lunes, 29 de junio de 2020

Cárcel de amor


Aunque me falta sufrimiento para callar, no me fallece conocimiento para ver cuánto me estaría mejor preciarme de lo que callase que arrepentirme de lo que dijese. 
DIEGO DE SAN PEDRO, Cárcel de amor, 1492

CÁRCEL DE AMOR

Presten atención a mis humildes palabras, torpemente expresadas en vulgo romance, todos aquellos que quieran conocer acerca de los vericuetos del amor y permítanme la licencia de fingir antigüedad, tanto en el burdo estilo que en vano trata de adornar los hechos, como en las expresiones y vocablos que utilizaré a modo de marionetas para narrar la historia de mi desdicha. Ruego a la paciente audiencia que tenga presente la posibilidad de reclamar el auxilio de algún galeno que pueda asistirme en caso de ahogo debido a la lectura en voz alta de un texto como este sustentado por medio de largos periodos sintácticos sin comas que actúen a modo de remanso dialéctico y respiratorio. Perdónenme los doctos en letras y en Gramática histórica las incorrecciones y el castellano antiguo impostado, que en realidad no he llegado a utilizar com procede, porque no me he leído ni El Quijote y que seguramente abandonaré en breve por mero desconocimiento del mismo.
Hete aquí que me veo impelido por las sempiternas musas a…
— Es que no sé por qué te has empeñado en escribir así, no va a entender nada.
LAS SEMPITERNAS MUSAS, he dicho, me impelen a narrar la historia de mis desdichas en materia del corazón, de cómo fui hecho prisionero en cruel prisión por causa del desdén de aquella a la que más amé. Valga el viejo recurso a la alegoría carcelaria para plasmar las peripecias sentimentales que me amarraron sin remedio al corazón de mi amada desde la primera vez que vi su angelical rostro en la discoteca Makumba. Al igual que en la fecha de publicación de la obra que inspira estas palabras se descubrieron las Américas, di yo en hincar las rodillas y encomendarme a todos los santos cuando vi a Josselyn bailar con ritmo desaforado al ritmo de Daddy Yankee.
—Parece que ya empiezas a aterrizar. Al grano. Vaya, que volviste loco al ver cómo movía el culo.
Ceje su empeño en trasmudar mis palabras el ser diabólico que susurra a mi oído izquierdo. La narración debe proseguir por los floridos vericuetos del amor cortés. Hallábame pues, como venía diciendo, contemplando extasiado la exótica figura de Josselyn rindiendo justo homenaje a toda la sensualidad que doncella alguna hubiera atesorado.
—¿Doncella? ¿DONCELLA? Mejor no digo nada.
Doncella era a mis ojos embelesados, me cago en la hostia puta. Acabarás haciéndome perder la compostura y el discurso caballeresco.
— Disculpe usted, Don Florián del florido floripondio, San Floreal de los juegos florales. Loor eterno merecen sus palabras y buenas intenciones. ¿O debería decir cobardes? Si piensa que no puedo emular su estilo, anda desencaminado. Entiendo que sus intenciones sean castas y puras, pero no sus deseos. Las alimañas que reptan por la torre en la que vuecencia se halla prisionero traen la lujuria en la punta de sus lenguas.
¿Me quieres dejar en paz de una puñetera vez? Por no decir otra cosa. ¿Tanto te costaba dejarme fantasear con una realidad cortesana en la que pudiera hablar como en las novelas de caballerías? Ni siquiera sé quién eres, a quién corresponde tu voz llena de inquina.
—Contemple el improbable lector de estas palabras cómo las tornas se han girado y el román paladino se trueca en tosco farfullar. Yo, que era personaje secundario, amiga consejera, voz de la conciencia o cualquier malabarismo posible, convengo ahora en utilizar el castellano antiguo, falso e impostado. Nos hallamos inmersos en otro manido juego metaliterario, mera ficción narrativa, un torpe regate que es a la vez zancadilla a uno mismo.
Sí, vale, me pongo zancadillas, porque no tengo cojones de decirle a Josselyn lo mucho que me gusta, que me gustaría agarrarme a su grupa y cabalgar hasta el amanecer. Me vuelve loco la hija de puta.
—Cabalgar hasta el amanecer o, ya puestos,  hasta que la aurora de rosados dedos o el canto de las alondras despierte a los amantes, avergonzados no tanto por su desnudez, como por estar conformando un cuadro amoroso de lo más tópico. ¿Podemos hablar ya como las personas normales? ¿Sabes quién soy?
La vergüenza, la cobardía, el miedo, los complejos, la culpa. Mi diablo particular.
—No y cinco veces no. Esos son monstruos a los que ya deberías haber derrotado en esa aventura mental que te empeñas en recrear hasta la torre de la amada. Soy la lucidez de Don Quijote en el lecho de muerte. Abandona las palabras y afronta los hechos. Hay más sabiduría en un beso dado a tiempo, que en cien sonetos.
Entonces, ¿Josselyn es una sombra platónica, no es más que el fantasma de Dulcinea? ¿Seguirá atrapada para siempre en mi atormentada cabeza?
—No, y no empieces con requiebros, ahora que empezábamos a hablar como las personas. Josselyn es real, tan real como el mamporro que te atizó su novio cuando te acercaste borracho a ella. Ya te dijeron tus amigos que no era buena idea acabar la noche en el Makumba, porque los dominicanos llevan bastante mal que un estudiante de filología de menos de 70 kilos trate de bailar la conga con su novia. Te hubieras evitado acabar con la cabeza tronchada y hablando con alguien que ni existe dentro de la ambulancia, que mira qué cara pone la enfermera, que de esta acabas de verdad escribiendo novelas de caballerías en un jardincito soleado. Anda, desmáyate de una vez ya.




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