Adios, ríos; adios, fontes;
adios, regatos pequenos;
adios, vista dos meus ollos:
non sei cando nos veremos.
adios, regatos pequenos;
adios, vista dos meus ollos:
non sei cando nos veremos.
Un vagón de metro cualquiera. La consabida rutina, tantas veces retratada. Noche de sábado hacia la periferia, jugar a adivinar retratos e historias en los rostros, mirada esquiva de adolescente, rostro cansado de camarera, aliento a alcohol de un hombre adormecido, un niño chino, obeso, sonriente, come patatas de bolsa con ritmo de metrónomo, su madre absorta en el móvil, casi todas las miradas buscando no enmarañarse, fijándose en un punto concreto de la nada para no cruzarse entre ellas. Escena mil veces descrita, pasto de aspirantes a escritor, literatura del cansancio compartido. En la siguiente estación, sube un hombre andrajoso, un signo de exclamación serpenteando entre la muchedumbre, algunas fosas nasales se contraen tratando de enterrar el olor a muerte en vida característico. Nada nuevo, un mendigo cualquiera, de entre cincuenta años y mil derrotas de edad. Pide disculpas al resto de viajeros, ritual común del pedigüeño, no quiere molestar, como si alguien estuviera haciendo algo importante, como si la vida del resto del pasaje valiera más que la suya, captatio benevolentiae, parece avergonzado, puede que forme parte de un papel estudiado, del anzuelo que tiende para buscar el contacto, disculpen y buenas noches, no querría molestar, voy a recitar unos versos de Rosalía de Castro. Colgado en las paredes del vagón, un cartel pregona versos de un poeta relamido del 27, dentro de la campaña Ni un día sin poesía. En contraste, la turbiedad alcohólica de las palabras balbuceadas por el mendigo, apenas inteligibles, como si fuera consciente de que casi nadie sabe quién es Rosalia de Castro en aquel agujero lejos de cualquier río. Recita los cuatro primeros versos, no parece recordar más, y me tiende la mano, piel oscura, de ese color sin raza que tienen los mendigos con solera. Sé que esa moneda que le doy acabará en vino, pero el recurso a los versos me ha enternecido, su irrupción inesperada, un guiño cultural, frívolo, que bordea el ineludible continente de la tragedia, ese hombre ahora derrotado que, de niño, memorizó aquellos versos sin saber que serían un recurso desesperado, una espada de madera en una batalla perdida.
Estremece tu relato pues es la cruda realidad actual; los sueños rotos de aquel niño que habría pintado un futuro en un mundo de colores..
ResponderEliminarGracias, María!!
EliminarMiña terra, miña terra
ResponderEliminarTerra onde me criei
Hortiñas que quero tanto
Figueiriñas que eu prantei
Gracias a Amancio Prada, prácticamente todos los gallegos conocemos completo ese poema.
La verdad es que me estremeció. Gracias por la lectura!! Biquiños
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