jueves, 18 de marzo de 2010

LA ESTRATEGIA DEL SALTAMONTES

Escrito para el TALLER DEL BREMEN

Desde los doce hasta los quince años, Fredo Cavalli aceptó con resignación ser el chico de los recados, consciente de que ni su escasa edad, ni su físico desgarbado, le permitían aspirar a más. Así que se centró en ser eficaz en sus discretas tareas, a base de memorizar cómo le gustaban los tragos a cada uno de los asistentes a las timbas de póker que organizaba Mateo en su apartamento, de fingir que le hacían gracia las bromas pesadas que hacían una noche tras otra a su costa, y de no quejarse de los insultos o los tirones de orejas que pudiera darle alguien que estuviera tan borracho como armado.

Fredo no era el más joven de la banda, porque otros dos chicos del barrio de su misma edad habían sido captados como él por los subalternos de Mateo. Sólo que por el mero hecho de ser dos brutos sin cerebro gozaban de otras atribuciones, e incluso tenían el privilegio de ser acompañantes de honor en los clubs de alterne a los que acudían los capitanes de la banda . Fredo envidiaba en silencio a Carlo y Toni, que por el mero hecho de haber nacido con un físico de orangután, iban a tener preferencia de paso. Se notaba a la legua que iban adaptarse a aquel mundo sin ninguna dificultad, pues se habían graduado en extorsión y amenazas en la escuela primaria, y al fin y al cabo, conocían la mecánica del proceder de un matón. Conscientes de su superioridad, y con la crueldad que sólo emplea el subordinado con sus iguales, deformaron su apellido y empezaron a llamarle Cavalletta, saltamontes. Le espetaban que era flaco y espigado como ese insecto, y es que en verdad se mostraba tan dispuesto en su trabajo, que parecía acudir de un salto cuando le pedían que se acercara para encargarle un recado.

Fredo no se quejaba nunca, y esperaba acceder con el tiempo al siguiente peldaño de la organización, ese que algún día le permitiría soñar con hacerse una carrera en el mundillo. Su estrategia, mientras tanto, se limitaba a ser aceptado, si no como uno más, sí al menos como alguien útil que no supusiera un estorbo.

Los tres años que transcurrieron hasta que Mateo logró ser mínimamente considerado, se dedicó a perfeccionar el arte de la discreción, se empapó de la dureza de aquel código común de gestos rudos y palabras malsonantes, del peculiar sentido del humor construido a base dobles sentidos cargados de crueldad, y de la jerga del ambiente en el que se había visto obligado a crecer, mientras apretaba los labios y limpiaba los ceniceros, las copas derramadas y ayudaba a llegar a casa a más de uno. Por las noches, leía novelas de gangsters, y se reía de sus errores, de lo impostadas que eran aquellas escenas, y aquellos diálogos tan elaborados. Era un mundo ficticio que nada tenía que ver con el que le rodeaba. En su realidad, todos los policías tenían un precio y en ningún supuesto justo dejaba pasar la oportunidad para sacar tajada. Los chicos de Mateo no vestían de forma elegante, ni se andaban con miramientos o florituras. Eran perros disciplinados que sólo lamían la mano a su jefe y a las putas a las que extorsionaban, animales que abandonaban la dialéctica a las primeras de cambio, en favor del viejo arte de partir cabezas.

Mateo no conocía a ningún héroe que hubiera llegado a viejo, y la gente del barrio demasiado había aprendido a cerrar la boca para salvar el pellejo y tratar de salir adelante como podía.

La primera vez que el jefe le pidió a Fredo, Carlo y Toni que acompañaran a dos de los capitanes para hacer una visita de cortesía, pensó que se trataba de una broma. No podía creer que le hubieran incluido en el grupo, al mismo nivel que los otros dos. Pero viendo lo empapados en alcohol que estaban los dos viejos matones con los que los tres jóvenes iban a compartir su bautismo, se dio cuenta de que su papel iba a limitarse a conducir y a quedarse en el coche haciendo de de niñera, mientras sus dos compañeros hacían el trabajo sucio. De todas formas, no dejaba de ser una oportunidad para Fredo, que se tomó aquella tarea rutinaria como una auténtica prueba de graduación.

Sentía la satisfacción de dejar atrás las tareas de poca monta a las que estaba habituado y que le estaban empezando a desesperar: para un chico de los recados, para un saltamontes limpia vómitos como él, aquello era un trabajo de verdad.

Las visitas de cortesía podían ser de varios tipos, dependiendo del grado de morosidad del propietario del negocio protegido y del tiempo transcurrido entre el último pago y el ineludible recordatorio. Aquella noche, iban a visitar a un chino, una rata miserable que se dedicaba a intoxicar a cualquier incauto que se atreviera a comer en su restaurante. Cuando llegaron al local, los dos capitanes dormían la mona en el asiento de atrás, y ninguno de los tres jóvenes se atrevió a despertarles. El restaurante acababa de cerrar, y sus chillonas luces de neón aún estaban encendidas. Debían de actuar antes de que aquel maldito chino echara la llave para dormir en el almacén, o donde quiera que se revolcara con toda su familia. Los tres sabían que despertar a cualquiera de los dos pesados fardos italianos que roncaban en el asiento de atrás era una temeridad, así que decidieron dejarlos aparcados y entrar por su cuenta, dejando el motor del coche encendido, por si tenían que salir a escape. Accedieron al local por la puerta de servicio, y salieron a los pocos segundos en estampida, perseguidos por el chino, que blandía un enorme cuchillo de cocina mientras gritaba en su idioma incomprensible.

Fredo se puso al volante y salieron a toda prisa del garaje, temiendo que el cocinero de ojos rasgados les alcanzara, pero éste se quedó parado como una estatua de Buda, al ver que habían subido a un coche que parecía conocer demasiado bien.

Cuando llegaron al apartamento de Mateo, despertaron a los viejos, que ni siquiera recordaban qué hacían metidos en aquel coche con aquellos niñatos. Cuando rindieron cuentas ante Mateo, alardearon sin pudor del escarmiento que le habían dado al chino. Fredo hablaba más que nadie, y se recreaba en la descripción de su supuesta hazaña, pavoneándose por la frialdad que habían demostrado al entrar por sorpresa en el restaurante, y les detalló a todos con pelos y señales cómo habían inmovilizado al chino sin decir ni una sola palabra, sin dejarle reaccionar, cómo el amarillo se había vuelto blanco al ver que iban a cumplir sus amenazas, al comprobar que no había lugar para ruegos ni prórrogas, cómo llenaron de aceite en una enorme sartén, a fuego vivo, y los gritos que dio el puerco al freírle la mano derecha, sin dejar que la apartara, hasta que empezó a oler a algo parecido a las hamburguesas de Joe, el de la esquina. Y los ojos de insecto de Fredo brillaron sanguinarios, como nunca, henchidos de euforia, endurecidos, mientras utilizaba el lenguaje de las novelas que tan bien conocía, y se gustaba recreando una escena tan irreal como todas aquellas de las que se había burlado. Mentía sin temor ni vergüenza, engrandecido, porque sabía que a nadie le importaba un trabajo de mierda como aquel, porque no había mejor premio que escuchar las carcajadas de todos los chicos, aquellas risotadas ahogadas con el humo de su grandes puros habanos, ni mejor recompensa que aquellas palmadas en la espalda. Y cuando el propio Mateo les invitó a un trago, Carlo y Toni bebieron en silencio. Acallaron como debían sus cabezas de chorlito, mientras dejaban parlotear a Fredo, aprovechando la inercia del salto del saltamontes.

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