesta sobre seguro, Fleish; inagotable. Pero amos, qué te voy a decir yo a ti...
    :-)

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  4. Si es que lo hortera no quita lo exuberante, Sap. Qué menos!!

    Porto, muchas gracias. A ver si en el próximo Bremen leemos algo tuyo ;)

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  5. ¿La caja... he de suponer que roba alguna droga dle hospital? Ya me conoces, he de preguntar.

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  6. Sí, su novio roba cosicas. De todas formas, eso es bastante intranscendente en el devenir de los hechos. Creo que sobra.

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  7. Sí, quizá sí, si no parece que esconde algo que el lector no ha cogido y despista.

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  8. Te felicito sinceramente por la fuerza y el realismo de esta historia. El dolor y la despreocupación, profundidad y superficialidad.
    Me ha gustado mucho.

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  9. Vaya, gracias, JuanRa, se trataba de ir girando el prisma y ver distintas perspectivas ;)

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