martes, 21 de abril de 2020

Circo Surrender

El Maestro de Ceremonias se balancea como un punto rojo y sudado en medio de la pista central. Se pasa la mano por el rostro, como si buscara restos de tiempos mejores en los que lucía un bigote de rizo imposible y no desmochado como el que luce, da dos pasos torpes de pingüino hacia la luz de un foco que no se ha molestado en buscarle y se dirige a las gradas con voz engolada.

— ¡Damas y caballeros! Gracias por venir al Circo Surrender, donde podrán contemplar cuadros de extraordinario interés, escenas sin parangón en el arte de la derrota. Porque el entretenimiento no está reñido con la didáctica. Pasen y aprendan que el equilibrio es imposible y que las palabras son arañazos sobre el mármol.

Silencio entre el público, si es que hay alguien sentado en la oscuridad absoluta que reina más allá de los tres escenarios circenses.

El Maestro se retira y el haz de luz se dirige a la pista a su izquierda, más pequeña, en la que un joven de unos veinte años con gafas torcidas y greñas descuidadas garabatea un papel con el ceño fruncido.
Suena una voz más aguda que surge de la oscuridad. Es evidente que se trata del mismo Maestro de Ceremonias, único responsable de aquel lugar maldito, tratando de fingir que se trata de otra persona.

—Observen la completa dedicación del joven poeta a lo que él considera su necesidad más perentoria, cómo trata de radiografiar sonidos y palabras, cómo se le escapa de entre los dedos la palmaria evidencia de que el esfuerzo es inútil, cómo se mira al espejo y conforma una poética mil veces reinventada. Pero atención a sus pies desnudos, al suelo enfangado de la escena. Es el miedo, la inseguridad de no pisar sobre tierra firme. Trata de construir un bastión sobre unos cimientos fallidos. Escribe porque quiere ser amado, pero no sabe ni robar un beso. Escribirá 42 poemas a su particular musa y, de tanto idealizarla, no será capaz de pellizcarle las nalgas.

La escena queda en penumbra y se hace la luz en la pista central. La voz del Maestro de Ceremonias, esta vez grave y cavernosa, se dirige al supuesto público.

—Del pasado pasamos al presente, permítame nuestra querida audiencia el tosco juego de palabras. Vean, de nuevo inclinado ante un escritorio, a nuestro otrora poeta, con menos pelo y más panza, esforzarse ante la rima imposible de una hoja de cálculo. Disfruten de cómo achina sus ojos cansados entre ingresos y costes, cómo asume sin rechistar decisiones injustas, cómo se enseñorea con sus subalternos y se humilla ante sus superiores. Ya no escribe, ya no lee, solo consume y apenas patalea consumada la derrota. El vate abatido que ni siquiera se queja de su cautiverio, atrapado sin remedio en las celdas de un Excel. No perdamos más tiempo regodeándonos en la carroña al borde del camino, pues no somos Baudelaire, si me disculpan añadir una pedante referencia que no viene al caso. Pasemos a la última pista, la del futuro.

La luz de la pista central se apaga y la sala queda en tinieblas. El Maestro de Ceremonias guarda silencio. Solo se escucha el sonido de alguien que reniega por lo bajo y trata de manipular el foco para arreglarlo. Sigue reinando la oscuridad, pero la última pista queda oculta a los ojos del público. Solo se oye alguna que otra tos inquieta, única señal hasta ahora de la existencia de un público impaciente. Toses y más toses a la espera de un desenlace que en realidad ya se ha producido, pues no hay nada más que ver.


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