Aunque
me falta sufrimiento para callar, no me fallece conocimiento para ver cuánto me
estaría mejor preciarme de lo que callase que arrepentirme de lo que
dijese.
DIEGO
DE SAN PEDRO, Cárcel de amor, 1492
CÁRCEL
DE AMOR
Presten atención a mis humildes palabras, torpemente
expresadas en vulgo romance, todos aquellos que quieran conocer acerca de los
vericuetos del amor y permítanme la licencia de fingir antigüedad, tanto en el
burdo estilo que en vano trata de adornar los hechos, como en las expresiones y
vocablos que utilizaré a modo de marionetas para narrar la historia de mi
desdicha. Ruego a la paciente audiencia que tenga presente la posibilidad de
reclamar el auxilio de algún galeno que pueda asistirme en caso de ahogo debido
a la lectura en voz alta de un texto como este sustentado por medio de largos
periodos sintácticos sin comas que actúen a modo de remanso dialéctico y
respiratorio. Perdónenme los doctos en letras y en Gramática histórica las
incorrecciones y el castellano antiguo impostado, que en realidad no he llegado
a utilizar com procede, porque no me he leído ni El Quijote y que seguramente
abandonaré en breve por mero desconocimiento del mismo.
Hete aquí que me veo impelido por las
sempiternas musas a…
— Es que
no sé por qué te has empeñado en escribir así, no va a entender nada.
LAS SEMPITERNAS MUSAS, he dicho, me impelen a
narrar la historia de mis desdichas en materia del corazón, de cómo fui hecho
prisionero en cruel prisión por causa del desdén de aquella a la que más amé.
Valga el viejo recurso a la alegoría carcelaria para plasmar las peripecias
sentimentales que me amarraron sin remedio al corazón de mi amada desde la
primera vez que vi su angelical rostro en la discoteca Makumba. Al igual que en
la fecha de publicación de la obra que inspira estas palabras se descubrieron
las Américas, di yo en hincar las rodillas y encomendarme a todos los santos
cuando vi a Josselyn bailar con ritmo desaforado al ritmo de Daddy Yankee.
—Parece
que ya empiezas a aterrizar. Al grano. Vaya, que volviste loco al ver cómo
movía el culo.
Ceje su empeño en trasmudar mis palabras el
ser diabólico que susurra a mi oído izquierdo. La narración debe proseguir por
los floridos vericuetos del amor cortés. Hallábame pues, como venía diciendo,
contemplando extasiado la exótica figura de Josselyn rindiendo justo homenaje a
toda la sensualidad que doncella alguna hubiera atesorado.
—¿Doncella?
¿DONCELLA? Mejor no digo nada.
Doncella era a mis ojos embelesados, me cago
en la hostia puta. Acabarás haciéndome perder la compostura y el discurso
caballeresco.
— Disculpe
usted, Don Florián del florido floripondio, San Floreal de los juegos florales.
Loor eterno merecen sus palabras y buenas intenciones. ¿O debería decir
cobardes? Si piensa que no puedo emular su estilo, anda desencaminado. Entiendo
que sus intenciones sean castas y puras, pero no sus deseos. Las alimañas que
reptan por la torre en la que vuecencia se halla prisionero traen la lujuria en
la punta de sus lenguas.
¿Me quieres dejar en paz de una puñetera vez?
Por no decir otra cosa. ¿Tanto te costaba dejarme fantasear con una realidad
cortesana en la que pudiera hablar como en las novelas de caballerías? Ni
siquiera sé quién eres, a quién corresponde tu voz llena de inquina.
—Contemple
el improbable lector de estas palabras cómo las tornas se han girado y el román
paladino se trueca en tosco farfullar. Yo, que era personaje secundario, amiga
consejera, voz de la conciencia o cualquier malabarismo posible, convengo ahora
en utilizar el castellano antiguo, falso e impostado. Nos hallamos inmersos en
otro manido juego metaliterario, mera ficción narrativa, un torpe regate que es
a la vez zancadilla a uno mismo.
Sí, vale, me pongo zancadillas, porque no
tengo cojones de decirle a Josselyn lo mucho que me gusta, que me gustaría agarrarme
a su grupa y cabalgar hasta el amanecer. Me vuelve loco la hija de puta.
—Cabalgar
hasta el amanecer o, ya puestos, hasta
que la aurora de rosados dedos o el canto de las alondras despierte a los
amantes, avergonzados no tanto por su desnudez, como por estar conformando un
cuadro amoroso de lo más tópico. ¿Podemos hablar ya como las personas normales?
¿Sabes quién soy?
La vergüenza, la cobardía, el miedo, los
complejos, la culpa. Mi diablo particular.
—No y
cinco veces no. Esos son monstruos a los que ya deberías haber derrotado en esa
aventura mental que te empeñas en recrear hasta la torre de la amada. Soy la
lucidez de Don Quijote en el lecho de muerte. Abandona las palabras y afronta
los hechos. Hay más sabiduría en un beso dado a tiempo, que en cien sonetos.
Entonces, ¿Josselyn es una sombra platónica,
no es más que el fantasma de Dulcinea? ¿Seguirá atrapada para siempre en mi
atormentada cabeza?
—No, y no
empieces con requiebros, ahora que empezábamos a hablar como las personas.
Josselyn es real, tan real como el mamporro que te atizó su novio cuando te
acercaste borracho a ella. Ya te dijeron tus amigos que no era buena idea
acabar la noche en el Makumba, porque los dominicanos llevan bastante mal que
un estudiante de filología de menos de 70 kilos trate de bailar la conga con su
novia. Te hubieras evitado acabar con la cabeza tronchada y hablando con
alguien que ni existe dentro de la ambulancia, que mira qué cara pone la
enfermera, que de esta acabas de verdad escribiendo novelas de caballerías en
un jardincito soleado. Anda, desmáyate de una vez ya.
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