No me
aterrorizan tanto las apariciones, como percibir que mi hasta hace poco férreo
escepticismo se desmorona como una catedral hecha de barro. Hablo ya de
apariciones, cuando hasta hace poco trataba de convencerme de que eran meras
pesadillas, juegos del subconsciente para advertirme de algún quebranto en mi
espíritu. Llevaba un par de años sumergido en mis estudios sobre psiquiatría,
tras haber dejado el seminario, y había descubierto por mediación de un
compañero la novedosa y polémica obra de Jung. El abandono de la vocación y el
azoramiento que causaban los sentimientos que mi corazón albergaba por mi prima
Nora tenían que ser necesariamente el origen de todo. Así que no pude más que
atribuir mi agitación nocturna al impacto que me produjeron las ideas de aquel
científico, que tanto distaban de mi recién abandonada fe.
Llevo tiempo preparado, para borrar la duda de si me encuentro en un
estado de sueño o de vigilia. He conseguido un magnetófono para poder grabar
mis impresiones de forma más cómoda. Trataré de describir de la forma más fiel
posible lo que veo y haré preguntas a mi visitante, si soy capaz de deshacer el
nudo en la garganta que atenaza el grito de terror, el ahogo eléctrico que me
acaba despertando entre sudores. Hablo de despertar pero, ¡son tan reales estas
visitas y tan evidente que muestran un mensaje que debo descifrar! Surgen, por
supuesto, de la voluntad de dialogar conmigo mismo, de escrutar en el lado más
oscuro de mi alma. No más circunloquios, trataré de ser lo más claro y
descriptivo posible, pues estas palabras no tienen otro objetivo que dejar
testimonio de mi cordura.
Me aparezco a
los pies de la cama. Suena absurdo, pero de forma esporádica, al menos dos
veces a la semana, me veo a mí mismo en la habitación, observándome en
silencio. Me veo a mí mismo, de pie, en silencio y con una mirada que parece
suplicar. La primera vez, seguramente la más terrorífica por inesperada,
desperté o creí despertar con un escalofrío en la espalda al oír a alguien
respirar en la oscuridad de mi alcoba. La primera reacción fue acogerme a la
cordura, convencerme de que estaba sufriendo una pesadilla, en ese extraño
estado de consciencia del que se reconoce soñando. Encendí la luz de la mesita
de noche y pude ver en lo que serían pocas décimas de segundo, la imagen de un
fotograma intermitente, la silueta, el
porte desgarbado, la extrema palidez del rostro, las ropas manchadas de sangre
y el corte que atravesaba el cuello de lado a lado de alguien que era mi viva
imagen.
Aunque fue la
que más me asustó, esa primera aparición fue la más fácil de sobrellevar. Un
mal sueño, quien sabe si causado por algo tan estúpido como una cena pesada,
alguna inquietud atascada en mi subconsciente, el recuerdo de alguna noticia
truculenta en el periódico, mi deseo carnal insatisfecho, o la insana fantasía
de acabar con nuestras vidas que todos tenemos alguna vez. Mil explicaciones se
me ofrecían para tratar de encajonar dentro de los parámetros de la razón
aquella experiencia tan desasosegante. Aún no se había convertido en una
tortura recurrente, aún no temía que llegara la noche y me venciera el sueño,
aún no me aterrorizaba la espera, la angustia de no saber si aquella noche me
iba a despertar de nuevo una respiración sibilante.
La segunda vez
fue la peor. Por mucho que quise aferrarme a la idea extendida de que los
sueños podían ser recurrentes si no se había resuelto de alguna manera la causa
que los motivaba, a nadie le gusta reencontrarse con su propio cadáver. Esa vez
no hubo sangre, me mostré con las ropas mojadas y el rostro abotargado, con
unas profundas ojeras que eran la antesala de unas cuencas vaciadas por los
peces. Ni una palabra, solo un gorgoteo húmedo,
como si aquel yo muerto ahogado se afanara por respirar de nuevo y el
tamborileo de la ropa goteando contra el suelo. Como en la primera ocasión, aún
no quise pensar en apariciones. Fue un relámpago de terror, apenas un fogonazo tras
encender la luz, pero lo bastante nítido para que mi corazón se desbocara y no
pudiera dormir el resto de la noche.
Desde ese
momento, la experiencia se fue repitiendo de forma aleatoria y esporádica. Al
menos no he logrado de encontrar un patrón. ¿Estaba mi subconsciente tratando
de decirme algo? ¿Necesitaba un nuevo cambio en mi vida, morir de forma
metafórica? Tal vez esas muertes simbolizaban la desaparición de mis creencias
religiosas, la culpa por haber abandonado la espiritualidad. Tal vez eran un
demonio interno hecho pesadilla
Decidí anotar
los detalles de todos y cada uno de aquellos encuentros, para tratar de
analizar sus causas y tratar de ser lo más racional posible. Porque no cesaron
y fueron muchas las formas, algunas de ellas realmente espantosas, en las que se
me presentaba mi propia muerte. Me despertó el olor a carne quemada, el silbido
de una respiración tuberculosa o, peor aún, el olor nauseabundo de un cuerpo
putrefacto, abandonado a una muerte en soledad de la que nadie se hacía cargo y
que intuí que era el más posible de mis finales.
Hace una semana
cesaron las apariciones y hoy ha cambiado todo. Anoche dormí profundamente y
desperté sin saber muy bien dónde estaba, ni cuánto tiempo había transcurrido
desde que el sueño me venció. Solo tenía el vago recuerdo de despertarme con la
garganta reseca y deambular por la habitación a oscuras con una sed espantosa. Recordé
que junto a la mesita de noche había dejado un vaso de agua y al girarme hacia
la cama, me vi. Me vi durmiendo plácidamente, boca arriba, con las manos
apoyadas en el pecho. Asustado, retrocedí un paso y la tarima crujió. Me vi
fruncir el ceño, me vi abrir los ojos, me vi abriendo los ojos desorbitados y
abrir la boca como si tratara de gritar. Me
vi verme, y vi cómo ese grito sofocado se convertía en ahogo, cómo mi
rostro enrojecía hasta amoratarse. Me vi ahogarme hasta la muerte. Y ahora
espero sin saber qué, encadenado a un abandono que no puedo superar, convertido
en mera sombra. Espero sentado a los pies de la cama y observo en silencio cómo
pasan los días y las noches sin que nadie acuda a rescatar los despojos
putrefactos de aquel que fui.