jueves, 31 de marzo de 2011

HERENCIAS Y CARENCIAS


No pretendo acomodarme en el conformismo, pero tampoco quiero que puedan pensar que me acostumbro a la queja,  a esta pose de fingido desinterés por todo lo que ocurre en la casa. Así que me conviene tener mucho cuidado a la hora de sacar a la luz ciertos asuntos que me agravian. Desde siempre, papá ha tenido sus preferencias claramente establecidas y Margaret estaba entre ellas.

Esta humillación heredada por el simple hecho de haber nacido en segundo lugar, tan solo puede resarcirse con un matrimonio que convenga a mis intereses. No sólo porque ella es la heredera, sino por una suerte de afán protector que no acabo de entender, porque la saga familiar estaría a salvo conmigo. Soy una mujer refinada, pero también sana y fértil, como un campo a la espera de simiente. En cambio, los problemas de salud por los que ha pasado Margaret desde que nació la han convertido en lo que es, una mujer huera y quebradiza a la que nadie pretende.

No tengo la culpa de ser más joven y agraciada que ella, ni necesito la opinión de ningún pretendiente para delimitar las notorias diferencias que existen entre nosotras. Pero tampoco merezco que se me relegue a otras tareas que nunca he aceptado por mis virtudes, cuando ella hace gala de sus defectos, tal vez para recabar la conmiseración del resto de integrantes de la familia, e incluso de la servidumbre. El respeto y el merecimiento hay que ganárselo no sólo desde la cuna.

Es por todos sabidos que cuando papá organiza una partida para practicar la caza del zorro ella se esconde en la habitación, moqueando con su nariz ganchuda, temblando bajo las sábanas, envuelta en su tufo a rancio, cubierta por ese temor atávico que siente por los desconocidos. Como si pudieran interesarse en ella, la mártir ilusa de una belleza que nunca le fue concedida.  A mí no me engaña: utiliza el pretexto de su salud quebradiza para no quedar en notoria desventaja ante las constantes lisonjas que regalan los invitados a la cacería.

 Cuando los perros avistan la rojiza estela de la cola del zorro, me sumerjo en los gritos de los hombres, en el relinchar de las bestias y el sonido de las cornetas y grito de rabia sin que nadie se dé cuenta. Galopo sobre mi yegua favorita y siento cada guijarro bajo los cascos que golpean el suelo y cada golpe de los cascos contra el suelo me hace sentir viva, consciente de que el auténtico trofeo no es la piel del animal, que muchos de los cazadores entregarían todo lo que poseen por verme desprendida de mi ropa, por admirar cómo se desliza por mi cuerpo hasta caer a tierra, por ceder a la arrogancia de la desnudez que se sabe deseada.

Sé que mientras cabalgo en pos del zorro, la comadreja espera en la casa, se esconde en su guarida, esperando el momento en el que algún viejo sin escrúpulos o un joven forzado por la decadencia de su linaje pida la mano estéril de una heredera que no tardará demasiado en toser sangre. Pero aunque mi montura es la más fuerte y fogosa de toda la campiña, sé que justo en los límites que marcan nuestras posesiones hay un seto que no puedo saltar. La severa disciplina de mi padre me mantiene ligada a unas tierras que jamás serán mías. Y juraría sobre la tumba de mi madre que algún día acabaré con esta injusticia, si no fuera porque temo que ésta me maldiga de forma injusta desde la sepultura, enfurecida por retener sin quererlo el corazón de aquel que la amó en vida, tanto como yo odio mi naturaleza y condición, que me han hecho heredera de una pasión impropia, mientras mi hermana se pudre a la espera de una soledad cargada de riquezas.