sábado, 8 de febrero de 2020

Pica

Recuerdo, muchos años después, la respiración agitada, la frente sudorosa y las mejillas ardiendo. La sangre era casi lo de menos. Primaba la excitación que producía haberme portado mal, haber trascendido el papel que me asignaban los demás.  

Dale más fuerte, no tengas miedo.

A Angelito, el niño que fui y al que ahora observo desde lejos, no le había quedado otra que ser el flojeras, el gordito bonachón de ciudad que pasaba el verano con sus padres en el pueblo, el bicho raro que leía a la hora de la siesta y que no pasaba de la categoría de acoplado. Por eso mismo, la herida que tenía abierta en la frente podía considerarse la mejor de las condecoraciones.
Mientras se dirigía con paso lento a la finca donde veraneaban, el remordimiento empezó a aparecer, arrastrándole de nuevo a su condición de niño apocado y timorato. Aún no tenía claro cómo se había dejado convencer para unirse a la batalla contra la panda del pueblo de al lado, desestimando la prudencia que le caracterizaba y que era el marchamo inconfundible de una crianza pegado a las faldas de su madre.  En realidad, no habían pesado tanto los ruegos de sus amigos veraniegos, como su naturaleza fantasiosa,  un soberano aburrimiento y la lectura reciente de  Las aventuras de Huckleberry Finn.

Al menos habían ganado la batalla y, lo mejor de todo, apenas había gritado cuando la piedra, furioso y certero proyectil rival, le alcanzó justo encima de la ceja derecha. Angelito el blandengue había peleado como el que más, compensando su falta de puntería con un arrojo imprudente que le había llevado a ser blanco fácil, a convertirle en mártir y héroe a la vez. El golpe había sido seco y duro y, como impulsados por un resorte que les devolvía a la realidad, todos los niños pararon la contienda, conscientes de que la pantomima bélica había ido demasiado lejos. La sangre tardó un poco en manar de su frente, como si no se atreviera a transformar el juego en tragedia. Todos callaron y, paradójicamente, los rivales huyeron despavoridos cuando Angelito, en vez de quejarse, cogió un palo del suelo y se abalanzó contra ellos, con el rostro manchado de sangre, gritando como una bestia acorralada por una jauría.

Te he dicho que no tengas miedo. Hemos venido aquí para esto. Átame bien fuerte y haz conmigo lo que quieras. No te preocupes, tenemos la palabra clave. Si no puedo más la usaré, pero quiero olvidarme de ella ahora, quiero sentirme totalmente a tu merced. Necesito que hagas de mí lo que quieras. Soy un trapo sucio al que no le importa que lo refriegues sobre la mierda.

Nunca había visto a mi madre así. Como si hubiera visto a un muerto andante. Su Angelito con la camiseta empapada de sangre, su hijo, su hijo, pero quién le había hecho eso. Seguramente lo que más la asustó fue que me se encogiera de hombros, que guardara silencio con una media sonrisa en la boca. Aquel no parecía su hijo, parecía un demonio,  que ya decía ella que nunca le había gustado aquel pueblo perdido de la mano de Dios, que iba a ser la última vez que venían, que qué panda de animales y se le escapó que no le extrañaba que papá hubiera salido de allí. Y a saber dónde estaba ahora, bebiendo y jugando a las cartas con sus amigachos en el bar. Dónde iba a ser.

No quiero tópicos, cera derretida con banda sonora de los ochenta o referencias eruditas a Sade. Aquí no somos el matrimonio de profesores universitarios que ha decidido pasar una noche picante en un hotel para parejas, habitación 50 sombras.  Hemos estudiado el tema, hemos hablado de los límites, pero también de la necesidad. Somos Castigo y Dolor. Tú una fusta y yo un trozo de carne que necesita ser expiado. Nada de operetas, hasta que salga la sangre.

Furiosa, pienso ahora que asustada por verme en aquel estado, pero también llena de odio por aquel pueblo embrutecido, tan ajeno a ella. Su hijo, al que le había inculcado la pasión por la lectura, convertido en salvaje herido. Me metió en la bañera, me quitó la ropa y empezó a limpiarme, pese a mis quejas de preadolescente. El agua caliente pareció despertar el dolor de la herida, pero reprimí el quejido, quise mantenerme adulto en aquella situación vergonzante. Ella maldiciendo mientras me frotaba con fuerza, como si quisiera arrancarme las malas ideas de la piel.

Así, no pares, no interpretes mi silencio como que no estoy disfrutando. Eres buena, los dos sabemos que aprovechas para desahogarte, para decirme a base de golpes todo aquello que callas. Las noches en las que llego tarde con excusas rocambolescas, los desprecios, los comentarios fuera de tono sobre tu trabajo, sobre lo poco que te cuidas, toda la basura que arrojo a tus pies y de la que me arrepiento.  La espalda me arde, puedo sentir la orografía del dolor, pero quiero más, solo un punto más.

No dejó ni que me secara yo solo. Frotaba y frotaba como si formara parte de un ritual. Más tranquila al ver que no brotaba más sangre de la herida, se centró en la reprimenda, en los porqués, en la salmodia de quejas y lamentos que cabía esperar. Cuando quise salir para vestirme, me cogió por la muñeca. Que a dónde iba, que eso se podía infectar, que ven aquí que te eche un poco de alcohol. Y eso sí que no, ahí ya no pude aguantar y me vino encima todo el dolor, toda la culpa por lo que había hecho. Que si no había agua oxigenada y ella que no, que el alcohol curaba más y que parecía mentira que no hubiera dicho ni mu hasta ahora y que si por un poco de alcohol, que no iba a ser para tanto. Y me puse a llorar todo lo que había reprimido hasta ese momento, me cayó la culpa como un fardo sobre el pecho,  pero no sirvió de nada que le suplicara, que me pusiera a gritar que picaba.

Ahora, justo ahora que estoy a punto, ha llegado el momento. Coge la botellita de alcohol y refriégame la espalda bien fuerte, como si me dieras un masaje, como si frotaras una toalla contra las heridas. No temas hacerme daño, para eso hemos venido. Solo quiero pediros perdón.

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